SANTO DOMINGO, República Dominicana.- A propósito de las recientes denuncias hechas por algunos legisladores de que han sido víctimas de espionaje telefónico (incluso algunos medios han difundido conversaciones grabadas que validan tales denuncias), se reproduce la serie de cuatro reportajes que el periodista Ramón Colombo realizara en septiembre de 1983 para el diario Hoy.
El contenido de esos textos, a pesar del tiempo transcurrido, sigue siendo válido en prácticamente todos sus detalles.
A continuación el 3 de 4
Los aparatos de espionaje telefónico usados aquí son hechos por quienes se dedican a esa actividad. HOY – 9 de noviembre, 1983
Sería a principios de 1940 cuando en la República Dominicana se produce la primera operación de espionaje telefónico, con recursos tecnológicos ultramodernos y ultra secretos entonces, manejados exclusivamente por el ejército de los Estados Unidos, en tiempos en que todavía no existía la Oficina de Servicios Estratégicos, que en 1942 dio paso a la Agencia Central de Inteligencia (CIA).
Aquel año, un funcionario de la embajada de los Estados Unidos en Santo Domingo contrató –con un desparpajo casi público, que hoy promovería la risa- al dominicano N. N., para que llevara a cabo una misión sumamente sencilla, acordada previamente con los truculentos jefes del espionaje trujillista.
El trabajo a desarrollar por N. N. consistía en intervenir permanentemente los teléfonos de los alemanes y japoneses residentes en el país, todos sospechosos de ser espías al servicio de las potencias del Eje. Asimismo, debería echar un oído, de vez en cuando, a los simpatizantes locales del nazi-fascismo.
Se trataba, pues, de empezar a “amarrar las chivas” (bueno, más bien a los tres o cuatro “gatos” que eventualmente pudieran servir al espionaje alemán o japonés), para cuando Estados Unidos entrara a la Segunda Guerra Mundial, lo que se juzgaba inminente.
Para N. N. era un trabajo relativamente fácil, dado lo escaso de la “clientela” en una ciudad que apenas contaba mil 500 teléfonos, de los cuales diez o quince serían, si acaso, su objetivo.
La operación se llevó a cabo en la propicia central de la Compañía Dominicana de Teléfonos, mediante el uso de vetustos aparatos de grabación, tan indiscretos –por su volumen- que hacían del asunto un verdadero espectáculo al que asistían, asombrados, hasta los “espiados”.
Esta operación de espionaje sirvió, no obstante, para “fichar” a quienes posteriormente, con el ingreso formal de Estados Unidos a la guerra (y así también de esta “potencia caribeña”) fueron apresados o deportados por actividades de espionaje, reales o imaginarias, a favor de Hitler.
Más adelante –ya entre mediados y fines de los años 50- Trujillo dispuso, por cuenta exclusiva de su gobierno, un dispositivo similar de espionaje sobre militares y miembros del gabinete cuyas conversaciones eran registradas en los sótanos del Servicio de Inteligencia Militar, directamente al oído del terrible Johnny Abbes García.
La gran industria del espionaje
Vistas a la distancia, aquellas primeras experiencias del espionaje telefónico criollo se antojan cosas de niños, dada la disponibilidad de recursos de que hoy disponen los fisgones profesionales.
¿Cómo se interviene un teléfono?
Eso, definido por expertos en electrónica y hasta en manuales técnicos de uso común en el fabuloso mundo de estos profesionales, es un asunto relativamente fácil.
Entre millones de alambritos multicolores que recorren calles y avenidas de la ciudad, hay un par para cada abonado del servicio telefónico.
Localizar el par que corresponde, por ejemplo, al teléfono 566-1147 es asunto de conocer la ubicación de la central que controla –en ese caso, ubicada en la autopista Duarte con Abraham Lincoln- y determinar el subsector (barrio, manzana) donde se localiza el panel que concentra las líneas de la zona. Cada panel tiene un limitado número de pares telefónicos, que llegan allí desde el domicilio del abonado.
Identificado el par de hilos telefónicos, lo demás es fácil: subirse a un poste, en cualquier lugar del tendido que va del abonado a la central telefónica, y conectar a esos dos alambritos, numerados y clasificados por sus colores, un pequeño transmisor conocido en el argot del espionaje telefónico dominicano como “abejón”.
Cualquier persona con conocimientos más o menos avanzados de electrónica puede fabricar un “abejón”… todos los “abejones” que utilizan los servicios oficiales y privados de espionaje telefónico en el país son fabricados aquí mismo, con un grado de eficiencia operativa que no tiene nada que envidiar a las 12 empresas norteamericanas que los producen industrialmente para uso exclusivo de las agencias de espionaje (Eico, Phone City, Data Link, Triamics, Utility Verification Corp., ITT, Bell Phone, y otras).
Uno de los más asombrosos inventos de la electrónica moderna, el microcircuito integrado, ha permitido en los últimos años hacer “en casa” transmisores de una pulgada de longitud, es decir, de una dimensión comparable a la de una moneda de 25 centavos: un microcircuito de un centímetro cuadrado concentra la capacidad transmisora de 80 ó más transmisores o “tubos” catódicos, de aquellos que eran de uso común e imprescindible en los años cuarenta y cincuenta.
Un “abejón” típico, genialidad artesanal de nuestros expertos en la materia, puede ser armado con piezas extraídas de un aparato de radio común o con piezas compradas en el mercado, por un valor inferior a los diez pesos.
Ya instalado en la línea objeto de espionaje, funciona cada vez que alguien levanta el teléfono interceptado, emitiendo una señal de ultra alta frecuencia a una distancia de 800 metros a 2.5 kilómetros.
Su consumo de energía es de apenas un miliampere, que extrae de la propia línea telefónica; una carga de energía tan insignificante que es de muy difícil detección para la propia compañía de teléfonos, a pesar de los magníficos recursos técnicos con que controla sus líneas. Por ejemplo, un radito de transistores, funcionando a todo volumen, apenas consume 20 miliamperes.
La señal que emite el transmisor es captada por un receptor adaptado a una grabadora de bolsillo, que bien podría estar ubicada en el carrito del vendutero de la esquina, o en un estante del colmado que está a tres cuadras, o entre el montón de frutas del expendio que funciona a tres kilómetros, o en un carro estacionado demasiado lejos de la vista del “cliente” intervenido.
Este receptor, que sólo se acciona con la señal del “abejón”, a su vez podría transmitir la conversación a otra estación ubicada aún más lejos –a diez, quince o más kilómetros de distancia, dependiendo de su potencia- y de allí hasta podría “saltar” a un satélite de comunicaciones (caso no usual, aunque posible), que enviaría las palabras a otro país o a otro continente.
El “abejón” podría ser insuficiente
Los espías telefónicos son muy celosos de la perfección de sus servicios -¡también en esta profesión hay que mantener el prestigio!- y, sabedores de que la competencia es dura y no perdona; sabedores de que el acelerado desarrollo de la electrónica pare cada día inventos de contradetección cada vez más sofisticados, se preocupan por cubrir “completamente” a la víctima del espionaje, de tal suerte que no tenga posibilidades de burlar el espionaje.
En vista de lo anterior, los espías dominicanos se las han ingeniado para inventar adminículos de intervención telefónica capaces de prescindir del engorroso y arriesgado trabajo de detectar una línea, subir a un poste de luz y demás tareas públicas.
Así, tenemos en el “mercado” microtransmisores de diversos tipos y alcances, que se colocan directamente en el teléfono del sujeto a espiar; aparatitos que no requieren de la energía del propio teléfono para funcionar –y así se burla la contradetección-, pues operan con micropilas recargables de níquel-cadmio, capaces de suplir toda la electricidad necesaria durante quince días a un transmisor que envía la señal a cien o 200 metros.
Según las necesidades del servicio, se instalan transmisores de funcionamiento continuo o de tipo intermitente, es decir, que trabajan cada vez que es accionado el teléfono.
¿Y si la persona a espiar no tuviera teléfono?
Da lo mismo: estos microtransmisores pueden ser instalados en cualquier lugar que pueda guardar discretamente algo tan pequeño como el filtro de un cigarrillo, y no escapará nada que se diga en diez metros a la redonda.
Quizá el único inconveniente es que para instalarlos hay que entrar a la casa, oficina o vehículo de la persona a ser espiada. Pero esto se resuelve de mil maneras: infiltrando a un agente en condición de visitante o sirviente, simulando un robo, provocando un cortocircuito que demande la intervención de un técnico (que en realidad es un espía) o aprovechando que la víctima llevó su carro a reparar al taller…
Pero podría darse el caso de que la víctima estuviera tan en guardia que nada de aquello fuera posible.
Para superar esa dificultad, los espías –ya no telefónicos, aunque aptos para muchas otras variantes del oficio- disponen de una serie de instrumentos que pueden funcionar a distancia, lejos del lugar donde se pronuncien las palabras a detectar: micrófonos direccionales, micrófonos que “oyen” a través de las paredes y transmiten a centenares de metros, y algo de muy reciente introducción a la República Dominicana: el Láser Modulado.
Con el Láser Modulado, el espía se ubica en la casa de enfrente o en un vehículo estacionado cerca del objetivo. Enfocado sobre el cristal de una ventana, por ejemplo, es capaz de captar las voces a través de las vibraciones –imperceptibles a los sentidos humanos- que éstas producen y traducirlas a sonidos.
Hay un tipo de transmisor, también de reciente estreno, que podría revolucionar gran parte de las modalidades del espionaje telefónico.
Se trata de un minúsculo componente electrónico que se instala en el micrófono del teléfono, en lugar a ser espiado. Este aparatito, conocido como “interventor por inducción”, es accionado mediante una llamada telefónica: el espía marca los siete dígitos del teléfono a espiar, pero no espera el primer timbrazo; aprovecha los dos segundos que transcurren desde el momento en que marcó el último dígito, hasta el instante previo al timbrazo, para accionar aquel aparatito –en realidad un micrófono-, mediante un pitito muy agudo.
Ese pitito pone en funcionamiento el micrófono y conecta la línea intervenida directamente al teléfono que utiliza el espía.
De esta manera, el teléfono espiado se convierte en el instrumento de su propia perdición… sin necesidad de recibir o hacer ninguna llamada telefónica.
– Ayer a las tres de la tarde traté de comunicarme contigo, pero tu teléfono estaba ocupado. Lo intenté varias veces y seguía ocupado.
– No. Imposible. A esa hora nadie estaba hablando por el teléfono… quizá esté descompuesto.
Lo que sucedió –y ninguno de los dos lo sabe- es que durante el tiempo que el teléfono estuvo “ocupado” todo lo que se dijo en la casa fue transmitido por el propio teléfono, a los oídos del espía, que sólo dio paso a otras llamadas cuando consideró concluida su misión del día.
¿Cómo iba a saberlo nadie?