SANTO DOMINGO, República Dominicana.- Doña Eduviges Vargas no tiene un jardín para plantar, que florezca, alimente la tierra, embellezca su vivienda o que le aporte valor a su propiedad. A sus 70 años no ha podido tener un patio y su mayor logro ha sido divisar la inmensidad de un río contaminado que ahoga sus viviendas cada vez que el cielo decide mandar lluvias.
‘‘Eché la ropa en un tanque grande, subí el colchón sobre dos blocks y tranqué con candado’’, fue lo último que hizo Eduviges antes de salir al refugio en la estación de bomberos de la comunidad La Ciénega.
De las más de tres mil personas que viven a la orilla del río Ozama –de acuerdo a Eduardo Feliz, dirigente comunitario–, apenas nueve familias se armaron de valor para abandonar lo único que tienen: sus viviendas, estrechos cuartuchos de madera, hojas de zinc y clavos oxidados.
Su refugio es una habitación con no más de 90 metros. Desde esas cuatro paredes, una edificación de ensueño para muchos de ellos que contrasta con sus realidades, observan a una calle de distancia el río Ozama.
Como Eduviges, otros seres humanos que hoy se cobijan en un albergue con desayuno, comida y cena, son quienes día a día representan las miserias de la ciudad capital. Son los protagonistas de la pobreza, del lodazal, de las cañadas con sus aguas negras, de la basura que ocupa el lugar del jardín; de las sombras y los clavos oxidados.
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