Siguen pasando los largos días de tedio y soledad, aún soportables, en este tiempo de encierro semi monacal.  Con una mirada inquisidora, oteo mis alrededores y, además de los blancos muros inertes, noto que por mucho esfuerzo que haga la fría escalera blanca, su naturaleza permanente no le permite desplazarse ni un ápice de su lugar de origen.  Lo consuetudinario, como un regalo del cielo, va iluminándose con innumerables técnicas nuevas de comunicación que yo, vergonzosamente, no conocía.  ¡Y cómo rayos las iba a conocer si me pasaba la vida haciendo, deshaciendo y ejecutando las mismas acciones de la misma manera tradicional y obsoleta!  Aun cuando comprendía que mi tozudez ante el progreso técnico no me llevaría a ninguna parte, me negaba rotundamente a cambiar hacia formas más modernas que, sin duda resultarían más expeditas y efectivas y sencillas que facilitarían grandemente toda mi labor literaria.  Solo bastaba ceder un poco a la fuerza de la corriente “groovy”, o no, eso está pasado de moda, mejor es “far-out”, o sea más “in”.

Los primeros días, los pasaba apacible y plácidamente hasta agradeciendo disponer del tiempo que me sobraba  para poder ocuparme de todos los pequeños detalles de la cotidianidad que vamos posponiendo, muy comúnmente, hasta que Dios quiera; es decir, cuando aquel momento libre apareciera por arte de birlibirloque.  Pero ahora todo había cambiado.  No sabíamos ni podíamos intuir el final   del inicio.  Debía bajar los humos que confieren los años y acatar con humildad los mandatos del pragmatismo.  Sí o sí, ésa era mi cuestión.   ¡Cómo se contagian los altos pensamientos más sencillamente expresados! Pensé.  Lo mío era lo más rudimentario: la pluma, el papel y la máquina de escribir.   “Ocúpate de ti.  Observa con detenimiento todo lo concerniente a ti y a tu interior”, me decía una voz dentro de mí.   “Es ahora la tecnología lo fundamental que debe ocupar todo tu tiempo.  No tienes de otra o te quedarás aislada en un mundo sumergido en la melodía del silencio”.   Manos a la obra.  Sabía que si no me unía a la corriente, acabaría vencida, desfalleciente ante la realidad  irremediable de la inane “dolce far niente”.  Eso jamás. 

Habían empezado múltiples reuniones virtuales de mis grupos literarios y políticos etcétera, a los cuales todos accedían a través de una simple aplicación del ordenador conocido como ZOOM.   Y ahora qué; tenía amigas contemporáneas que ya habían entrado de lleno en el mundo cibernético virtual, ya que ninguna de nosotras ni siquiera hubiera imaginado encontrarse con ESTO en aquellos años escolares de antaño.  Menos yo, analfabeta cibernética que, en mi proceso escritural, me había rezagado, como dije antes, vergonzosamente.   A combatirlo, pues, me dispuse para poder acceder al ZOOM fantasmagórico, que para mí era la onomatopeya del inglés que significa moverse o viajar con rapidez, lo que en este caso no me ayudaba; era como si me hablaran en chino.   Como es de suponerse, necesitaría ayuda urgente para descifrar este nuevo lenguaje que yo antes hubiese ido a buscar en el diccionario bilingüe.  Pero resulta ser que todos los botones descritos en las instrucciones estaban en inglés; ¡Esooo! al fin algo fácil, ya que soy trilingüe; tanto así que en mis años de infancia tardía llegué a soñar en inglés, según palabras de mis padres quienes obviamente, se situaban detrás de la puerta de mi habitación para velar mis sueños en que entablaba largas conversaciones con mi álter ego.   ¡Uy! De tan solo mencionar a mis difuntos padres, no puedo evitar el brote espontáneo de lágrimas en mis ojos. 

El asunto era buscar ayuda para no solo poder entrar al ZOOM, sino también para aprender a utilizar otros múltiples aditamentos del ordenador y del celular, al mismo tiempo que aprendía un nuevo lenguaje.   Pero, la cosa se complicaba a medida que iba comprendiendo, a la vez, que mientras el chino se agigantaba con la pandemia también debía prepararme para la ardua tarea que tenía por delante.   Empecé el periplo con una llamada telefónica a mi hija Lisette Marie, Ingeniera de Sistemas; nadie mejor que una especialista en estos artefactos.   Infructuosa diligencia que repetí con el varón, Pedrito, Ingeniero Civil; nada.   Proseguí con los nietos.  Y no me creerán que ninguno pudo acudir en auxilio de esta pobre abuela ignorante por la sencilla razón de que el modelo que yo utilizaba había pasado al mundo de los arcaicos y, ninguno de ellos disponía de nada siquiera cercano al mío.   En estos tiempos de lo fugaz y lo desechable, lo normal era que todos estos jóvenes tuvieran los últimos modelos de las marcas reconocidas; sea IPhone, sea Samsung Galaxy o igual a mi triste Huawei, no más que el mío distaba de ser el último modelo.  ¡Caso fallido!  No me quedaba sino recurrir a mi fiel amigo Amado, reconocido diagramador de libros y como tal, también experto en los antiguos, los menos antiguos, así como también en los equipos más ultramodernos.    

Pues, como podrán notar, lo que creía ser el final de un largo viaje, ya vencida ante la relevancia de los gigantes tecnológicos del posmodernismo, que ha llegado a convertir en virtual y artificial todo lo que antes fue intelectualidad e ingenio, se ha transformado para mí en un nuevo inicio del encuentro con un universo rebosante de conocimientos que jamás desecharía, puesto que la edad no es en ningún sentido óbice para el aprendizaje.   Entretanto, yo sigo mi búsqueda infatigable del sentido más fecundo de mi vida a través de las ideas de otros muchos seres humanos que me precedieron y de otros que coexisten conmigo en este vasto escenario de buscadores de felicidad. 

HYLONOME