La presión de la sociedad sobre la mujer es la culpable de que una actriz multimillonaria se hiciera un cambio radical de cara.
A la sociedad también hay que culparla porque existan tiendas como “Forever 21” y se vendan tintes para tapar las canas. Esa malvada que no entiende los efectos de la gravedad es la que empuja a los implantes de senos y la viagritud que encadena los hombres en la tercera edad.
¿De dónde salen estos disparates?
No hay nada más curioso que la bipolaridad individualista-colectivista. La mujer es dueña de su cuerpo y puede abortar si así lo considera. Cuando la decisión es intercambiar sexo por dinero, hay que prohibirla penalizando al proxeneta que es instrumento de la desigual sociedad machista que la explota.
Debe ser libre de escoger los bikinis que más le gusten para ir a la playa o tostarse en la piscina; pero hay que prohibir que publicitarias usen “el cuerpo de la mujer” para promover bebidas espirituosas. El vaivén es interminable.
Los bipolares colectivistas-individualistas también deben entender que no hay “cuerpo de la mujer”. No es la “mujer” que está al lado de una botella de ron en traje de baño o bailando encima de un “dugout” al que sólo le falta el tubo
¿Por qué tengo que sentirme cómplice, al ser parte de la sociedad, de la decisión de esa actriz para seguir siendo, como dicen los cirqueros, “muñeca” en Hollywoolandia? En nada, absolutamente en nada. Es ella que lo ha decidido, de manera voluntaria, cuando valoró las alternativas para seguir unida a la industria, donde ha triunfado y ganado millones suficientes para vivir holgada el resto de sus días.
El gran dinero lo hizo cuando era joven y atractiva, llegando hasta trabajar con Catherine Zeta Jones, la puntera en el ranking histórico para “retadora del furor genital”. Como es así que quiere seguir vinculada, tomó la decisión de ajustarse al perfil que los productores buscan para películas donde, las investigaciones de mercado, indican que los individuos prefieren ver mujeres bellas y atractivas, sean naturales o reconstruidas. A su cirujano facial de seguro confesó “lo hago porque me debo a mi público”.
Esa actriz tenía la posibilidad de elegir otros caminos que no requerían cambiar la foto de su pasaporte. Hay cinéfilos que ya han superado la lascivia y culto a la violencia de años mozos, para quienes también se producen películas. Rienzi Pared, de memoria y al instante, puede citar un centenar.
Ella hubiese podido incursionar en esa área, sea regando hojas de vida para conseguir un papel, o como empresaria, gracias a los recursos que acumuló en su carrera. También seguir el ejemplo de actrices que nos acompañaron en la pubertad, como Diane Keaton, y seguir actuando sin cambios drásticos en su figura.
Es un privilegio poder llegar a una encrucijada laboral, blindado con millones para hacer una elección. De manera que la conmiseración hacia la Zellweger es una ridiculez.
Los bipolares colectivistas-individualistas también deben entender que no hay “cuerpo de la mujer”. No es la “mujer” que está al lado de una botella de ron en traje de baño o bailando encima de un “dugout” al que sólo le falta el tubo.
Es una persona, de sexo femenino, que tomó libremente esa decisión de intercambiar los encantos de su figura para salir en un anuncio o contonearse en un espectáculo donde antes la estrella era el pelotero.
A nadie tampoco se le impone la decisión de que vista, o se ayude para hacer el amor, como si tuviera 21 o que a negro eterno o “just for men” la plata salga de la cabeza. Es libre albedrío, no mitos de sociología.