NUEVA YORK, Estados Unidos.- La llamada Vinchocracia ha enrumbado al país por un sendero excluyente, que tiende a privilegiar a unos pocos mientras combate a la mayoría de la sociedad, expresa el intelectual dominicano Silvio Torres-Saillant, en un ensayo sobre el combate a las drogas en la República Dominicana, a propósito del libro El reinado de Vincho Castillo, del periodista Fausto Rosario Adames.

Torres-Saillant, quien presentó el libro en Nueva York en mayo pasado, dijo que “cuando un régimen se torna antidemocrático y agresivo, la exclusión no respeta límites. Hoy serán los domínico-haitianos. Quién sabe a quién le tocará mañana, si a los vendedores ambulantes, o los desempleados, o las feministas, o los universitarios”.

Explicó que la solidaridad con los maltratados responde a un instinto de autopreservación puesto que, a final de cuentas, nada nos garantiza que el maltrato se detendrá antes de llegar a nosotros.

“Poner la vinchocracia en el marco del neoliberalismo sirve para zafarnos de la singularidad que a menudo adjudicamos a la experiencia dominicana debido a lo mucho que nos duele el país y a la identificación tan personal con la gente que cada día ha de padecer la desconsideración de sus líderes”.

A continuación la última parte de la presentación del doctor Torres-Saillant sobre el libro del periodista dominicano:

Contra Obreros y Votantes

Silvio Torres-Saillant, Syracuse University

Pocos gremios laborales han sobrevivido el impacto de la etapa actual del capitalismo, en la cual prevalece el énfasis en apagar toda llama defensora de los trabajadores. En los Estados Unidos, por ejemplo, la agresión anti-laboral cuenta con el aval de sectores importantes de la legislatura empeñados a fondo en defender a los ricos mientras le niegan la protección a la clase trabajadora.

Por un lado se oponen a cualquier proyecto de ley encaminado a subir la taza de impuestos aplicada a los sectores más adinerados de la población y, por el otro, repudian cualquier propuesta de aumento salarial para los trabajadores.

En abril del año en curso, por ejemplo, el Senado de los Estados Unidos no pudo obtener los votos necesarios para convertir en ley una propuesta que habría aumentado el sueldo mínimo de los empleados federales de $7.25 a $10.10  dólares la hora (Wesley Lowery, “Senate Republicans Block Minimum Wage Increase Bill,” The Washington Post, 30 abril 2014).

A la protección estructural de los ricos y la desprotección de la clase trabajadora por parte de legisladores y empresarios se une la generalizada creación de trabas orientadas a obstruir el paso de la población a las urnas electorales.

En el 1872 el reformador social norteamericano Charles Loring Brace, haciéndose eco del lenguaje de los burgueses franceses de un par de décadas antes, dio vigencia al término “clases peligrosas” para referirse a los grupos subalternos, incluyendo a los pobres y desempleados. Al tratarse de un tiempo previo a la alternativa moral que brindaría el surgimiento de sociedades socialistas, los sectores privilegiados del orden capitalista para la época no necesitaban exhibir sensibilidad alguna hacia los segmentos desheredados de la población.

Con la derrota de la opción colectivista que ha hecho posible el resurgimiento de la actitud hostil hacia la población, quizás la sociedad capitalista esté en condiciones de recuperar el lenguaje de la burguesía decimonónica para externar su desprecio por la gente de abajo. Sino el lenguaje despectivo, por lo menos la acción adversa a la población humilde ya se hace notar en los Estados Unidos con el movimiento nacional dirigido a dificultar el paso de los ciudadanos pobres a las urnas electorales.

Dicho movimiento cuenta con el apoyo de billonarios ultraconservadores como los líderes de la Bradley Foundation, la Heritage Foundation, el American Legislative Exchange Council (ALEC) y los pérfidos hermanos Koch.

Para el año 2012 no menos de treinta estados de de la geografía nacional habían adoptado nuevas leyes destinadas a resolver el problema del fraude electoral achacado a votantes sospechosos de hacerse pasar por otros.

Las leyes intentan resolver dicho problema imponiendo distintos tipos de verificación de la identidad de los votantes antes de permitirles el sufragio en elecciones municipales, estatales o federales. Sólo que, ni siquiera entre los abanderados de las nuevas leyes, nadie ha podido establecer que dicho problema de veras existe.

Al contrario, estudios rigurosos como el publicado por el Brennan Center for Justice de la Escuela de Leyes de New York University dejaron establecida hace ya un buen rato la inexistencia del problema (The Myth of Voter Fraud, New York University School of Law, 2007). La periodista investigativa Jane Mayer ha documentado minuciosamente cómo nació y adquirió vigencia al mito de los votantes fraudulentos. Mayer asigna un papel clave a Hans von Spakovsky, un activista derechista del Partido Republicano caracterizado por un historial de manipulación que lo emparenta con el testaferro trujillista Marino Vinicio Castillo, alias “Vincho” en el espectro político dominicano.

En las elecciones presidenciales del 2000 Spakovsky sirvió de observador voluntario por su partido en La Florida,  el estado que resultó decisivo para la victoria de su candidato George W. Bush. Spakovsky operó en las ciudades de Jacksonville y de Palm Beach County, donde muchos votantes afroamericanos, además de pobres y personas mayores, padecieron la anulación de su derecho al sufragio.

En algunos casos se les impidió votar y en otros sus votos quedaron fuera del conteo. Los grupos perjudicados por la anulación resultaron ser del tipo que los analistas identifican como fieles al Partido Demócrata, (Jane Mayer, “The Voter Fraud Myth”, The New Yorker, 29 octubre 2012).

El escaso margen entre los candidatos Al Gore (Demócrata) y G. W. Bush (Republicano) y los reclamos de irregularidades en la forma de conducir el proceso electoral en La Florida crearon un impasse de más de un mes, resultando en el recuento de los votos emitidos. Al final la Suprema Corte de Justicia puso fin al conflicto, ordenando el paro del recuento de votos y concediendo la victoria a Busch. Ya en la presidencia, Bush reclutó a Spakovsky como abogado del Departamento de Justicia a la cabeza de la división encargada de hacer cumplir la Ley de Derecho al Voto y posteriormente lo ascendió al rango de consejero en la división de Derechos Civiles. A partir de ahí Spakovsky manipulearía el problema del fraude cometido por votantes para beneficio del conservadurismo republicano tal como su contrapartida dominicana, el abogado Castillo, ya instrumentalizaba el manejo político de la guerra contra las drogas en perjuicio de la oposición al gobierno peledeista.

Las anomalías relacionadas con las elecciones presidenciales del 2000 revelaron una disfunción que la nación norteamericana debía resolver. Tratárase de un mero yerro en procedimientos caducos de la junta electoral o de alguna acción dolosa por parte de la maquinaria republicana en La Florida, donde fungía como gobernador el hermano de Bush y regía una mayoría legislativa parcializada a favor de dicho candidato, las irregularidades beneficiaron a Bush. Tampoco quedaba duda alguna sobre quién había salido perdiendo: los votantes que padecieron la impotencia de ver anulada su participación en el sufragio.

Sin embargo, al instalarse en la Casa Blanca, la administración de Bush procedió a resolver la disfunción dirigiendo las armas precisamente contra las víctimas de las irregularidades: los votantes. Emergió así el problema de los votantes fraudulentos, tema que ha resurgido en boca de los conservadores en cada proceso electoral desde entonces.

El empeño en concitar miedo en torno al problema de los votantes fraudulentos alcanzó tal vehemencia en la administración republicana que en el 2006 dos fiscales federales—David Iglesias asentado en Nuevo México y John McKay en el Estado de Washington–perdieron sus puestos al no satisfacer la expectativa de sus superiores de encontrar votantes fraudulentos merecedores de acción penal (Mayer 2012). No obstante carecer de fundamento, la prédica sobre el presunto fraude de los votantes, avalada por una inversión billonaria del sector conservador, ha logrado calar en el oído de legisladores en los 30 estados que han promulgado nuevas leyes para aumentar los niveles de verificación de la identidad de los votantes.

Vale notar que en cada uno de esas jurisdicciones las nuevas leyes se promulgaron después del 2008, es decir después de la victoria electoral de Barack  Hussein Obama, el mandatario que interrumpió la expectativa hasta entonces “normal” de asociar la tez blanca con la presidencia de los Estados Unidos. El análisis de los comicios había dejado claro que el triunfo de Obama se debió en gran medida a una mayor participación electoral de los segmentos de la población con menor grado de poder: las minorías étnicas y raciales, las mujeres, los obreros de menor escala y  la juventud progresista. De ahí que cuando en el 2012 Obama se postuló a la reelección, se propagaran las leyes restrictivas del acceso a las urnas teniendo como blanco evidente los distritos electorales cuya demografía mostraba los perfiles sociales de la gente que había incrementado su participación en las elecciones del cuatrenio anterior.

Aunque Obama conquistó de nuevo el favor de los votantes, los comicios de 2012 se caracterizaron por filas interminables en los recintos menos opulentos de la sociedad donde hubo gente que esperó hasta ocho horas para poder votar. Se hizo palpable la estrategia de poner trabas a los votantes provenientes de los sectores menos privilegiados como una pieza clave en la agenda de los sectores conservadores de los Estados Unidos (Jeremy W. Peters, “Waiting Times at Ballot Draw Scutiny”, The New York Times, 4 febrero 2013).

Contexto del Mal Social y la Solidaridad

Así como los conservadores en los Estados Unidos, desinteresados en conquistar el favor de los grupos menos poderosos, han optado por combatirlos, sus pares en la República Dominicana, demasiado negrófobos como para invertir esfuerzos en ganarse el apoyo de los votantes dominico-haitianos,  han preferido desproveerlos del derecho al voto mediante la sentencia desnacionalizadora TC 168-13.

Para solidarse con los votantes estadounidenses víctimas de las trabas puestas en su camino hacia las urnas o con los dominicanos desnacionalizados no hay que formar parte de una ni otra demografía. Basta con tener en mente aquellas estremecedoras palabras del reverendo Martin Niemöller, el pastor protestante alemán que, sin tener herencia judía, se pasó los últimos siete años del Tercer Reich en campos de concentración debido a su oposición al régimen Nazi: “Primero vinieron por los socialistas, y yo no di la cara–/Porque no era socialista./Entonces vinieron por los sindicalistas, y yo no di la cara–/Porque no era sindicalista./Luego vinieron por los judíos, y yo no di la cara—Porque no era judío./Entonces vinieron por mí—y no quedaba nadie para dar la cara por mí”.

Con la instalación de la vinchocracia en la gerencia política de la sociedad dominicana, cosa que se hace palpable con la lectura de la obra de Fausto Rosario Adames, nuestro liderazgo político ha enrumbado el país por un sendero excluyente que tiende a privilegiar a los pocos mientras combate a los muchos. Cuando un régimen se torna antidemocrático y agresivo, la exclusión no respeta límites. Hoy serán los domínico-haitianos. Quién sabe a quién le tocará mañana, si a los vendedores ambulantes, o los desempleados, o las feministas, o los universitarios. En cierto sentido, la solidaridad con los maltratados responde a un instinto de autopreservación puesto que, a final de cuentas, nada nos garantiza que el maltrato se detendrá antes de llegar a nosotros.

Poner la vinchocracia en el marco del neoliberalismo sirve para zafarnos de la singularidad que a menudo adjudicamos a la experiencia dominicana debido a lo mucho que nos duele el país y a la identificación tan personal con la gente que cada día ha de padecer la desconsideración de sus líderes. A veces se escucha a jóvenes de padres dominicanos en los Estados Unidos sintiéndose desmoralizados al enterarse de cada Karim Abu Naba, cada TC 0168-13, cada nombramiento de un rabioso antihaitiano a dirigir la política migratoria, cada Nicolás Lopez Rodríguez desgañitado en palabrosidad o cada rango de gente seria otorgado al abogado Castillo.

Hace poco un joven profesional radicado en New Hampshire me dijo que se sentía avergonzado de su país y a veces no quería ser dominicano. Valiéndome de la condición de persona mayor, pude consolar al valioso joven colega haciéndole entender que las barbaridades de nuestros líderes sólo dolían más por lo cerca que nos tocaban, pero que la perversidad que reinaba en nuestro medio tenía sus equivalencias en los otros. Por lo tanto, no hay que desmayar. Después de todo, no existimos fuera de la historia ni fuera de un entramado geopolítico de alcance mundial. Vernos de manera menos excepcional nos fortalece. Nos da licencia para aportar a la lucha de nacionales que en otras playas estén padeciendo sinsabores similares a los nuestros. También nos autoriza a buscar el respaldo de extranjeros solidarios con nuestra lucha en pos de la dignidad que ningún liderazgo petulante tiene el derecho de negarle a nuestro pueblo.