SAN JOSÉ DE OCOA, República Dominicana.- La doña curiosa mira hacia el interior de la sala en el Palacio de Justicia de San José de Ocoa. Se desliza entre los escalones y mira a través del enrejado el salón en silencio, con las ventanas y las puertas abiertas. Un guardia la observa sin despegarse de la puerta de hierro.

“¿A qué hora e’ esto?”, pregunta al guardia, arrugando la cara y apuntando con los labios que muestran las huellas del beso del tiempo. Los periodistas estacionados en las escalinatas la miran también. Mitigan el calor de la tarde a la sombra de la edificación.

“Para usted, a las dos, mi doña”, responde a la señora, mirándola sonreído. “Esta vaina es un show”, murmura para sus adentros la señora.

En los pasillos, pocos transeúntes recorren el piso empolvado del palacio. Bajan o suben las escaleras que conectan al segundo nivel del edificio. En el balcón, una mujer en redecilla observa hacia abajo el movimiento leve de las plantas al compás del viento y de la gente que va llegando.

¡Hay movimiento! Dice uno, mientras que la ambulancia llega al Palacio y se acomoda en uno de los estacionamientos, pero nadie sale. Tampoco se observa el ocupante, el que todos esperan ver.

“¿Y e’ velándolo que tan?”, murmura un joven cerca de la puerta, provocando una risita ahogada de quienes están a su lado

“Él tá’ ahí”, señala una joven regordeta, de cabello rojizo y ojos color miel, con acento sureño. Mira y mira, gastando los ojos en la ventanilla tintada de la ambulancia, que evitan el paso de los ojos curiosos al interior.

“Uhm hum”, dice otra, ataviada en una redecilla y pantalones cortos hasta las rodillas, morena, y más entrada en carnes. “Él tá’ahí”, reitera, a la vez que el vaivén de un cartón aleja el calor de su cuello.

Las conversaciones se mezclan unas con otras, con un punto en común: la coerción del ex fiscal de San José de Ocoa, José Miguel Cuevas Paulino, acusado de implantar un arma de fuego a Erin Manuel Andújar (Peña) durante un allanamiento hace algunas semanas.

Los motores van y vienen del Palacio, y de a poco llenan el “buche” de la antesala y del pasillo. Otros se van parqueando donde encuentren un espacio. 41 motocicletas: los ojos puestos en la ambulancia.

La sala se va llenando faltando sólo cinco minutos: primero con los abogados, luego policías, familiares, amigos, vecinos y curiosos de diversas procedencias.

El Ministerio Público toma su lugar dentro del salón, en el que ocho ventiladores que rodean a los presentes no amainan la calentura.

“Todos de pie”, dice un oficial, mientras el juez suplente del Juzgado de la Instrucción de la provincia San José de Ocoa, José Manuel Arias, entra solemne a ocupar su lugar.

“Pueden sentarse”. Ahora, la sala está repleta.

“Dos minutos para presentarse”.

El juez observa al abogado de la defensa, mientras desarrolla su argumento a favor de su defendido. Cientos de ojos y oídos prestan atención a cada palabra en silencio.

Jorge Alberto de los Santos reitera las motivaciones para postergar el conocimiento de la medida de coerción que sería dictada ese martes en la tarde. La razón, la salud del imputado, recostado en la camilla de la ambulancia, aquejado por la diabetes e hipertensión.

“Solicitamos de manera muy respetuosa que el tribunal pueda constatar el estado de salud del imputado”, indica. Los ojos se ponen sobre el juez, quien recuesta el rostro sobre los dedos índice y pulgar de su mano izquierda.

“Física y biológicamente no está en condiciones, no es viable”, dice antes de ceder el paso al Ministerio Público.

Casi se escucha el girar de las cabezas para ver a los licenciados Jeremías Nova Fabián y Domingo Cabrera, en representación de la fiscalía, quienes vestidos de negro de pies a cabeza argumentan que no han visto al imputado para corroborar el estado de salud o su presencia.

“La disposición fue para presentarlo en este palacio de justicia, a este salón de audiencias, no al patio del Palacio”, sentencia el juez Arias, firme. Los ojos como proyectiles a los abogados de la defensa. Los ventiladores parecen guardar silencio ante la imponente voz del magistrado, quien recuerda que el imputado violó las recomendaciones de salud del médico.

“Si él pudo venir de Nizao hasta aquí, ¿cómo es que no puede entrar a esta sala? Dos minutos para que entre o lo vamos a buscar”, dice, antes de levantarse y salir del salón.

Los comentarios se apoderan del lugar. La gente se apresura para estar en primera fila cuando saquen al famoso imputado de su habitación rodante.

“Claro, que lo saquen. Que dejen su pantalla”, dice un joven ahogado en el mar de gente que se agolpa en la puerta de hierro para no perderse un detalle. Las cámaras se sirven con la cuchara grande de la imagen: Cuevas Paulino desciende del vehículo.

Las ruedas de la camilla golpean el suelo, entre piedras, pasto y unos centímetros de concreto. El ex fiscal permanece inerte en su litera móvil, el rostro cubierto con una camisa como quien cubre a un cadáver.

En pijama estampada con sellos postales y la franela, junto con un suero completan la escena, la cual provoca risas y comentarios mordaces, de quienes siguen la travesía desde la ambulancia a la puerta de hierro y el interior del recinto.

“Que lo entren, que lo entren”.

Lo velaron.

“Esto es inaudito”, grita una de las asesoras legales de los defensores del ex fiscal, airada y con los brazos abiertos al ver a Cuevas Paulino en el medio del salón.

Descubren el rostro frente a la cruz del juzgado y los flashes bombardean el rostro robusto del imputado. Sus pestañas selladas dejan escapar una lágrima solitaria que se apoza en su ensombrecido párpado derecho.

Policías, fiscales y defensores lo rodean, para ser espectadores en primera fila del espectáculo. La asesora continúa con las quejas, pero sus gritos quedan apagados por la sorpresa que causa el estado del imputado.

“¿Y e’ velándolo que tan?”, murmura un joven cerca de la puerta, provocando una risita ahogada de quienes están a su lado.

“Todos de pie”, se escucha de repente en la sala. De inmediato, retorna la compostura. El juez Arias ingresa junto con su secretaria y toma posesión de su asiento, a la vez que libera del compromiso de mantenerse en pie a los presentes.

Analiza la situación antes de despojarse del privilegiado espacio entre los participantes y él. Rodea la sala y se coloca a los pies de la camilla. Su túnica negra y camisa de cuello blanco, da la impresión de ser un sacerdote que ingresa a una iglesia. El silencio es absoluto.

El magistrado regresa a la tribuna y escucha la intervención del Ministerio Público, el cual acepta la petición de la defensa de postergar el conocimiento de la audiencia, lo que es bien recibido por los abogados.

“El juez es un tercero imparcial, así debe serlo”, indica el magistrado al iniciar su discurso. “Tomando en consideración la posición del Ministerio Público en el sentido de que el tribunal suspenda el conocimiento de la presente audiencia, dando un tiempo prudente para los estudios pautados sean realizados, el tribunal suspende el conocimiento de la presente audiencia”, dice, tocando con su mano izquierda el cuello blanquísimo de la camisa y el nudo de la corbata, colocando en manos de los representantes de la fiscalía, la obligación de pautar una nueva fecha.

Sin fecha.

Los defensores y policías se apresuran a retornar al ex fiscal a su habitación rodante, compitiendo con cientos de piernas que corretean por todas partes, tratando de salir del local y darse un último festín visual.

Esta vez, la camilla rueda sin trabas hasta la ambulancia. Cuevas Paulino, ojos apretados y absorto del espectáculo, es ingresado con celeridad, mientras oficiales hacen a un lado a los mirones, los fotógrafos, camarógrafos, periodistas, transeúntes, familiares, amigos, allegados, vecinos y demás, para dar paso al vehículo que salva el tumulto y deja tras de sí una estela de palabras y juramentos irrepetibles.

La sala cierra las puertas pasadas las tres de la tarde. El Sol se oculta tras nubes delgadas que dejan escapar su luz.

“Ese sol es de lluvia”, dice una señora entrada en edad que cambia de tema de forma radical, sin que nadie le preste atención. La multitud se disipa casi al instante, como si se escurriera por las calles junto con la ambulancia.

Una mujer anciana, sentada en un mecedor acotejado en el pórtico de su casa, desvía la vista de un televisor tan anciano como ella, hacia la calle al ver el gentío marcharse.

“¿Para cuándo lo dejaron?”, pregunta, como adivinando cuál sería el resultado.

“Sin fecha”, le responde un muchacho que pasa presuroso por la acera.

“¿Sin fecha? No ombe, no”, refunfuña la señora, volviendo los ojos hacia el televisor que proyecta una imagen borrosa en su rostro, con líneas que suben desde los pies de la pantalla hasta la cúspide y restablece su vaivén. Nadie más toma la palabra. Ahora solo queda esperar.

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