Santo Domingo, República Dominicana.-Siempre llovía en mayo y había neblina en diciembre. Los bosques lloraban, y cuando eso sucedía los caminos se limpiaban de impurezas. Y esa lluvia olía a esperanza. Y esa esperanza olía a la vida que nacía todos los días. Y en el centro de todo eso estaba ella, descalza y con el pelo al viento –el pelo del color de las almendras cuando están maduras-, caminando hacia el futuro, amarrada a esos bosques que lloraban con la lluvia y que después se ponían a reír: después, cuando salía el sol, primero titubeante, agarrándose a la copa de los pinos, y luego en incontenibles torrentes de luz, y en rayos infinitos.
La primera lluvia de mayo siempre era una fiesta: llegaban las flores y el mundo se ponía a sonreír. Y al lado de ellas, a un costado de sus olores, con un sombrero roto y un machete al cinto, estaba el abuelo. La llevaba de la mano y le enseñaba las montañas. Y siempre se detenía a la orilla de los ríos, especialmente cuando las nubes se demoraban en sus aguas a hacerles reverencia.
Milena Delgado Durán creció allí, a la vera de esos montes. Había un río que pasaba por su puerta, y el sol, en el patio de su casa, se ponía en atención. El abuelo era una presencia, quizás la principal, en el reino de su infancia. Él también parecía una montaña y él también parecía un río por su manera de fluir por los caminos. Y ahora ella lo está escribiendo para traerlo de nuevo a su lado: un libro para él solo, para que sea eterno en su recuerdo, para que nunca se le vaya.
Lo que aprendió Milena de aquellas colinas que parecían novias dormidas fue a entender el mundo de otra manera y a mirar la grandeza de la vida en su infinita pequeñez. Y cuando llegaron los dolores, temprano aun, también le dejaron su enseñanza. “Yo aprendí a ver la vida desde otra perspectiva, desde la ventana de la esperanza; comencé a ver las flores diferentes, a escuchar mejor el trinar de los pájaros, el silencio de las hojas. En el ruido yo aprendí a encontrar silencio. Aprendí a apreciar el valor de las cosas pequeñas, cualquiera, por pequeña sea; lo que llega a mi vida yo lo valoro muchísimo, al igual que las personas que llegan a mi lado.”
La vida de Milena es un libro imposible. Nació sietemesina, enfrentó dos procesos de cáncer, perdió un hijo, tuvo cinco operaciones y doce sesiones de quimioterapia. Cursaba el bachillerato y tenía catorce años cuando se enfrentó a la primera enfermedad. Tuvo que abandonar los estudios, alejarse de la familia y de los amigos y hacer de un hospital de los Estados Unidos su morada permanente. Tuvo muchos dolores, Milena Delgado Durán, el principal, abandonar sus montañas en un tiempo en que la felicidad era sentarse a la orilla del camino a escuchar la música del viento y a ver de lejos las máquinas pasar.
Cuando debió estar saliendo con los amigos y conociendo el mundo más allá del pequeño río de su tierra, estaba postrada en una cama de hospital de un país que ni siquiera era el suyo. “Fue un verdadero torbellino, mi vida, y todo eso en poco tiempo”, dice hoy Milena, y la brisa de Constanza le mece los recuerdos.
La primera vez que le hablaron de cáncer todo el mundo abrió los ojos. “Yo estaba de una emergencia a otra y todo el mundo a mi alrededor estaba preparado para mi muerte.” Los días de la quimio fueron terribles. “La quimioterapia es un proceso que te desgasta, te quita los deseos de vivir, de comer, de levantarte; la gente no está acostumbrada a ver personas enfermas y dondequiera que llegaba con el pelo caído todo el mundo me miraba raro. Me fui quedando sola y a veces me paraba en la ventana a ver pasar el tren. En ese entonces yo vivía en la calle 190 y Jerome Avenue y al frente había un parque llamado Saint James, en un edificio situado debajo de los rieles del tren. Al final sentía que ese tren que pasaba era mi único amigo.”
“Yo tenía que durar tres días consecutivos en el hospital: lunes, martes y miércoles. Salía los miércoles y tenía que regresar el viernes. El viernes regresaba para una inyección y tenía que regresar nuevamente el lunes, y así casi por un año. O sea, en la casa yo estaba como dos días, pero comenzaron los síntomas, se me desgastaron las venas, se me cayeron las cejas, las pestañas, el pelo. Era un suplicio y pensaba que nunca se iba a acabar.”
Pero se acabó. Y ahora Milena está aquí, con una sonrisa. Y está de pie, entre sus montañas. Y ahora puede decir, cuando le preguntan, y también sin preguntárselo, que el día más feliz de su vida es hoy porque amaneció y ella pudo ver el sol.
“Escribir me salvó la vida”
A Milena le creció un libro entre las manos y lo llamó Belleza oculta. Después le nació otro: Los cajones del alma. Aunque cuenta los días difíciles de sus pérdidas y sus ausencias, no son libros hechos desde el dolor, sino desde la esperanza.
“Belleza oculta salió de mis entrañas. Es un libro que yo lo parí con dolor, un parto literario porque cada página de ese libro está plasmada con lágrimas, lágrimas de dolor y lágrimas de agradecimiento.”
Había muerto Junior, su segundo hijo. Los médicos le diagnosticaron una insoinmunización por incompatibilidad de RH que le ocasionaba anemia tanto a la madre como al bebé, y hacía que los órganos de este se llenaran de agua, del líquido amniótico. Ella no entendió nada, pero sí supo que las cosas no iban bien. Al final, no era eso, sino un parvovirus B12, que, según le explicaron los médicos, es un tipo de virus muy parecido a la gripe, que causa los mismos efectos que la insoinmunización por incompatilidad de RH. Y su hijo, simplemente, nació muerto. Y ella se quedó con el amor adentro y con todas las canciones de cuna que no le pudo cantar.
Lo que vino tras la muerte de su hijo solo ella lo puede explicar, nadie más: “Perdí el sueño, nunca quería dormir, y ahí me di cuenta que yo quería cruzar la línea que divide la razón y la locura. Yo quería entrarme a ese mundo porque en ese mundo mi hijo estaba vivo, mi hijo estaba conmigo, yo podía acurrucarlo, arroparlo, cantarle canciones de cuna, sentir su olor, su calor. Y la locura y el dolor te hacen olvidarte de todo lo demás.”
“La muerte de un hijo –reflexiona Milena- es una herida que no se cura. Siempre vas a ver la herida ahí, como que te quitaron tu brazo. Y la herida de un hijo es más profunda porque es algo que está dentro de ti, está unido a ti; te cortan el cordón umbilical, pero te quedas sin hijo, y esa cicatriz siempre va a estar ahí.”
“A raíz de la muerte de mi bebé yo usé la escritura como una terapia. Comencé a escribirle desde el momento en que la doctora me dijo que algo andaba mal. Le contaba: la doctora dijo esto, me hicieron una sonografía; le contaba cada cosa, como una forma de hacerle partícipe a él de lo que estaba sucediendo. La palabra me ayudaba a salir adelante; hablaba y le contaba todo, paso a paso.”
Cuando el hijo murió –la tarde del 15 de abril de 2011- ella siguió escribiendo en un cuaderno mojado de sal. “Yo escribía dos líneas y pasaba media hora llorando. Y eso me fue drenando, eso me ayudó mucho. Escribir me salvó la vida.”
Y un día, a las cartas que le escribió al hijo que no nació y que se escribió a ella misma le nacieron alas y se convirtieron en libro.
Los cajones del alma, el otro libro de Milena, también tiene su historia. Había pasado un tiempo y ella seguía estremecida. Así que ese es un libro estremecido y escrito contra el desaliento.
“Para escribir Los cajones del alma –explica- tuve que hacer un viaje a mi interior, a mi pasado, a mis procesos, a todas las experiencias que yo he ido acumulando a través de los años. Y en ese viaje a mi pasado descubrí que había sucesos en mi vida que aún estaban vivos, que yo tenía heridas en mi corazón que no habían sanado, que si yo hablaba de eso, me sensibilizaba y hasta lloraba. Entonces, no estaba sana totalmente. Y eso me llevó a pensar que yo tenía sentimientos guardados desde mi niñez, que me lastimaban aun en mi etapa adulta, y que en el mundo había muchas personas así.”
“En ese viaje –continua narrando- yo me encontré con mi proceso con el cáncer, mi proceso con la pérdida de mi hijo Junior, mi segundo hijo, la incertidumbre que yo viví con mi tercer embarazo por el temor de pensar siquiera que algo como la muerte de mi Junior me podía suceder nuevamente. Y algo me quedó muy claro: que para escribir sobre el dolor y el alma humana alguna vez se tuvo que haber tocado fondo. Porque tú no puedes hablar de tristeza y de dolor si tú nunca has vivido ese sentimiento. Y que la tristeza es mucho más que lo que se escribe.”
El libro Belleza oculta nació en el 2011 y Los cajones del alma en el 2019. Pero ambos tienen tal relación que uno no hubiera existido sin el otro, dice Milena. “Belleza oculta nació de mis entrañas y Los Cajones del alma nació de las entrañas de Belleza oculta. Uno es hijo del otro.”
El arte de contar historias
A Milena le sienta bien el arte de contar historias. Primero contó la de ella y la de sus nostalgias; después contó la de los otros y la de sus ausencias: la de Ingrid, una muchacha obligada por su familia a casarse por interés con un hombre al que no quería; la de su hermana, que “a pesar de tener la sonrisa más hermosa del mundo”, cayó desde niña en una depresión inexplicable y así se pasó media vida sin que nadie reparara en su dolor; la de Hafid, un niño que murió ahogado con apenas cuatro años de edad, y la de su madre, que nunca ha podido cargar con tanto dolor; la de Lucas, un niño de la calle severamente castigado por la vida; y la de Amanda, una mujer a la que el amor le hizo una mala jugada y le rompió la vida.
“Esas historias son hechos reales, historias cotidianas de personas a las que la vida les rompió parte de sus sueños. Les cambiamos los nombres por respeto a sus dueños, pero son personas que, de una forma u otra, estuvieron cerca de mí, a las que yo serví como compañera de vida, de mano amiga y de hombro para llorar.”
A Milena las historias que ha contado y la vida que ha vivido la han llevado a estas reflexiones: “El alma tiene agujeros, el alma duele y una persona con el alma perforada es muy peligrosa porque el dolor te nubla, te hace perder, y la gente dice que es una exageración cuando tú dices tengo el alma rota, pero el alma duele. Es como caerse de un tercer piso y romperse los huesos. Sí, el alma se rompe, es como una fibra, como los huesos, se va rompiendo. Y duele. Y es muy difícil que esas fibras vuelvan a ser lo que eran antes. Es como clavar un clavo en la pared. Lo sacas, hay un agujero ahí y por más que tú hagas nunca esa pared va a ser igual. Por eso es que el alma tiene agujeros.”
El libro del abuelo
Aquel hombre esencial que era su abuelo, partió un día sin despedirse. Se fue como vivió: tranquilamente y en silencio. Llegó un día de los surcos oliendo a tierra sembrada, se quitó el sombrero y y se quedó dormido para siempre. Y así, sin ruidos ni estridencias, quedó sembrado como un árbol en la misma tierra que tantas veces hizo florecer. Y si ahora ella lo está escribiendo es porque nunca lo ha dejado de considerar su héroe.
“Para mí, mi abuelo es una leyenda. Hablaba en parábolas y era tan alto que a veces yo creía que iba a chocar con una estrella. Me ensenó a leer y escribir encima de una meseta roja que había en el rancho. Empezó ensenándome los días de la semana; decía: domingo, para que yo dijera: lunes y siguiera nombrando los días para que me los aprendiera. Y después me enseñó las vocales y consonantes y luego a sumar y a restar. Esa es una de las imágenes más hermosas que guardo de él”, dice Milena.
“A pesar del poco tiempo que estuvo conmigo –prosigue- él fue la persona que me forjó como ser humano y que Dios puso en mi camino para darme una lección de vida y sembrar amor en mi corazón. Y creo que si salí adelante en todas las duras batallas de la vida fue por las enseñanzas que él me dejó.”
Un libro escrito desde la esperanza
De tanto llover sobre su vida y de tanto llevar al hombro esa pesada colección de tristezas, Milena pudo hablar desde el dolor, pero decidió hacerlo desde la esperanza. “Hay demasiada gente desdichada en el mundo que requiere aunque sea un pequeño mensaje de esperanza”, dice. Sus libros son inclasificables y traen mensajes de aliento para quien los necesite.
Milena Delgado Durán ya no tiene la sonrisa lastimada, ahora sonríe como si en sus ojos cada día naciera el sol. Hoy ha vuelto a Constanza, el reino de la neblina, reinaugurando la vida. Vino a su pueblo a traerle su historia y a presentarle sus respetos a las montañas del abuelo. Un día cruzó el río y se fue herida y con el cuerpo lastimado, y en lo adelante luchó sin desmayo por prevalecer. ¡Y lo logró!
La vida le quitó unas cosas y le concedió otras y muchas veces tuvo que empezar de nuevo. “Cuando mi médico me dijo estás libre de cáncer yo cerré esa puerta, la de la tristeza, y abrí otra, la de la alegría. Y nunca más la quiero volver a cerrar.”