SANTO DOMINGO, República Dominicana.-  A propósito de las recientes denuncias hechas por algunos legisladores de que han sido víctimas de espionaje telefónico (incluso algunos medios han difundido conversaciones grabadas que validan tales denuncias), se reproduce la serie de cuatro reportajes que el periodista Ramón Colombo realizara en septiembre de 1983 para el diario Hoy.

El contenido de esos textos, a pesar del tiempo transcurrido, sigue siendo válido en prácticamente todos sus detalles.

A continuación el 1 de 4

El espionaje telefónico es un instrumento del poder que gravita sobre todos: políticos, civiles, militares.  HOY – 7 de noviembre, 1983.

La mañana del 2 de noviembre, 1973, una persona del millón de pueblo, en un barrio humilde de la parte Norte de Santo Domingo, levantó el auricular de uno de los 80 mil teléfonos que entonces tenía la ciudad –con alambritos multicolores reptantes de estación a estación, por miles de kilómetros de calles, callejones y avenidas- y marcó siete dígitos, un acto tan insignificantemente trivial que a nadie motiva a pensar en los secretos del fantástico mundo de las comunicaciones modernas.

Pocas horas después de que aquella persona hiciera tal trivialidad, ya a eso de las 3:00 de la tarde, decenas de agentes de la Policía Nacional y el Departamento Nacional de Investigaciones (DNI), al mando de oficiales del Cuerpo de Ayudantes Militares de la Presidencia de la República, cercaron la manzana que forman las calles Mercedes, Sánchez, El Conde y Santomé, y en el segundo piso del edificio ubicado en esta última esquina capturaron en su escondite, sin disparar un tiro, a un dirigente revolucionario que ocupaba el número uno en la lista de hombres más buscados por los organismos de seguridad del Estado, desde dos años atrás: el abogado Plinio Matos Moquete, líder del Movimiento 12 de Enero, ariete de la resistencia armada contra el gobierno de Joaquín Balaguer, en cuya localización habían fallado todos los dispositivos ordinarios de persecución oficial.

Aquella llamada, una más entre centenares de miles que se hacen cada día en la ciudad; una llamada cualquiera, quizá para decirle a alguien que “fui al colmado a comprar las aceitunas que me encargaste y dile a Juan que todo está bien y bajo control”, aportó la clave… porque “Juan” (digamos Plinio), el que “compró las aceitunas”, los familiares, amigos, relacionados de “Juan”, el que “encargó la compra de las aceitunas” –en sus casas, oficinas, lugares que frecuentaban- estaban bajo estricta y permanente vigilancia telefónica, sin sospechar ni remotamente que cada una de sus palabras eran captadas por oídos anónimos.

Y no sólo eso…

Un día cualquiera de finales de mayo, 1978, alguien levantó otro auricular, en un apacible despacho alfombrado del Palacio Nacional, y marcó un número. El audífono estaba limpio de toda vibración electrónica; tan limpio que pareciera que el interlocutor, ubicado en un barrio residencial, a unos tres kilómetros de distancia, estuviera allí mismo enfrente, del otro lado del escritorio; tan limpio que inspiraba a hablar, en lo más íntimo de la intimidad política, de las elecciones recién sucedidas, de la derrota del Partido Reformista en el poder, de lo que se podía hacer, de lo que se debía hacer, de lo que no se podía ni se debía hacer… y de la Gaceta Oficial número 9434, que contenía la Ley 600, sobre modificaciones a los procedimientos electorales.

Una semana después, tres abogados de gran fama –Bonelly, Cury y Tapia Espinal- denunciaban en rueda de prensa tumultuosa una falsificación, atribuida al oficialismo, del Artículo Sexto de dicha ley reformada, que atribuía –a contrapelo de la voluntad original de los legisladores- facultades absolutas a la Junta Central Electoral para revisar, eventualmente invalidar, el resultado general de las elecciones, en perjuicio del Partido Revolucionario Dominicano, triunfante en los comicios, desatándose así uno de los más famosos escándalos de la vida política dominicana de nuestros tiempos.

El origen del escándalo fue aquella despreocupada llamada telefónica hecha desde el Palacio Nacional, que también fue captada por oídos anónimos y su contenido hecho llegar al Partido Revolucionario Dominicano, con la anuencia de altos dirigentes nacionales interesados –vistas las circunstancias y los hechos consumados- en mantener la paz y la estabilidad del sistema político, aún a costa de la pérdida del poder.

En ambos casos –el apresamiento de un dirigente revolucionario y la denuncia indirecta de una falsificación de la Ley Electoral- jugó un papel protagónico algo que forma parte fundamental del aparato del poder en todos los países del mundo, entre ellos la República Dominicana: el espionaje telefónico, que gravita sobre el sistema de comunicación interpersonal más activo del país y del mundo, y del cual no escapa nadie, por más importante que sea… o por menos importante que aparente.

Yo te espío, tú me espías, nosotros espiamos

El espionaje telefónico, como método sistemático de vigilancia política, surge en la República Dominicana cuando apenas acababa de diluirse el olor a pólvora de la Revolución de Abril y la intervención norteamericana de 1965 y se crea un organismo oficial dotado de los recursos básicos para estos menesteres: el Departamento Nacional de Investigaciones, cuya estructura organizativa –siguiendo el modelo básico de la Agencia Central de Inteligencia de los Estados Unidos- consta de dos grandes divisiones: Información y Operaciones.

El DNI, dependiente directamente del Presidente de la República, por lo menos en términos formales, era financiado a un 50 por ciento por el gobierno norteamericano, y su principal misión –obvio, después de la experiencia revolucionaria recién superada- se encaminaba a vigilar las actividades generales de las organizaciones de izquierda, cada vez más amplias y diversas y con creciente capacidad operativa.

A finales del año 1966 en el Palacio Nacional –allá en su cumbre- surgieron algunas interrogantes, entre las cuales vale destacar dos:

– Siendo el DNI un aparato controlado por los Estados Unidos, ¿quién garantizaba su fidelidad, en caso de que el Presidente de la República- en este caso Joaquín Balaguer- dejara de ser “simpático” para el gobierno de Washington?

– Vista la experiencia, larga, por cierto, de conspiraciones y golpes de Estado del pasado reciente, ¿quién controlaría los movimientos de la derecha, tan asidua a aquellas prácticas?

Entre los recuerdos del Presidente de la República gravitaba uno de especial valor: en la conspiración que condujo al 30 de Mayo, el hombre clave fue el teniente Amado García Guerrero, miembro del aparato de seguridad del Palacio Nacional. Fue a él a quien tocó desinformar a la escolta de Trujillo, para que los conspiradores pudieran ejecutar al tirano en la avenida George Washington.

De aquellas dos interrogantes se desprendían otras, consecuentes con la necesidad de sostener en el poder a Balaguer: ¿Quién controlaba a tantos generales? ¿Qué coronel, mayor o capitán se hubiera atrevido a intervenir los teléfonos de sus jefes, por más que el Presidente de la República lo ordenara?

Y así, ingresa al cuadro un grupo civil de espionaje, controlado directa y exclusivamente por un solo hombre: el Presidente de la República,  que de esta forma, paradójicamente, usa un poder para defenderse del Poder.

Las actividades del grupo civil de espionaje cobraron, en muy poco tiempo, una importancia capital en la seguridad del Estado. Y tan importante era la vigilancia en sí como el hecho de que los vigilados supieran que estaban siendo vigilados, por lo que, en algunas ocasiones, el propio Presidente Balaguer evidenciaba el hecho: “General Fulano, ¿por qué usted le dijo a zutano tal cosa, tal día, a tal hora, cuando hablaron por teléfono?”.

Así, el espionaje telefónico se convierte en un curioso elemento del aparato de seguridad que contribuye –otra paradoja- a la estabilización de las fuerzas que concurren al poder, y se desata una auténtica fiebre de espionaje y contraespionaje, que sintetiza su contenido en una expresión irónica: “Tú me vigilas…Yo te vigilo…Nosotros nos vigilamos”.

La captación de información por vías heterodoxas se convierte, pues, en una bien caracterizada necesidad política del jefe del Ejecutivo, a tal grado que el espionaje telefónico llega a jugar un papel fundamental en un episodio de la historia dominicana contemporánea que lleva a la consolidación de la institucionalidad.

Durante la madrugada del 17 de mayo de 1978 los servicios de espionaje civil de la Presidencia de la República registran la jornada más intensa de su joven historia. Esa noche, cientos de llamadas telefónicas con trasuntos desestabilizadores fueron captadas y analizadas y, a un ritmo que no tuvo un minuto de reposo, sus contenidos fueron depositados en manos del Presidente de la República.

A él, sólo a él, le tocaba tomar una decisión crucial para el mantenimiento de la paz y la estabilidad del sistema político: acceder a la consumación de un hecho constitucional –la cesión del poder a otras fuerzas- o plegarse a terribles presiones que demandaban lo contrario.

Tomada la  decisión, fue necesario actuar –y hacerlo rápido- para convencer a los contrarios con los variados recursos del Poder.

Y para esto era imprescindible estar bien, muy bien informado, y oportunamente informado.