Deseoso es aquel que huye de su madre.
José Lezama Lima
A lo largo de los años, Leonardo Durán (1957) ha sido fiel a su actitud inicial, a pesar de sus rupturas y cambios, variaciones y búsquedas. A primera vista, su tentativa puede parecer contradictoria. Ver el mundo con otros ojos significa dos cosas distintas: verlo con ojos nuevos, y, verlo con ojos que no son nuestros. En el caso de Leonardo Durán, esos ojos extraños son los de esta nueva exploración de la técnica colográfica del grabado. Su visión de la pintura parece oponerse, o, mejor dicho, superponerse, a la mirada personal. La contradicción se disuelve si se piensa que para todos los artistas verdaderos, el arte moderno no es tanto una escuela como una aventura. Experiencia más que lección, aguijón para inventar y no modelo que debemos repetir. Un camino que cada uno ha de hacerse y por el que debe caminar a solas.
Leonardo Durán es grabadista de vocación y pintor de nacimiento: piensa, siente y habla en líneas, colores y formas; asimismo, y, con la misma fatalidad, es un pintor al que su imaginación lo lleva más allá de la vista. Sus ojos de pintor sirven a sus obsesiones: sus cuadros son un guiño bizarro a lo grotesco. Su imaginación no se contenta con presentar: quiere decir y, con frecuencia, “dice”. Pero lo dice sin caer jamás en la repetición cromática, siendo fiel a sus propios recursos plásticos.
Estos grabados son una descarga de imágenes eróticas que provocan en el espectador otra descarga (Ver los grabados Las dos Eva, Tres ellas, Ellos, Amantes, entre otros). No es una obra para “descifrar”, como la de muchos de sus compañeros generacionales ochentistas; es una obra que, al mismo tiempo, debemos ver y oír. A través de esas “imágenes mudas habla la otra voz”, la voz que no oímos con los oídos sino con los ojos y con el espíritu, como ha dicho Octavio Paz.
Uno de los momentos más significativos y tensos, poética y plásticamente, de los grabados de Durán, está compuesta por estos y otros cuadros que tienen por temas “lo bajamente sensual”, y cuyo punto de partida son las obras de Francisco de Goya (1746–1828), Toulouse–Lautrec (1864–1901), Amadeo Modigliani (1884–1920), entre otros. Estas obras son notables, en primer término, por el empleo de la técnica del esfumatto y la infrecuente mezcla de las figuras y los objetos que aparecen sobre los grabados –senos, ojos, dedos, una mujer desnuda, la máscara y el cráneo, la pelvis y los labios, alegoría mutilada del sexo. Son verdaderas apariciones, quiero decir, seres y cosas habitadas por la furia del deseo.
El mundo de Durán es difuso, filoso y sórdido. Lo habitan doncellas, íncubos y súcubos, voraces y entusiastas brecheros. El amor extremado y extremoso es también amor por los extremos. Durán es contradictorio y vive sus contradicciones sin tratar de atenuarlas o resolverlas. A sus grabados punzantes, opone una visión espectral. Sólo que esa “espectralización encarnizada” descuartiza literalmente a la realidad y la convierte en un delirio más de su vertiginosa obra.
Relación sin gestos, más cerca de lo ritual que de lo sacrílego –una pictografía sin más allá, pero con todos los terrores y las voluptuosidades del instinto– y que Durán asume, como sucede con frecuencia en las grandes pasiones, las formas ambiguas de la adoración y el vituperio, el incienso y el escupitajo.
Cada pintor sostiene un diálogo con algunas obras del pasado. Diálogo hecho de oposiciones y afinidades, diálogo íntimo, erótico, pasional y polémico, casi siempre implícito. El diálogo de Durán es abierto y explícito. En realidad, es inexacto llamar diálogo a la relación que tiene Durán con ciertas obras del expresionismo abstracto.
Clausura del espejo, duplicación fálica de las formas: en ambos casos el sujeto se seduce a sí mismo. Seduce a su propio deseo y lo conjura en su propio cuerpo duplicado por los signos. Detrás del intercambio de signos, detrás del trabajo denso del color, que funciona como bastión fálico, el sujeto pictórico puede esquivarse y recuperarse: esquivar el deseo del otro (su propia carencia) y en cierta forma ver (verse) sin ser visto. Aquí la lógica del voyeur se une a la lógica de la perversión (Ver los grabados Voyeurista, La de la faldita azul y otros).
En esta sobreabundancia de desnudez, Durán restituye el cuerpo como fantasma de totalización infinita del sujeto de la conciencia a través de sus difusas imágenes.
Los signos inscritos en el cuerpo, y en los que se inscribe el impulso de muerte, no hacen, sino, repetir en el material grabado la operación gozosa. Es por la piel que se hace entrar el sexo, cuando el Otro acecha, masturbándose, desoladamente, aislado y solo.
Ya no se trata de la angustia ligada a la prohibición edípica, sino de la angustia ligada al hecho de no estar en el “seno” mismo de la satisfacción y placer fálico multiplicado, en el “seno” de esta sociedad gratificante, tolerante, calmante, permisiva, de no ser más el fantasma viviente de la madre huidiza del deseo.