REDACCIÓN.-La revista The Economist dedica en su última edición un análisis a la competencia electoral con miras a las próximas elecciones presidenciales, haciendo énfasis en la situación del derechista Partido Republicano, con la irrupción del multimillonario y díscolo Donald Trump.
Sostiene que a Trump lo apoyan no sólo a la gente del Tea Party (ultraderechistas) y a los blancos sin educación universitaria, sino también un montón de cristianos evangélicos, de quienes se podría esperar que lo miraran con recelo. Indican que muchos autodenominados moderados también miran con simpatías a Trump.
A continuación el análisis, en una versión libre de Iván Pérez Carrión:
Donald Trump no va a ser el próximo presidente de Estados Unidos. A pesar de los caprichos del colegio electoral, el próximo ocupante de la Oficina Oval será alguien que se lleve la tajada del león de los 130 millones de votos, más o menos, que se emitan en noviembre del año próximo. Y aunque el Sr. Trump se ha pasado semanas liderando el campo de los republicanos que ambicionan la Casa Blanca, ninguna encuesta indica que 60 millones de estadounidenses, o cualquier cifra parecida, estén dispuestos a votar por él.
Lo notable no es que Trump no va a ser presidente, sino que eso ni siquiera debería decirse. Esta primavera eso hubiera parecido algo obvio. Trump no era entonces sino un hombre de negocios rico, a veces casado, estrella de “reality shows” de la televisión, y polemista. Su nombre evocaba otras asociaciones, como “arrogante” y “fanfarrón” -palabras que siguen surgiendo con mayor facilidad en las mentes de los electores a los que se les pregunta por él, según una encuesta de la Universidad Quinnipiac.
Pero desde que anunció en junio, después de meses de especulaciones, que iba a buscar la nominación republicana, su fortuna ha cambiado (ver gráfico). Él no sólo ha ganado mucho apoyo -entre un cuarto y un tercio de los votantes republicanos lo respalda en los últimos sondeos-, sino que también lo ha ganado del otro lado del partido.
No es sólo a la gente del Tea Party y a los blancos sin educación universitaria a quienes él les gusta; también a un montón de cristianos evangélicos, de quienes se podría esperar que lo miraran con recelo, y a muchos autodenominados moderados. E incluso aquellos que no lo apoyan lo ven más favorablemente que antes. En Iowa, que tiene una voz temprana en el proceso por el cual se selecciona a un candidato, el número de republicanos que “nunca” respaldarían a Trump cayó del 58% en mayo a 29% en agosto.
El multimillonario con tridente
Los populistas abiertos suelen perturbar las primeras etapas de la búsqueda de un candidato del Partido Republicano. En 1996 “Pitchfork Pat” Buchanan estuvo a punto de el “caucus” de Iowa y venció al candidato final, Bob Dole, en las primarias de New Hampshire.
En 2012 una serie de candidatos “cualquiera-menos-Romney” pasaron por las candilejas. Pero esos brotes de entusiasmo normalmente colapsan en la medida que el sistema del partido impone orden y los insurgentes revelan sus defectos. Trump tiene defectos en abundancia, incluyendo una piel muy delgada, mal humor y una plataforma política con la profundidad y la sutileza de las pegatinas que se colocan en el parachoques del auto.
Esta vez, sin embargo, las cosas se ven diferentes. Trump no está luchando contra un solo campeón de plantel, como Dole o Mitt Romney, sino contra una lista de políticos que compiten por esa posición.
Debido a las relajadas reglas de financiamiento de campaña será mucho más fácil que cómo era antes para los partidarios acaudalados mantener a los candidatos elegidos a flote durante esta temporada electoral, y esto significa que el campo que incluye gobernadores de estados grandes, senadores en activo y al supuesto favorito de la institución, Jeb Bush, exgobernador de la Florida y hermano e hijo de presidentes, pueden ser descartados solo lentamente. Mientras tanto, en el foco se mantiene el autofinanciado Trump. Y nada de lo que dice, no importa cuán indignante resulte, parece alejar a los electores que lo ven como un campeón.
Los grandes del partido aún esperan que la campaña de Trump se detenga con el tiempo, o se apague. Pero ya ellos están empezando a aceptar que no pueden detenerlo por su cuenta. Él sigue siendo alguien que está lejos de la nominación, pero llama la atención que los conservadores prominentes en Washington ya no descartan la idea de una candidatura Trump fuera de control. E incluso, si no llegara a eso, el insurgente Trump ya ha reabierto heridas que los líderes del partido no saben cómo curar. Las bases republicanas y los políticos que ellas eligen pueden estar unidos en su odio por Barack Obama y los demócratas.
Sin embargo, muchos republicanos de rango no comparten la ideología pro-comercio y de libre mercado que domina las altas esferas del partido y las filas de los que financian habitualmente sus operaciones. Las bases también sospechan que los líderes del partido podrían haber hecho mucho más por boicotear a Obama, si no fueran tan cobardes e ineptos. Trump no inventó esas divisiones, pero las está explotando magistralmente. Y cuando él se vaya, si es que se va, serán más profundas que nunca.
Cuando la carrera por la nominación presidencial republicana se puso en marcha, la sabiduría convencional sostuvo que sería un concurso de pureza, con rivales enfrentando la ira de las bases si se apartaban de la ortodoxia conservadora. Hasta que Trump saltó a la palestra, esas predicciones estaban demostrando ser las correctas.
El resto de los contendientes suena como el coro de una tragedia clásica, ofreciendo el mismo recuento de los problemas del país. Todos los miembros del coro lamentan que el “sueño americano” de movilidad ascendente se desvanece; todos culpan a Obama, a los demócratas grandes y al autoritario gobierno de los burócratas de Washington por asfixiar el crecimiento económico.
La preocupación del electorado por la inmigración pide retórica fuerte sobre la necesidad de asegurar la frontera, pero divaga sobre la mejor manera de arreglar un sistema tan desecho que unos 11 millones de extranjeros viven en las sombras sin personalidad jurídica. Los candidatos divagan porque saben que los conservadores comunes y corrientes que votan en sus elecciones primarias están muy a la derecha de la población en general.
Trump ignora las diferentes exigencias de las elecciones primarias y de las generales. Cuando se trata de la frontera, fanfarronea y gruñe con coro, no sólo pidiendo un muro, sino prometiendo que va a obligar a México a pagar por él “incautando” todas las remesas derivadas de “salarios ilegales” y, si fuera necesario, cancelando los visados para directores ejecutivos y diplomáticos mexicanos. A diferencia del coro, sin embargo, él es igualmente directo sobre lo que viene después. Él deportaría al total de 11 millones de extranjeros que viven en Estados Unidos sin documentos legales (aunque trataría de dejar regresar rápidamente a los que son “muy buenos”), y pondría fin a la ciudadanía automática para los hijos nacidos en territorio estadounidense de inmigrantes sin documentos legales.
Esto encaja bien con los activistas indignados porque Obama ha utilizado sus poderes presidenciales para proteger a millones de migrantes de la deportación, en lo que ellos ven como un asalto tiránico al imperio de la ley. Eso no hará nada para mejorar el pésimo 27% del voto hispano ganado por el candidato republicano en 2012.
Con frecuencia dirigido a grandes multitudes (su récord hasta la fecha, establecido en la profundamente conservadora Alabama, se sitúa en unas 30,000 personas), los discursos arrogantes e improvisados de Trump describen unos Estados Unidos acosado por problemas simples.
Si los estadounidenses que trabajan ya no pueden encontrar puestos de trabajo para toda la vida en una fábrica, no es porque los mercados o robots que están surgiendo ofrecen una competencia sin precedentes. Es debido a que el país está siendo traicionado por políticos bobalicones que permiten que gobiernos extranjeros implacables les pasen por encima. México está acusado de enviar a sus peores delincuentes a Estados Unidos. China sólo debilita a EE.UU. porque hace trampa. ¿Quién debe ponen en orden esas cosas? ¿Quién sino el autor de The Art of the Deal” (El arte de negociar), el libro de negocios que él llama su segundo favorito de todos los tiempos. (“¿Saben cuál es mi primer favorito?”, preguntó a partidarios suyos en Michigan. “¡La Biblia! ¡No hay nada como la Biblia!”)
Trump no sólo está arrojando carne roja a la derecha. Él asume un enfoque “a lo club de karaoke” hacia la política, cantando a todo pulmón éxitos que gustan al público de todo el espectro político. Sus ataques a los jefes corporativos que buscan mano de obra extranjera barata a costa de los estadounidenses desempleados no sonarían fuera de lugar en una sala sindical férrea.
Acusa a los jefes de fondos de cobertura con pagar muy pocos impuestos gracias a las lagunas que él eliminaría, aumentando sus impuestos para financiar los recortes de impuestos para los asalariados medios. “Sé que los muchachos de los fondos de cobertura, son amigos míos, no pagan impuestos”, dice. Estas posiciones probablemente explican por qué una encuesta realizada por Bloomberg Polítics y el Des Moines Register, un diario, encontraron más republicanos en Iowa que lo clasifican más como un moderado que como un conservador.
Sobre la atención a la salud, Trump promete derogar el Obamacare, al igual que dicen los demás aspirantes del coro republicano. Pero en un debate televisado que transmitió el Fox News el 6 de agosto -la mayor audiencia de su historia- pasó a alabar a Canadá y a Escocia por sus sistemas financiados por el Estado, otra herejía conservadora. No es que él esté defendiendo algo en esa línea, o de hecho nada en concreto: él simplemente dice que va a sustituir al Obamacare con “algo tremendo”.
Trump no muestra señales de que le importe si él califica o no como un conservador. Es muy claro, sin embargo, en que él no quiere ser considerado un político. Dice que las grandes empresas y sus grupos de presión doblan a los dos partidos a voluntad mediante donaciones que los corrompen. Esos amigos de los fondos de cobertura que no pagan ningún impuesto, dice, “están apoyando a Jeb Bush y a Hillary Clinton”. Sin embargo, ¿por qué eso debería importarle?
Él no necesita su dinero. En un toque hábil, Trump renuncia a las promesas de reformar Washington o limpiar los pasillos del poder. En su lugar, les dice a los votantes cínicos y enojados, que debido a que él es “muy rico”, no lo pueden comprar. En entrevistas con sus partidarios, este estatus de ser y no ser es uno de sus puntos publicitarios más fuertes. Es un hombre que puede mirar a las elites odiadas a los ojos y a la vez, darles una patada en la entrepierna.
No se necesita experiencia
Trump está menos interesado en el volumen del gobierno -lo que el coro siempre deplora- que en quién lo dirige: los políticos “estúpidos” que “hablan del gran juego” hasta que llegan a Washington. Allí, en su narrativa extrañamente sexualizada, los políticos se vuelven “impotentes” por su entusiasmo en andar vagando por los salones dorados y de techos altos del poder. En una entrevista telefónica con The Economist, imita a un funcionario electo asombrado que llama a su esposa desde la capital y con una sonrisa tonta le dice: “Cariño, he llegado”.
Es un desprecio que comparten sus seguidores. Dos tercios de los republicanos en Iowa dijeron en una reciente encuesta de la Universidad de Monmouth, que el país necesita un presidente “de afuera”, en lugar de una persona con experiencia en el gobierno. Añada el apoyo del señor Trump al de los otros dos contendientes en el campo republicano que no han ocupado cargos, Ben Carson, un neurocirujano retirado, y Carly Fiorina, ex jefe de Hewlett-Packard, una empresa de tecnología (ver Lexington), y representan más del 50% de los votantes probables que tomarán una decisión en Iowa y New Hampshire.
Como corresponde a un anti-político, Trump ha derramado particular desprecio sobre Bush. El 31 de agosto, su campaña dio a conocer un video que muestra las fotos de migrantes hispanos acusados de asesinato durante una grabación de Bush diciendo que algunos migrantes entraron en Estados Unidos ilegalmente en un “acto de amor” por sus familias. “Olvídense del amor. Es hora de ponerse duro”, concluye el anuncio.
Bush ha comenzado a montar un contraataque, golpeando a Trump como un liberal “de closet” cuyos planes aumentarían el poder de Washington. La táctica se basa en la creencia de que la fuerza dominante en la política estadounidense moderna es el intenso partidismo, y que socavar las credenciales de Trump como republicano es, pues, un golpe mortal.
En la generación pasada, el número de estadounidenses que se llaman a sí mismos constantemente conservador o liberal se ha duplicado. La ideología y la identidad se han unido, por lo que los partidarios no sólo piensan igual sobre los impuestos o Irán, sino que viven en los mismos barrios y tienen amigos de ideas afines. El partidismo todavía puede frenar el alza de Trump.
Estar conciente de esto puede ser la razón por lo cual la táctica de Trump es cada vez más convencional y más convencionalmente de derecha. Su campaña ha empezado a tocar temas de los finales de la década de 1960, otra era de política amarga y desencanto generalizado en la parte central de EE.UU. El empresario señala el aumento de las tasas de homicidios en algunas ciudades grandes como prueba de que un enfoque reciente sobre homicidios policiales y detenciones abusivas ha vuelto a los oficiales “temerosos de hablar con cualquiera”. La mayoría de los policías son “gente fenomenal” y el orden público está sufriendo, dice Trump, llamando a algunas ciudades “polvorines a punto de explotar”. Ha comenzado a utilizar la frase “mayoría silenciosa” para describir a sus partidarios, cuatro décadas después de que Richard Nixon comenzó a usarla para agrupar a los conservadores.
Buchanan, quien como uno de los que le escribían los discursos a Nixon acuñó esa frase, elogia a Trump por aprovechar un sentimiento de nacionalismo renovado “El país está en llamas”, dice. Su principal consejo al señor Trump es descartar una candidatura independiente o por un tercer partido, si no logra obtener la nominación republicana, algo que Trump negó que haría durante el debate de Fox News.
Buchanan advierte que una carrera en un tercer partido pierde inmediatamente el apoyo de aquellos cuya preocupación principal es detener a los demócratas. “Si yo estuviera aconsejando a Trump le diría que se mantuviera en el Partido Republicano”, dice. “Es la única vía que tiene para la presidencia de los Estados Unidos”. Cuando The Economist fue a las prensas, parecía posible que Trump estuviera a punto de hacer una declaración sobre sus intenciones.*
Pero los llamamientos a la pureza partidistas pueden ser sorprendentemente ineficaces en el desprendimiento de los que admiran a Trump. Su base de seguidores no se caracteriza por la fidelidad a su conservadurismo, sino por la ferocidad de su rabia. Frank Luntz, un encuestador republicano, dice que fue sacudido por un grupo de discusión que el 24 de agosto para dos docenas de partidarios autodeclarados de Trump. Entre ellos, gente de la extrema derecha, pero también antiguos votantes por Obama. Estadounidenses desempleados se codeaban con los ricos. Pero el grupo tenía tres cosas en común, dice Luntz. Están “tremendamente irritados” por la situación de Estados Unidos. Trump habla su idioma. Y a ellos no les me importa lo que digan los demás sobre él.
El profeta loco de las ondas
El 28 de agosto, Trump visitó el suburbio Norwood de Boston para un mitin en la casa de Ernie Boch, un rico concesionario de automóviles. No era una parada obvia para un republicano en las primarias; Massachusetts votó la última vez por un candidato republicano a la presidencia cuando Ronald Reagan estaba en la Casa Blanca. Varias personas de la multitud dijeron que rara vez votan por un republicano.
Pero rugieron con los chistes del señor Trump, aplaudieron cuando condenó el reciente acuerdo de Obama para frenar las ambiciones nucleares de Irán, y aplaudieron su queja sobre los aeropuertos de “tercer mundo” de Estados Unidos y los caminos que se desmoronan. Sharon Gannon, un agente inmobiliario y votante demócrata, dijo con entusiasmo: “Él dice todas las cosas en las que estamos pensando”. Doug Obey, un asesor financiero, disfrutaba el hecho de que otros republicanos y los medios de comunicación “no saben cómo manejarlo”.
Si los líderes republicanos no saben cómo detener al Sr. Trump eso es en parte su propia culpa. Suyo es un gobierno más pequeño, un partido pro-empresarial que gana las elecciones haciéndose pasar por una insurgencia anti gubernamental. Ahora se enfrentan a las consecuencias: millones de votantes deslumbrados por un “showman” que se presenta a las próximas elecciones como una adquisición hostil, ofreciendo a su vez cambiar completamente a Estados Unidos con su brillantez para negociar como si el Congreso, la Corte Suprema y los límites al poder presidencial fueran meros detalles que pueden negociarse. La fantasía Trump se desvanecerá en algún momento. Ya ha puesto de manifiesto una democracia que está en verdaderos problemas.
* Efectivamente, el jueves 3 de septiembre, Trump prometió públicamente no presentarse a las elecciones por otro partido que no sea el Republicano (N. del T.)