Santo Domingo, República Dominicana.- Solo tiene veintisiete años y ya habla como un artista maduro. “El arte no siempre debe tener razones, pero siempre debe tener conciencia”. Es de pocas palabras y de muchos colores. Entre todos, cuando le toca elegir, prefiere el azul, que hace que sus cuadros parezcan pedazos de cielo con una historia adentro.
Luis Enrique Valdez es de Yamasá. Llegó hace más de veinte años a la capital de manos de su madre, que, empujada por las leyes de la necesidad, vino entonando tristezas por el camino y recogiendo penas de emigrante. Y hoy, después de una larga lucha, es todo un egresado de la Escuela Nacional de Artes Visuales de Bellas Artes, un lugar donde la esperanza de una juventud sedienta siempre quiere vestirse de color.
Tuvo que comer tierra, pisar espinas, llorar lágrimas de sal y pasar hambre. Y muchas veces desayunarse con el viento. Cuando la vida le presentó su peor cara, él siguió de pie y nunca dejó de luchar.
Esta es la historia de su perseverancia, la historia de un hombre que, con las manos sucias de luz, siempre ve hacia adelante; la historia de lucha de un artista joven por abrirse un camino y prevalecer.
Luis Enrique Valdez habla de penas, pero sonríe; esa es su naturaleza. “Fueron días difíciles, y en verdad, momentos de muchas penurias, pero la única alternativa que tenía era seguir adelante y no parar. Mi mamá no trabajaba, tenía tres hijos y era Dios quien la ayudaba, pero a veces sentíamos que Dios no estaba cerca, sobre todo cuando no teníamos nada que comer”.
Luis Enrique Valdez recuerda con nostalgia y con una mirada solidaria perdida en el abismo, a cada uno de los compañeros que tuvieron que recoger sus pinceles y sus paletas en días desesperados, y salir derrotados por la puerta de atrás de la escuela. Querían estudiar, llegaron con una sonrisa de esperanza y se fueron con los sueños destrozados por la realidad.
“Nunca lo voy a olvidar: la cara de derrota que tenían; eran mis compañeros y hermanos de clase, hicieron todo lo que pudieron para no irse y abandonar, pero la vida pudo más que ellos. No tenían para comprar materiales y muchas veces no tenían ni para comerse un pedazo de pan; había uno que solo tenía un pantalón y un poloshirt. Recogieron sus cositas, las metieron en una funda y se las llevaron porque no podían seguir estudiando por falta de recursos o por falta de apoyo. Cuando se fueron, ya no daban más. Los vi irse derrotados, con el rabo entre las piernas. Ese debió ser el día más triste de sus vidas.”
Luis Enrique Valdez siente que los artistas jóvenes no tienen apoyo, por más discursos que escucha en la televisión los 27 de Febrero; y piensa también que son parte de una generación a la que le vendieron un sueño y no se lo cumplieron.
El Día Nacional de la Tristeza
En el libro de la vicisitud quedó escrito un día de agosto como el más triste de todos cuantos vivió Luis Enrique en aquella etapa. Y ese día, en que se desbordaron todos los ríos y todos los árboles se quedaron sin hojas, a Luis Enrique Valdez les fueron encima todas las pobrezas juntas.
“Tenía un examen, vine como pude de Brisas del Este, no había comido pues mi mamá no tenía nada para darnos. Había que pintar un cuadro y yo no tenía colores ni dinero para comprar los materiales y el profesor dijo, delante de todo el mundo y con la cara muy seria, que el que no tenía materiales se podía ir, que no tenía derecho a tomar el examen. Y yo, que no tenía ya nada que hacer ahí, recogí mis cosas, salí del aula y pensé irme a la casa y no volver más a la escuela. Pero ni para eso encontré fuerzas, ni para renunciar. Y lo que hice, lo único que pude hacer, lo único que me permitió el cuerpo hacer, fue irme a un aula vacía, a un curso donde nadie me podía ver, me senté en el piso y me puse a llorar como un niño y a llamar a mi mamá, que es lo que todo el mundo hace cuando está en problemas. ¡Dios, que día tan triste! No me quiero ni acordar.”
Antes de entrar a Bellas Artes ya venía Luis Enrique Valdez dando tumbos por la vida y pisando vidrios rotos por todos los caminos. “Yo nací en Los Jovillos, de Yamasá, y vine a la ciudad a los cuatro años con mi madre. Mi padre me abandonó antes de yo nacer. Mi mamá vino como a los veinticuatro o veinticinco años en busca de un mejor futuro, pero no lo encontró.”
“Yo terminé mi bachillerato a la mala. Tuve diferentes tiempos en que me atrasé. Entonces, terminé en Prepara, que era los domingos. Mi mamá vivió con mi padrastro durante un tiempo, hasta que yo tuve los diecisiete años; después él falleció y la cosa se puso más complicada. Tuve ya que ponerme a trabajar; estaba en segundo de bachillerato porque me había atrasado unas cuantas veces.”
Más tarde, cuando Luis Enrique ingresó a la escuela de Bellas Artes, las dificultades se pusieron en otro plano. Entró a Preparatorio y no pudo cursar el año siguiente. Pero de aquel tiempo recuerda no solo las carencias, también la voluntad que tuvo: “No pude continuar porque no tenía dinero, pero después me planté y dije que lo iba a hacer aunque sea pasando hambre, pidiendo pasaje o yéndome a pie y haciendo lo que sea.”
Así lo hizo, y el día que empezó la escuela no tenía ni una carpeta para meter los dibujos, así que tuvo que ingeniársela. Buscó en un basurero de la ciudad una caja de pizza, que hasta bonita se la encontró; le hizo unos dibujos y diseños, que para algo es artista, y esa fue la “carpeta” que lo acompañó por mucho tiempo. Hasta que pudo comprar una de verdad. “Cuando no tiene nada, el pobre se encuentra todo bonito, y esa caja de pizza yo me la encontraba la más hermosa del mundo porque era la que me resolvía”.
Los colores del amor naciente
Luis Enrique se enamoró del sol que atardecía en los ojos de una muchacha. Ella se llamaba Ana Lucía, pero el nombre ya no importa. Lo que queda de aquellos ojos es la luz de una mirada, el fuego encendido de una sonrisa y los colores que allí nacieron.
“Ese amor me inspiraba, me inspiraba mucho, y pensaba en ella todo el día”, recuerda con picardía. Cuando esa llama palideció, Luis Enrique se quedó con ella adentro. Y se volvió una inspiración. Él la reinventó, cuadro a cuadro, y poco a poco le fue imaginando colores nuevos y añadiéndole pedazos de luz. Era la magia del amor transmutado en arte.
Así fue que empezó su carrera. Y así fue que se decidió a irse un día cualquiera a la Escuela de Bellas Artes, donde hoy es tratado como un hijo distinguido por sus autoridades, alumnos y maestros. Es que Luis Enrique Valdez llevaba un artista adentro.
Luis Enrique tenía desde muchacho predisposición al dibujo y siempre estaba pintando a la gente y tratando de captar sus expresiones. Su hermano mayor se percató de esa inclinación y lo ayudó a encontrarse consigo mismo y con su vocación. Le dio apoyo, le dio consejos, le puso una libreta en las manos y le hizo más amable el camino que lo condujo a Bellas Artes.
La vida de Luis Enrique Valdez, como la de todo el mundo, siempre trae una historia que se bate con el viento, una historia con alas, que vuela y llega a todos lados. Y una de ellas es esta:
Había una vez un perro en su vecindad que se llamaba Milquinientos, un nombre que le puso la casualidad. Se le acercó un día y se convirtió en su amigo. Cada día iba por él, lo seguía a todos lados. Persona de pocas palabras, Luis Enrique hablaba con él, lo acurrucaba, lo acariciaba. Lo hizo parte de sus días. Cuando Luis Enrique se iba, Milquientos lo acompañaba hasta la parada del autobús de la OMSA, y cuando regresaba, sea cual sea la hora, él siempre lo estaba esperando.
Milquienientos era un amigo fiel. Pero un día amaneció muerto. Y Luis Enrique, que era su amigo y era su principal interlocutor, quedó estremecido. Y de ese estremecimiento nació una pena, y de esa pena nació una idea y nació un color. Y de todo eso junto, un día nació un cuadro de gran formato, que lleva por nombre Milquinientos, que es un homenaje a aquel amigo fiel que siempre estaba a su lado. Así es el arte, se compone de historias: historias grandes, historias pequeñas, historias tristes, historias alegres.
Con esa historia, Luis Enrique Valdez hizo lo que hacen todos los artistas cuando lloran o cuando son lastimados por la ausencia: lo reinventó y le dio vida en sus colores. Sus lágrimas eran azules, como el cielo de sus cuadros; tomó pincel y tomó pedazos de mar, tomó la arena donde aquel perro escribió sus pasos y los puso en su paleta. Lo dejó consigo en el recuerdo y ahí está, reinando en el centro de su mundo. Ese cuadro, que es una pequeña memoria del dolor de aquellos días y una colorida crónica de la ausencia, inaugura las miradas de la casa todos los días. Y es un sencillo homenaje a la amistad.
La Eva perdida
Otra historia para aprender. Luis Enrique Valdez hizo una obra de iniciación y se enamoró de ella. La llamó La manzana de Eva. “Era muy importante para mí porque fue el primer cuadro que hice con conciencia de artista.” Pero esa obra se esfumó, se la llevó una brisa y, al irse, le dejó una gran lección.
“El cuadro tenía el predominio del color verde”, recuerda Luis Enrique. Era una mujer parada, un poco de perfil y agarrando una manzana. “Lo que más me gustaba de esa obra era la expresión que había logrado en el rostro; era un juego de sensaciones: una mujer y al mismo tiempo una niña. Se veía tierna y dulce.”
La manzana de Eva tenía un formato de treinta por cuarenta y estaba hecha con el lirismo y la ingenuidad de los tiempos primeros. Según él, tenía mucho que ver con la sensualidad. “La hice pensando en Ana Lucía, la muchacha que me tenía encandilado. Ella no solo era mi inspiración en esos días, ella era también una de las personas que me motivaba para que fuera a la escuela de Bellas Artes.”
Luis Enrique Valdez le iba a regalar el cuadro a su hermano por ser la primera persona que descubrió su vocación, lo indujo a pintar y lo ayudó a encontrar su talento y a definir su vocación.
“Esa obra también era importante para mí porque fue la primera hija legítima de mi imaginación, fue completamente mi creación. Ya estaba enmarcada, en un marco de caoba. La llevé a la Zona Colonial y un vendedor la vio y se interesó. Me dijo que se la prestara para una exposición o una exhibición en un restaurante; me dijo también que la iba a vender en treinta o treinta y cinco mil pesos. Yo era casi un muchacho todavía, y nunca había visto tanto dinero junto; tenía muchas dificultades económicas y mi mamá seguía sin trabajar. Se la di pensando en las ganancias que el hombre me prometió. Pero él nunca más apareció. Era una falsa promesa y un verdadero engaño. Y fue ahí que me di cuenta que también las obras de arte, sean grandes o pequeñas, seas bonitas o feas, pueden convertirse en un objeto de la codicia humana.”
La obra tiene hoy el encanto de lo perdido. El tiempo de su ausencia ha obrado sobre ella y, ante los ojos del recuerdo, la ha hecho más hermosa. Años después de aquel hecho Luis Enrique trató de rehacerla, pero no pudo. “Es que una obra –opina- es irrepetible y responde a su tiempo y a una específica inspiración; por más que luches, nunca podrá ser igual a la original.”
La lección que aprendió Luis Enrique Valdez de aquella curiosa historia fue a valorar más su trabajo como artista, a ser más celoso del resultado de su esfuerzo y, sobre todo, a no llevarse de las falsas luces que se encienden alrededor del arte, ni de los cantos de sirena que muchas veces tientan a los creadores.
El mundo azul de Luis Enrique
Está dando sus primeros pasos en el arte y ya tiene, Luis Enrique Valdez, una filosofía de los colores, una filosofía aprendida en el día a día de sus lienzos. Primero fueron los colores de la necesidad. Aparecían en días difíciles y había que tomarlos como llegaran, y reinventarlos. Después, cuando tuvo más control y tuvo la oportunidad de escoger, se aferró a los colores primarios, especialmente al rojo y al verde. Con ellos logró obras de expresiones fuertes y luminosas.
No le gustaba el violeta, pero un día lo descubrió en la resplandeciente obra de un artista que conoció y en el aura romántica que creaba. Se enamoró de aquel color y lo admitió en sus cuadros. “Lo usé con muy buenos resultados y todavía hoy, de vez en cuando, vuelvo a él para dar equilibrio a mis propuestas y reforzar la luz”, dice.
Ahora está probando con el azul. Lo degrada de todas las maneras posibles y los pone sobre fondos negros, en busca de un poderoso impacto visual. Con el azul y sus tonalidades, y con una verdadera danza de cobaltos y turquesas, está creando una coloración que es todo un mundo, y los resultados, en su opinión, son extraordinarios.
“Hace tiempo –reflexiona- me di cuenta que se puede jugar con los colores y no quedarse en una sola idea. Así es el arte: cambia y te desafía, y te pone cosas por delante para que, como artista, tú también puedas cambiar.”
Luis Enrique Valdez dice que además de definir formas de expresión, los colores ayudan a crear libertad, que es premisa fundamental del arte. “Los colores son una decisión, y esa decisión, muchas veces tiene que ver con la libertad de un artista. Y esa libertad está en los temas, en los trazos, en la estética, en las composiciones, en las tonalidades, en los mundos que se crean, en el manejo de las formas y las figuraciones y en los ambientes y las atmósferas.”
Para él, cada color es un camino y cada cuadro, una búsqueda y un verdadero renacer. En su obra se encuentra consigo mismo, en el entendido de que cuando un artista pinta un cuadro, se pinta a sí mismo, y pinta pedazos de su vida y de su historia, dejando caer en él emociones y sentimientos que ha vivido. Ahí están los ecos del pasado y las luces que se le encendieron y se le apagaron; ahí están sus verdades emocionales y ahí está el rastro invisible de su vida. Cada cuadro es un espejo de su alma.
Con los azules de hoy está construyendo una nueva forma de expresión. Es una línea íntima, personal y experimental, que no le tiene miedo a las reglas del mercado; una obra conceptual llena de preguntas y de llamados a la reflexión. Está hecha con aquellas tonalidades de azul que le dejan las tardes en sus manos antes de partir; un azul que sirve de intermediario entre la tristeza y la alegría. Y en el fondo siempre está el silencio de los caminos.
Un día se puso a trabajar, y apelando a la magia del turquesa y otras tonalidades de azul, puso un trazo detrás de otro. Como figuración, la imagen de un hombre que va arrastrando sus penas por el camino y que se dirige hacia la nada. Parece que se fuera a salir del marco. Es una obra con pocos sobrentendidos que deja mucho a la imaginación. Esa fue la primera obra de esa línea conceptual en la que tiene cifradas sus mayores esperanzas profesionales. La llamó El caminante. “Eso fue una aventura total de la imaginación”, observa el artista.
Y agrega: “Es una obra muy personal y la primera que pinté de ese tipo. Tomé elementos del más puro realismo y los convertí en insinuación, en busca de una obra sincrética. Es la obra que más quiero, por todo lo que significa para mí y nunca me voy a desprender de ella.”
Al cabo del tiempo, lo que Luis Enrique Valdez aprendió es que todos los colores son hermosos. Y esa es hoy su filosofía de los colores. “Todo depende de lo que se busque y de las maneras en que se unan, se apliquen y se degraden”, expresa.
Lo que le dio la Escuela
Luis Enrique Valdez entró a la escuela de Bellas Artes desnudo y salió vestido de ilusiones.
La academia le dio disciplina y una visión profesional del arte, y le agudizó todos los sentidos; le dio un mejor dominio de las formas y un compromiso con la estética y con la belleza, y le enseñó a mirar mejor la vida que fluye a su alrededor, la misma que poco a poco deja entrar a sus cuadros.
Pero, ante todo, le dio seriedad y rectitud para asumir el trabajo artístico. “El arte no es un relajo, es algo muy serio porque es el mundo reflejado en tus lienzos. Hay una ética del arte que nunca puede ser olvidada. Y eso siempre hay que entenderlo y siempre hay que respetarlo.”
En la periferia del arte
Dicen que El Conde está en la periferia del arte. Al final de la calle –o al principio, según se vea- está la Escuela de Bellas Artes y cada día caminan por ella muchachas y muchachos con sus cuadros y bocetos debajo del brazo. Ya las tardes se acostumbraron a ellos, a la estampa de esos risueños caminantes que van sin prisas ni urgencias, calle arriba y calle abajo, con sus papeles y sus telas, persiguiendo colores para sobrevivir.
Dicen que El Conde pertenece a los márgenes del arte. Los mercados centrales, donde se mueven a sus anchas obras pesadas, están en otro lado. Las grandes obras van a las galerías, a los centros de arte moderno y a las altas paredes de las quintas y los museos, casi nunca a los Gift Shop ni a las tiendas para turistas de El Conde, la Duarte y la Mella. Y cuando una obra de gran calado de alguno de los viejos maestros termina allí, es por un golpe de suerte o por un movimiento de carambola. Y para que salgan de allí, sus vendedores tienen que confesarse con el diablo.
El caso del maestro Cestero es distinto. Es un ave del lugar. Creció en esa zona, y en esa zona se hizo artista y levantó su vuelo. Si fue galaronado en el año 2015 con el Premio Nacional de Artes Visuales del Ministerio de Cultura fue, en parte, por esa mirada tan particular y tan llena de nostalgia que le ha dado siempre a Santo Domingo, especialmente a la vieja ciudad que guarda en su mirada.
Eso fue lo que le dijeron a Luis Enrique cuando llegó a la Escuela de Bellas Artes. Pero la realidad le susurró otra cosa.
“En verdad, en esa zona se mueve un público más flexible, que quiere que el trabajo se vea lindo, que se vea coqueto, y entonces el artista simplifica lo más que pueda para que se vea bien. Pero esa sencillez no significa que debe faltar la calidad; simplificar no equivale a maltratar los trabajos”, observa Luis Enrique. “A fin de cuentas, el arte eres tú y cómo tú lo logres exponer”.
Un día, antes de que se fuera el sol, conoció a Leo Gutiérrez, uno de los artistas emblemáticos de la Zona Colonial, y se sentó con él a la sombra de un árbol. Gutiérrez ya es un pintor de sabiduría, que tiene un estilo impresionista que lo identifica y que conoce bien las dignidades del oficio. Y no solo le dio técnicas para ajustar la calidad de sus trabajos, también le dio consejos para entender el mercado del arte de la calle El Conde y sus alrededores.
“Él me dijo mira, tienes que salirte del mundo de Bellas Artes, en el sentido de dejar de ver los pintores de El Conde como que no saben pintar. A veces pensamos que nosotros somos los que sabemos y ellos no, pero no es así. Aquí hay muchos maestros en lo que hacen.”
También le mostró cómo operan los intermediarios. Y después se fue con él a caminar la Zona y a mostrarle las obras de muchos artistas que con sus colores hacen el lugar. Y así lo ayudó a encontrar nuevos senderos.
El color de la esperanza
Luis Enrique ha sufrido adversidad, pero sus obras llevan el sol adentro. La vida no pudo vencer sus cuadros. Mientras estudiaba y peleaba por sobrevivir, guardó una sonrisa para el futuro. Y aquí la tiene. La lleva siempre consigo y la pone en sus pinturas. Sonreír a las vicisitudes fue su principal osadía y su mayor atrevimiento. Cada vez que tuvo que llorar, se guardó sus lágrimas o se las llevó a un rincón para que nadie pudiera verlas.
Tiene veintisiete años, pero sus cuadros tienen la edad de sus anhelos. Con el mundo trastocado en pinturas, quiere poner su obra a pocas leguas del futuro. “Quiero que mi futuro sean mis obras y lucharé por eso cada día”, dice con una convicción que no deja espacio para la duda.
El mundo está lleno de personas como él, gente que ve de cerca el rostro de la pobreza y aun así va con la cabeza en alto y nunca se rinde. Es que su voluntad pertenece a las demarcaciones de la esperanza.
Son los colores los que hoy le reparan los dolores de la vida, y cada vez que termina un cuadro siente que ha obtenido una victoria contra el desaliento.
Luis Enrique Valdez tiene un pincel para fabricar mañanas. Como artista, está empezando a andar, y está consciente de que su carrera apenas comienza. Un artista es siempre un hacedor de ilusiones y un contador de historias; él también lo es. Y las historias que cuenta tienen la magia del color y el beneficio de la luz. “Yo pinto lo que veo, lo que recuerdo y lo que quiero que un día pueda ser”, dice con una voz que no duda, que no teme y que va vestida de amaneceres.