La imagen de la señora maltratada por el tigueraje que Leonel Fernández llevó a su acto para protegerse del pueblo, duele más que todo. No tengo idea de quien sea esa dama, pero sentí de pronto que era como mi madre.
Su entereza, su valor, su firme determinación de aferrarse al rústico cartel que aprisionaba contra su pecho, mientras esos desalmados la empujaban y la golpeaban; me hicieron saltar dos lágrimas de ira, de impotencia.
Un poco que ella encarnaba en ése momento las ansias retenidas de éste pobre país, por echarle manos a esa cuadrilla indolente de políticos ladrones que se han hecho dueños de grandes fortunas a costa de la felicidad ciudadana.
Ella no sabe el gran aliento que prodigó su gesto, no tiene idea de que es así como los pueblos labran sus estandartes, y ni se imagina que, como los míos, mientras la ultrajaba la turba leonelista, muchos ojos se llenaron de lágrimas.
¡Mi abrazo agradecido para esa dama a quien ni siquiera conozco!
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