No soy imperialista, no creo en el poder hegemónico de ninguna potencia o nación; sea esta la que sea y represente la ideología o línea política más parecida, cercana, a los intereses humanos que me mueven.

Simpatizo con la revolución cubana, con el sistema democrático islandés, con los esfuerzos reivindicativos para sus gentes de Evo Morales o Rafael Correa. Soy un ferviente admirador del presidente Mujica (figura política con la que más me identifico, quiero, respeto). Igual profeso simpatías por el Papa Francisco, quien ha metido preso y por vez primera en la historia, a uno de los suyos por pederasta. Aspiro cosas añejas, cosas como por ejemplo  una República, para el pueblo español (sin príncipes herederos dueños de palacios, servidumbres y ejércitos subyugados por el podrido manto del linaje, mientras un gran segmento de la población apenas resiste los constantes desahucios, la iniquidad económica, la política tradicional de sus serviles).

Desde hace catorce años resido en New York; una ciudad sin igual, única, frenética como montaña rusa o babel de confusiones. Nada en el mundo se parece a New York (ni cuidad de Méjico, ni Tokyo, Paris, Londres). Yo me considero tan neoyorquino como cualquiera, mis sentimientos están con esta ciudad de la que tantas veces he dicho querer escapar y a la que siempre retorno para ahogarme en su frenesí de intestinas manías. En “nueballol”  es poco lo que puedo extrañar del lar nativo: en cada esquina un paisano, seis jugando al domino, otros arreglando el mundo; policías al acecho, comida criolla, ron…

En New York no siento miedo de expresar mis inclinaciones socio-políticas, espirituales o relativas a los gustos mundanos que padezco. Aquí se cobra con creces las meteduras de pata, las equivocaciones o los prejuicios emitidos por la pura ignorancia o los odios malditos que siempre arrastra el hombre.

En dos de mis entregas anteriores he sido criticado por traer a colación lo referente a la ciudadanía que poseo, asunto personal llevado a los temas como muestra de sinceridad de quien se reconoce en una situación “especial” de derechos adquiridos en ambos lugares tan disimiles (lugares por los que sufro, trabajo para aportar, y sobretodo anhelo toda la suerte del progreso y bienestar posible).

Nueva York, es mi hogar (me ha costado un montón de años descubrirme como hijo, como parte y ente modificador de sus entornos y estrategias).  Cuando miro a Santo Domingo, siento una gran pena y decepción social. Una indignación indescriptible con los ladrones de siempre. Vergüenza ajena por la ignorancia inculcada en todo el pueblo, sin dudas el mejor de los negocios para los que manejan el poder repartiendo migajas.

En fin, que tanto por lo que doy, como por lo que recibo de las sociedades a las que analizo, me he ganado a buen pulso el derecho de opinión, el derecho a réplica, pues como “gringo” junto a los demás dominicanos que hemos tenido que emigrar para poder comer y tener una vida decente, aporto al país una parte de los 10 mil millones de dólares anuales que recibe la nación sin que se nos regrese un solo centavo o satisfacción posible por el sacrificio y anhelos de avance.

Yos (de nosotros) soy tan dominicano como el que más.