El segundo conflicto con Haití, la huelga de comerciantes del viernes 20 y las protestas originadas por el cierre de varias estaciones de radio, llevaron la crisis política a su punto más álgido. Los rumores de un golpe inminente, que eran parte de la cotidianidad nacional, se acrecentaban con el paso inexorable de las horas.

El gobierno parecía indefenso ante el avance de sus adversarios y aún los más optimistas no pensaban posible un respiro con motivo del feriado del Día de las Mercedes. Aquel 24 de septiembre de 1963, los jefes del Estado Mayor de las tres ramas castrenses—Fuerza Aérea, Ejército y Marina—y la Policía, estaban reunidos desde temprano con el mayor general Elbys Viñas Román, en su despacho del Palacio Nacional. El propósito de esta reunión inusual consistía en pedirle al presidente, con carácter definitivo, un pronunciamiento público y enérgico contra el comunismo. A este debían seguir, de inmediato, medidas concretas contra figuras del gobierno tildadas de marxistas.

A esta reunión de jefes de cuerpo sólo asistieron Viñas Román y los generales de brigada Miguel Atila Luna Pérez, de la Fuerza Aérea; Renato Hungría Morel, del Ejército; Julio Alberto Rib Santamaría, de la Marina y Belisario Peguero Guerrero, de la Policía. La reunión llegó a oídos de Bosch, quien equivocadamente creyó que el promotor de la misma había sido el coronel de tanques Elías Wessin y Wessin. Este error le resultaría muy costoso y precipitaría los acontecimientos a un ritmo impredecible, que estuvieron lejos de calcular siquiera los generales reunidos esa mañana en el Palacio.

Juan Bosch reunido en acto publico con los principales lideres de la izquierda dominicana

Esta vez sí Bosch dio crédito a la posibilidad de una asonada militar.  Pero las noticias de la reunión no llegaron a él hasta algunas horas después, en la tarde. Procedió entonces a instruir a su ayudante militar, el coronel Calderón, que localizara inmediatamente al coronel Rafael Fernández Domínguez, el único oficial en que creía a esa hora capaz de detener los designios de los jefes militares. Calderón informó hora y media después al presidente que Fernández Domínguez se encontraba lejos de la ciudad, en Cenoví, un campo cercano a San Francisco de Macorís, ciudad distante a unos 150 kilómetros al noreste. Bosch dispuso que se hicieran todos los arreglos para traer al oficial a su presencia.

Fernández Domínguez se presentó en casa del presidente alrededor de las diez de la noche, y en presencia de Calderón, Bosch le explicó cuánto estaba sucediendo. Le dijo que creía que estaba en marcha una conspiración. Temía que pudiera estallar esa misma noche o en las primeras horas del día siguiente.

Bosch pidió encarecidamente a Fernández Domínguez que movilizara a los oficiales en los que él tenía confianza, mientras él se iría al Palacio Nacional, para esperar “vivo o muerto” que el oficial actuara.

El presidente había asistido esa noche a una recepción en el Club de Oficiales de las Fuerzas Armadas, en honor al vicealmirante de los Estados Unidos, William Ferrall, que iniciaba una visita oficial al país. La presencia de ese alto oficial norteamericano no favorecía una acción golpista, creían personas allegadas a las esferas más elevadas del gobierno. Pero los informes de descontento en la cúpula castrense seguían creciendo. Cualquier cosa podía suceder.

En la recepción, Bosch le aconsejó a Viñas Román, a Hungría Morel y a Rib Santamaría que se les unieran en su residencia más tarde, pero les pidió que antes asistieran a un agasajo que en honor del Ballet Folklórico de México, en gira por el país, se ofrecía en el club del campamento de Sans Souci. A la fiesta dedicada al vicealmirante Ferrall no asistió el general Luna Pérez de la Fuerza Aérea. Viñas y los jefes del Ejército y la Marina estaban intrigados por la actitud del Presidente.

La versión de Bosch que aparece en este capítulo fue ofrecida por él mismo al rendir un testimonio en relación con el coronel Fernández Domínguez, en un acto organizado el 19 de mayo de 1979, al conmemorarse el catorce aniversario de la muerte del oficial, ocurrida durante un asalto al Palacio Nacional, durante la revuelta de 1965 que trató de reponer vanamente a Bosch en el poder y que degeneró pronto en una guerra civil. Los testimonios ofrecidos en ese acto por numerosas personas fueron recogidos en un libro por su viuda, Arlette de Fernández, titulado Coronel Fernández Domínguez: Fundador del Movimiento Constitucionalista (Editora Alfa y Omega,1980).

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Mientras tenía lugar la reunión de altos jefe militares en el Palacio, a las nueve de la mañana del 24 de septiembre, ante el primer teniente de la Fuerza Aérea, Freddy Piantini Colón, de 22 años, comandante de la dotación de tanques asignada a la protección de la casa del gobierno, se presentaron dos oficiales de su mismo rango con instrucciones de relevarlo del puesto.

Juan Bosch, René del Risco, Miguel Alfonseca, Rubén Echavarría, Armando Almánzar, Enriquillo Sánchez y Abel Fernández Mejía, 1966

Los tenientes Marino Almánzar, comandante de Mantenimiento de los Blindados con asiento en la base de San Isidro, y Juan Mejía de Dios, tenían órdenes de relevar de inmediato a  Piantini. Los tres oficiales eran amigos y Piantini asumió las instrucciones como una medida rutinaria. Como se trataba de un relevo de mando dentro de la ciudad, no requería de una orden escrita, que no traían sus dos compañeros de academia. Era una orden del coronel Wessin, director del Centro de Enseñanza de las Fuerzas armadas, la más poderosa dotación militar del país, le dijo Almánzar, quien había hecho el viaje conduciendo su propio auto.

Piantini procedió a mostrarles a los dos oficiales el recinto, lo que le tomó unos quince minutos. Luego sugirió conveniente dar participación al general Viñas Román de su relevo y su marcha enseguida a San Isidro, donde esperaba se le asignara un nuevo servicio. Las instrucciones que él tenía eran de que los tanques asignados a la protección del Palacio, estaban directamente bajo el mando del ministro Viñas Román. El teniente Mejía se mostró en principio renuente a informar al jefe militar, pero Piantini insistió y lo convenció de subir al despacho del ministro.

Apenas unas semanas antes, un domingo, cuando llegaba de misa a su casa, en la calle Puerto Rico, del ensanche Ozama, en el sector oriental de la ciudad, Wessin pasó a recogerle para dar un paseo en automóvil. Wessin estaba acompañado de su chofer y del coronel Elio Osiris Perdomo, que ocupó asiento delante.  Piantini se acomodó detrás, al lado del director del CEFA. Sus relaciones con Wessin siempre habían sido buenas, desde los días en que éste dirigía la Academia Militar Batalla de las Carreras. Esta amistad de superior a subalterno se acrecentó en los días en que ambos prestaban servicios en la base aérea de Santiago, bajo las órdenes del general piloto Pedro Rafael Ramón Rodríguez Echavarría, en los meses finales de 1961.

El auto tomó la carretera hacia Bayaguana, de donde era oriundo Wessin, quien comenzó una conversación trivial que no parecía tener propósito definido. De pronto le dijo:

  • Piantini, me han dicho que el Palacio está lleno de comunistas, que entran libremente allí.
  • Yo apenas entro una o dos veces a la semana, señor. Siempre estoy en el comando. No puedo precisarle.
  • No hay duda de que se está formando una milicia para sustituir a las Fuerzas Armadas, insistió Wessin.
  • Tampoco puedo confirmarlo, señor.

Wessin derivó la conversación hacia otros temas relacionados con la crítica que se formulaban a la política del gobierno. Mencionó la controvertida Ley de Plusvalía, que tanto combatían los empresarios, y la educación laica, que la Iglesia reprobaba, citándolas como pruebas de que Bosch llevaba al país hacia el comunismo. Finalmente soltó la pregunta:

  • Piantini , ¿Qué tu piensas de un golpe de estado?
  • Este es un gobierno elegido por el pueblo. Debe respetarse.

Bruscamente,  Wessin ordenó a su chofer detener el vehículo que había estado dando ya, de regreso,  vueltas por el barrio donde Piantini vivía, y le ordenó bajarse, a una cuadra de su casa. Lidia Noesí, con la que recién había contraído matrimonio, puso cara de asombro cuando le vio llegar caminando.

Unos días después, el capitán Héctor Lachapelle Díaz, instructor de la academia y asistente del coronel Fernández Domínguez, le informó que éste quería verle. La reunión debía efectuarse en la misma academia, a fin de que pareciera natural y no despertara sospechas. El primer teniente Sención Silverio, ayudante de Fernández Domínguez, le condujo directamente hacia donde éste.

  • Piantini, ¿Cuál es su posición?, le inquirió el coronel.
  • Comandante de los tanques en el Palacio Nacional, señor.

Sención intervino mientras Fernández Domínguez sonreía complacido por la respuesta:

  • Piantini, no es eso lo que el coronel quiere saber. Se habla de un golpe de estado y el coronel está ubicando a los oficiales leales al gobierno, que somos mayoría, para evitar el golpe.
  • Lo mío es sencillo, señor. Me pagan para eso: defender el gobierno y por eso estoy en el Palacio.

Fernández Domínguez quiso saber, sin embargo, algo más sobre sus sentimientos. El teniente le repitió lo mismo que había dicho a Wessin, omitiendo toda mención a ese encuentro. Entonces, el coronel le dijo:

  • Tu misión es sencilla, teniente. El general Viñas Román es de los oficiales que está en desacuerdo con el golpe. ¡Cumple órdenes de Viñas!

También le dijo que en caso de un golpe y un contra golpe, a él, Piantini, se le daría la orden de evitar la entrada o salida de militares al Palacio, rodeándolo con los tanques bajo su mando. El coronel insistió en que esas órdenes debía recibirlas de Viñas.

Piantini no fue el único oficial entrevistado por el autor que habló acerca de la confianza del coronel Fernández Domínguez en la lealtad de Viñas al gobierno. El teniente Almánzar también estaba convencido de ello, como muchos otros. Tan confiado estaba Fernández Domínguez del ministro de las Fuerzas Armadas, dijo Piantini, que incurrió en el error de no establecer una línea de comunicación a través suya.

Fernández Domínguez también había consultado al teniente Almánzar sobre su parecer sobre el gobierno. Como responsable del mantenimiento de las unidades blindadas, Almánzar era un oficial clave “y hay que estar preparado para cuando llegue el momento”, le dijo el coronel. También le confió que el general Viñas se oponía al golpe y que actuaría “en consecuencia”.

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El recuerdo de estas dos entrevistas, asociadas con su inesperado relevo, indujeron a Piantini a poner en conocimiento de la novedad al general Viñas. Cuando subió en compañía del teniente Mejía al despacho del ministro aún proseguía la reunión con los jefes del Estado Mayor.  Piantini insistió ante el ayudante, el teniente Fermín, que se trataba de una cuestión urgente. Eran poco más de las diez de la mañana, cuando Viñas le mandó a decir que “no se podía trasladar a nadie sin su conocimiento y aprobación, ya que él era el jefe de las Fuerzas Armadas”.

  • Esa es la orden del general, Piantini, a usted que conserve su mando-, le informó el ayudante del ministro.

Al escuchar esto, Piantini y Mejía se saludaron militarmente y se retiraron a la unidad de tanques donde les esperaba el teniente Almánzar. Cuando el primero le explicó a éste la decisión de Viñas, Almánzar, que era su amigo, le dijo:

  • Freddy, a ti no te mandaron ir donde el general. Te mandaron a relevar.

Almánzar guardaba excelentes relaciones con el coronel Fernández Domínguez, quien había sugerido a sus oficiales de confianza que mantuvieran la apariencia de lealtad al mando, hasta que él diera la orden de actuar, en la eventualidad de una crisis o un golpe de estado. Al hablarle de ese modo a su amigo el teniente Piantini, Almánzar actuaba bajo las premisas del coronel Fernández Domínguez.

Tan pronto como los dos tenientes se retiraron dejándole en su puesto, Piantini entendió que había llegado el momento de tomar decisiones. Buscó sus armas y pidió al segundo teniente Aproniano Peña Díaz, uno de los tres oficiales bajo su mando, que le acompañara, armados de sus ametralladoras Thompson, a la oficina del general Viñas, con quien trataría de hablar esta vez. La reunión de jefes de Estado Mayor había terminado y el ministro estaba detrás de su escritorio, en compañía de varios oficiales.  Piantini dejó a su ayudante afuera y entró sólo al despacho.

  • ¿Qué te pasa, Piantini?  ¿Qué quieres?-, le preguntó.
  • Quiero hablar a solas con usted, a lo cual Viñas se levantó invitándole a pasar al balcón de su oficina que daba a la calle Dr. Delgado. Poniéndole una mano sobre el hombro, inquirió:
  • ¿Cuál es tu problema?
  • Respetuosamente, señor, vine a recibir las órdenes.
  • ¿Cuáles órdenes?, quiso saber Viñas, sorprendido.
  • Usted sabe, señor, que al dejarme en mi puesto, usted acaba de separarme de mi comando en San Isidro.
  • Pero eso no tiene importancia, teniente.
  • Si la tiene, mi general. Yo creo que usted sabe que se habla de un golpe de estado. En San Isidro están acuartelados.  ¿Qué vamos a hacer nosotros?
  • Mire Piantini—dijo molestó el ministro de las Fuerzas Armadas—Aquí no habrá ningún golpe de estado. Ni el jefe de Estado Mayor del Ejército, ni el de la Marina, ni yo, estamos de acuerdo con que haya un golpe de estado.
  • General, ¿podemos colocar tropas en las puertas como una medida de previsión?
  • ¿Qué es lo que le pasa a usted?-, le recriminó duramente Viñas— ¿Quieren matarse? Así fue Rafael (Fernández Domínguez), que me pidió un batallón. Tranquilícense, que aquí no va a pasar nada.
  • General, entonces el personal que está en asueto, ¿se le concede el permiso?
  • ¡Déselo! —dispuso el alto oficial—y tome las medidas para localizarlos en caso de necesidad.

Todavía quedaba algo por aclarar. Piantini hizo una última pregunta a su jefe:

  • ¿Y en cuanto a mi, general? Yo estoy en mi día de asueto y vivo en el ensanche Ozama…
  • No vayas a tu casa. Vete a otro lugar y mantente en comunicación con el capitán (Manuel) Lachapelle Suero.

Una vez en su oficina, el teniente Piantini, que tenía automóvil, tomó dos ametralladoras y llamó a su hermano Raúl, civil, con quien se trasladó a casa de unos parientes de la esposa de éste en el barrio María Auxiliadora, a bastante distancia del Palacio Nacional. Enseñó rápidamente a su hermano cómo usar la ametralladora y le aconsejó no dejarse tomar preso.

Carmen Quidiello y Juan Bosch

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Nadie que hubiera asistido esa noche a la recepción que las Fuerzas Armadas ofrecieran al vicealmirante Ferrall, podía imaginarse que estuviera precipitándose una nueva crisis. Bosch compartió animadamente en ella con los jefes militares y el alto oficial visitante e incluso hizo galas de buen humor con otros invitados, incluyendo al embajador John Bartlow Martin, de los Estados Unidos.

Uno de los que resultaría más sorprendido con lo que ocurriría después, sería el coronel Rubén Antonio Tapia Cessé, de 37 años, subjefe de Estado Mayor del Ejército.  Su superior inmediato, el general Hungría Morel, le pidió que le acompañara a casa del presidente, donde él, Viñas y Rib Santamaría debían acudir a pedido de aquel. Cuando llegaron a la residencia presidencial, Bosch estaba en la galería conversando con el embajador Martin, quien al notar la llegada de los jefes militares se despidió. De inmediato, Bosch los invitó a pasar a su estudio, donde Tapia Cessé pudo notar no menos de 15 lápices gastados, muy pequeños, sobre el escritorio.

Luego de un momento tenso de silencio, el Presidente les dijo:

  • Tengo informes que me merecen entero crédito de que el coronel Wessin ha dicho que al ovejo (mote con que se hacía burla de Bosch) le van a hacer idéntico a lo que le hicieron al chivo( mote con el que los opositores solían burlarse del dictador Trujillo, muerto en una emboscada dos años antes) y no voy a gobernar con presiones de ese tipo.

Las palabras del Presidente produjeron un largo silencio y al ver que nadie hablaba, el coronel Tapia Cessé intervino:

  • Señor Presidente, si usted tiene esos informes ¿por qué no dispone que el coronel Wessin sea arrestado o cancelado?

En eso Viñas Román dijo, en tono conciliador:

  • Yo tengo más de dos días tratando de localizar al coronel Wessin.  Lo he mandado a buscar a mi oficina y no se ha presentado.

Esta vez el silencio fue más prolongado. Finalmente, Bosch rompió el hielo:

  • Váyanse a la función (que había en el campamento de Sans Souci con el ballet folklórico de México) y véanme más tarde en el Palacio.

Unos minutos después, Bosch se reuniría con el coronel Fernández Domínguez.

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Dos oficiales en capacidad de evitar la ocurrencia de un golpe militar, no pudieron ver esa noche al presidente en su residencia, a pesar de que éste los había citado.

Alrededor de las 8:00 a.m., el capitán Lachapelle Suero se puso en contacto telefónico con el teniente Piantini, tal y como había previsto el general Viñas en la reunión con éste último en horas de la mañana.  Lachapelle Suero le dijo que Bosch quería hablar con ambos de inmediato. Para evitar ser interceptados, los dos jóvenes oficiales decidieron encontrarse en un punto próximo a la casa presidencial, por lo que Piantini parqueó su automóvil en las cercanías del viejo aeropuerto General Andrews, a una cuadra de la avenida San Martín, donde lo creía resguardado, y abordó el vehículo de Lachapelle Suero en dirección a la casa de Bosch.

Una vez allí dejaron el carro en la calle y tras identificarse con los soldados de guardia, que pertenecían a la dotación del Palacio Nacional, lograron entrar. Piantini comprobó que aún estaba allí el carro de asalto Linx, que él mismo había enviado días antes para reforzar la seguridad.

Fue el coronel Calderón quien salió a recibirles y entre los tres se entabló una conversación de varios minutos, que a ratos parecía ponerse agria. El jefe de la escolta presidencial les dijo que Bosch no podía recibirles por el momento porque estaba atareado en una reunión con sus ministros, pero que tenía para ellos las órdenes siguientes: Era muy probable que esa noche se intentara un golpe de estado. El presidente quería que se mantuviera una posición de “no golpe, pero sin violencia”, porque no quería muertos por su culpa.

Piantini bajó la cabeza y la sacudió fuertemente. Calderón le dijo enérgicamente:

  • ¿Qué le disgusta, teniente?
  • ¡Que no entiendo, señor!
  • ¿Qué es lo que no entiende?
  • Nosotros somos los encargados de la defensa del Palacio Nacional. Si alguien viene a atacar el Palacio y hay lucha y muertos, nosotros no seremos los culpables.
  • ¡Esa es la orden, teniente!–, le respondió subiendo la voz el coronel Calderón.

Los dos oficiales se cuadraron militarmente, hicieron el saludo y se retiraron sin poder ver a Bosch. El teniente Carvajal Morales, de 20 años, de puesto en la residencia y quien bajo el mando de Piantini estaba al frente del blindado enviado allí días antes, fue a saludarlo cuando lo vio retirarse.

  • Comandante, ¿cuáles son mis órdenes?
  • No tengo ninguna orden. Y tú tienes dos opciones: te pegas un tiro o te asilas, le dijo para subrayarle la gravedad de la situación.

De regreso a su puesto en el comando del Palacio, Piantini guardó sus armas y se vistió con el traje verde olivo de faena. Un sargento de su confianza se le acercó sigilosamente para decirle:

  • Comandante, tenga mucho cuidado, porque usted ya no manda aquí. Se están recibiendo órdenes directas de San Isidro.

Todos los oficiales de asueto habían vuelto. Piantini salió a la puerta trasera, que da a la avenida México, y encontró a Lachapelle Suero  sentado en una silla debajo de un almendro. Allí permanecieron un buen tiempo viendo llegar a altos oficiales, acompañados de sus escoltas.

Años después, luego de la guerra civil que trató de reimponer a Bosch en la presidencia, Piantini, ya puesto en retiro, le relató al ex-presidente estos sucesos. Bosch le dijo que él estuvo esperándolos esa noche.

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Mientras la situación evolucionaba en el Palacio Nacional, un grupo de oficiales del Ejército fue a visitar al coronel Wessin a su fortín del Centro de Enseñanza de las Fuerzas Armadas, en la base aérea de San Isidro. Wessin vivía en el barrio de oficiales del recinto y se había virtualmente encerrado en su comando desde hacía varios días.

Wessin tuvo pronto noticias de que Bosch trataba esa noche de destituirlo.

  • ¡Bueno, esto hay que solucionarlo!–, y envió sus tanques al Palacio.

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Juan Bosch, condecorado por el doctor Joaquín Balaguer

Fabio Herrera Cabral, de 55 años, viceministro de la Presidencia, aprovechaba el feriado de Las Mercedes para compartir en su casa con unos amigos periodistas, cuando recibió una llamada de Bosch, que a esa hora, las cuatro de la tarde, se encontraba en su despacho, trabajando como un día normal. El mandatario quería que Herrera enviara en su nombre un telegrama al presidente de México, solicitando el envío de técnicos petroleros al país. Este era uno de los acuerdos alcanzados durante el reciente viaje del Presidente dominicano a la nación azteca. Herrera redactó los telegramas y los dictó por teléfono a un empleado de la RCA.

El viceministro no volvió a tener contacto con Bosch hasta las 10:30 de la noche, cuando recibió otra llamada, ésta del coronel Calderón, reclamando su presencia inmediata en el Palacio. Herrera residía en la intersección de las calles México y Rosa Duarte, a dos cuadras de la Presidencia, por lo que acudió al pedido del mandatario en pocos minutos.

Bosch estaba rompiendo unos papeles y tenía algo escrito de puño y letra sobre su escritorio, cuando Herrera hizo entrada en su despacho.  Bosch le preguntó si podía ayudarle haciendo un decreto. El viceministro le respondió que si era necesario podía hacer llamar al Consultor Jurídico.

  • ¡No, hazlo tú!–, le ordenó.

Se trataba de una disposición destituyendo a un oficial de la Fuerza Aérea, cuyo espacio para el nombre debía quedar vacío. Herrera fue a la Consultoría Jurídica, tomó papel de cabecilla del Presidente y en su oficina, él mismo, mecanografió la medida. Cuando llevó el papel ante Bosch éste le dio el nombre del coronel Elías Wessin y Wessin para que llenara el espacio en blanco en el decreto. Habían transcurrido sólo unos veinte minutos desde su llegada.

Bosch inició una conversación para saber si él había asistido esa noche a la recepción en honor al vicealmirante Ferrall, a lo que respondió negativamente. En esa fiesta, dijo Bosch, se había estado conspirando.

Herrera quiso aprovechar la oportunidad para analizar con el Presidente los efectos del decreto. A su juicio era un error. Bosch quería saber ¿por  qué lo era? Herrera sugirió entonces un traslado, porque la destitución de esa manera de un oficial de carrera podía malquistarle con los mandos de las Fuerzas Armadas.

  • De modo que el poder presidencial tiene sus limitaciones.
  • Sí, señor Presidente, especialmente si es alguien como usted, respetuoso de las leyes.
  • Entonces, no debo seguir siendo Presidente si tengo esas limitaciones que usted señala.

Acto seguido, se inclinó sobre el papel que estaba escrito de su puño y letra y estampó su firma. Era su renuncia, que comenzó a leer a Herrera, en momentos en que entraba el coronel Calderón, quien se quedó de una pieza, de pie, escuchando, después de lo cual salió para regresar al instante acompañado del general Viñas Román. Bosch volvió a leer el escrito de una sola página y Herrera musitó a Viñas que “esto no puede permitirse”. El ministro le susurró: “Tú sabes que este hombre es muy terco”.

Los momentos siguientes fueron decisivos para la suerte del régimen inaugurado hacía apenas siete meses, el 27 de Febrero de 1963. Al despacho del Presidente fueron llegando ministros y colaboradores. Cerca de la medianoche estaban ya los jefes militares que él había citado. Los civiles fueron invitados a abandonar el salón y Bosch se encerró con Viñas y los jefes de Estado Mayor del Ejército y la Marina.  Otros altos oficiales esperaban ansiosos en el otro extremo del edificio, donde Viñas tenía sus oficinas como jefe de las Fuerzas Armadas.

El general Miguel Atila Luna Pérez, jefe de la Fuerza Aérea, estuvo gran parte del día en una pequeña finca suya en Manoguayabo, donde, a través de una llamada por radio, fue enterado de que tenía lugar una importante conferencia del mandatario con los demás jefes militares. Luna dio inicial credibilidad a las versiones de que estaba teniendo lugar una confabulación contra su cuerpo, con el apoyo de las otras ramas, para destituirle. Fue inmediatamente a la base aérea y estableció comunicación con Viñas Román, quien le confirmó que tenía lugar, en esos momentos, una reunión de jefes de Estado Mayor con el Presidente.

  • ¿Entonces yo no soy más el jefe de Estado Mayor de la Fuerza Aérea?
  • Sí lo eres-, se apresuró a contestarle Viñas.
  • ¿Y entonces?
  • ¡Ven de inmediato a la reunión!

Luna le dijo que en esas condiciones no iría y el ministro insistió diciéndole que Bosch estaba decidido a sacar a Wessin de las Fuerzas Armadas. El jefe de la Fuerza Aérea, que estaba molesto por la cancelación en julio del mayor Rolando Haché y del capellán Marcial Silva, respondió que no aceptaba esa imposición. El problema era delicado, comentó Viñas, ya que el Presidente estaba dispuesto a renunciar si no lograba destituir al comandante del CEFA. Luna le dijo:

  • Renunciar no, ¡preso!

Y entonces decidió enviar, en su lugar, a dos altos oficiales, los coroneles Antonio Alvarez Albizu y Guarién Cabrera, para mantenerse al tanto de la marcha de los acontecimientos. Entretanto, los jefes militares continuaban tratando de disuadir a Bosch de su renuncia. Molesto, el Presidente los echó del despacho con estas palabras:

  • ¡Si no puedo destituir a un coronel de la Fuerza Aérea, lo mejor es que me vaya!

Sin saber cómo proceder, los generales se retiraron al despacho del ministro, en el extremo oeste del Palacio, a discutir la situación y buscar medios para hacer entrar en razón al mandatario. Una veintena de oficiales de alta graduación esperaban allí impacientes.

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El capitán Juan Oscar Contín (Johnny), comandante de la Compañía de Infantería del Batallón Blindado adscrito al CEFA, procedía a cambiarse de ropas en su residencia del barrio de oficiales de San Isidro, cuando escuchó el encendido de los motores de los tanques. Volviéndose hacía Rocío, su esposa, comentó con un profundo tono de preocupación:

  • Creo que esta noche pasará algo grande.

Contín, el mismo oficial que unos meses atrás había rebatido a Bosch la conveniencia de vender los armamentos blindados, se vistió a toda prisa con traje de faena y se presentó , a pesar de que era su día de asueto, a su comando. Pasaría todo el resto de la noche en compañía de otros oficiales bajo el mando del teniente coronel Gildardo Aquiles Pichardo Gautreaux, escuchando los informes por radio de la Policía, dando cuenta del arresto, ya en la madrugada, de ministros y dirigentes del PRD.

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Los jefes militares hicieron un intento por convencer a Bosch de que desistiera de su idea de renunciar a la presidencia. Después de parlamentar largo rato en el despacho de Viñas, ordenaron al coronel Calderón volver donde el mandatario a fin de que depusiera su actitud y se buscara una fórmula para salvar la situación.

Bosch estaba empecinado en renunciar y cuando el viceministro Herrera le dijo que sólo podía hacerlo ante la Asamblea Nacional, reunión conjunta de las dos cámaras legislativas, Bosch le urgió a que se convocara al Congreso.  Fue el inicio de una serie de llamadas que tenían por objetivo conseguir de inmediato la reunión de los senadores y diputados en las primeras horas de ese día. Ya era de madrugada y al despacho presidencial seguían llegando ministros y colaboradores.

En el ínterin, el jefe del Ejército, general Hungría Morel, llamó al coronel Tapia Cessé, que había quedado de servicio en el campamento 27 de Febrero, para darle un reporte de la situación. El oficial debía tomar las previsiones como subjefe de Estado Mayor, en caso de una crisis. Tapia Cessé le hizo un comentario a su superior acerca de la conveniencia de que se hiciera desistir a Bosch.

  • ¡Vamos a ver qué se hace!–, fue su lacónica respuesta.

Los coroneles Alvarez Albizu y Guarién Cabrera, enviados al Palacio Nacional por el general Luna, llegaron al despacho del Presidente cuando los jefes militares hacían un nuevo intento para que Bosch desistiera de su renuncia. Tenían instrucciones de ofrecer telefónicamente un panorama de la situación a su jefe de Estado Mayor. Los dos coroneles informaron al general Luna que habían notado cierta indecisión en la postura de Bosch, y aquel les recordó que debían advertirles a los generales que si no se decidían a hacer preso al Presidente “la aviación bombardearía de inmediato el Palacio”.

Finalmente, los militares comunicaron alrededor de las dos de la madrugada a Bosch que ya no era el Presidente.

El general Hungría Morel telefoneó nuevamente al coronel Tapia Cessé para instruirle que comunicara a todas las dependencias del Ejército que Bosch había “renunciado” y que las Fuerzas armadas se habían hecho cargo de la situación “hasta que amaneciera”.

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La noticia se difundió rápidamente por el comando a cargo de la seguridad del Palacio Nacional. El capitán Lachapelle Suero y el teniente Piantini estaban todavía bajo el almendro viendo llegar oficiales y civiles, cuando una unidad de cinco tanques procedente de San Isidro, al mando de la cual se hallaba el mayor Grampolver Medina, entró al recinto. El teniente Almánzar formaba parte de la dotación.

Les llegó la noticia de que el coronel Fernández Domínguez creía que había llegado la hora de actuar. Piantini, consciente de que no poseía mando alguno, entró a su cuarto y se puso a llorar.

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Aproximadamente a las tres de la madrugada del 25 de septiembre, se presentó a las puertas del Palacio Nacional el Oficial Mayor de la casa presidencial, Darío Brea, un funcionario muy competente que gozaba del aprecio personal del jefe del Estado. Fabio Herrera había mandado a buscarle para que mecanografiara la carta de renuncia que Bosch escribiera de su puño y letra horas antes, para ser presentada más tarde al Congreso.

Después de superar algunas dificultades con los soldados de seguridad, Brea logró establecer desde la puerta comunicación con Herrera. El viceministro llamó de inmediato al despacho de Viñas Román para que se le permitiera la entrada.  El general le respondió:

  • Vamos don Fabio, ya no se puede. No hay gobierno.