Las naciones desarrolladas, y aquellas que trabajan planificadas para lograrlo, despliegan sus actividades de servicios diarios, sujetas a un programa que permite a sus ciudadanos conocer cómo y cuándo éstas se realizan. Conocen los horarios para la recogida de basuras, limpieza de las calles, luz que molesta porque nunca sale de vacaciones; el agua, que en excepcionales situaciones alguna vez les falta, puede consumirse directamente desde las llaves o grifos, etc. etc. Todas estas comodidades, indispensables para el buen vivir, envuelven a la población en un pseudo aburrimiento, debido a que el día a día, en igual contexto, transcurre sin variantes significativas.
Residir en este lugar del mundo, “colocado en el mismo trayecto del sol”, dotado de una naturaleza que muchos quisieran exhibir, resulta obligatorio asimilar las “ventajas” que nos presenta una sociedad como la nuestra, poseedora de un abanico de variadas carestías, en la que difícilmente pueda aburrirme.
Diferente a esos países, donde el tedio acompaña a sus ciudadanos, porque los servicios públicos básicos (agua, luz, etc.) siempre están como el soldado que nunca falla, nuestra realidad nada tiene que ver con la antes descrita. Por ejemplo, empiezo a escribir en el ordenador y de repente ¡PUM!, adiós energía eléctrica. El impacto es tan fuerte que hasta el inversor se intimida y permanece apagado.
Si el apagón se produce en horas diurnas y la duración del mismo descarga las baterías, inevitablemente recurro a otras tareas para distraer el tiempo. Para ello, entre otras, las agujas de ganchillo me permiten, recordando a mi abuela, refugiarme en el tejido y olvidar el apagón. Los crucigramas –que siempre conservo- se convierten en forzoso divertimento, permitiendo ejercitar las neuronas, a la vez de enriquecer el diccionario intelectual. Socorrida por las agujas y los crucigramas, ¡yo no me aburro!
De noche es otra historia. Enciendo las inseparables lámparas “jumiadoras” y un velo de serenidad penetra en el hogar. El casi silencio de las horas nocturnas me induce a contemplar las estrellas, que lucen juguetonas debido a la falta de luz en la zona. En la distancia, uno que otro lucero me hace guiños irrepetidos. Involuntariamente, presa de la oscuridad, y desde mi balcón, al contemplar la majestuosidad celestial, ¡no puedo aburrirme!
Un episodio diferente lo constituyen los escombros y basura que permiten no aburrirme en las andanzas habituales. Obligada frente a los obstáculos depositados sobre las aceras, debo saltar o brincar, para evitar pisar y cortarme con botellas plásticas o de cristal; el colorido de cucharitas y vasos plásticos de la merienda colegial y/o universitaria, -armas peligrosas dispersas por el aire-, me obligan a ver por dónde transito, sin distraerme, evitar así una imprevista caída y la posibilidad de fracturar cualesquiera de mis extremidades.
Imposible obviar el preciado líquido, que no recibimos a diario, y cuando “llega”, nos obliga a su almacenamiento en cisternas, tanques o tinacos. Para quienes no disponen de estos recursos, los galones y latas plásticas de pintura, etc., se convierten en un recurso imprescindible.
A partir de los segundos pisos, utilizar el agua constituye un drama. Necesario encender la bomba para que pueda subir hasta los niveles altos. Imagine que mientras disfruta de la ducha, luego de un agobiante día de trabajo, ¡PUM!, nuevo apagón. Si la planta o el inversor no encienden, no queda otro recurso que utilizar la poncherita o jarrito. “Jarrearse” nos permite ejercitar erróneamente los músculos de los brazos, refunfuñir entre dientes y hasta acordarnos del momento que llegamos al mundo, acciones no incluidas para el momento del baño.
No agradecemos que estos episodios nos eviten conocer el tedio que deambula entre los ciudadanos de las naciones civilizadas. En cambio, y vista la complejidad de opciones diarias que nos brinda el país, como ente de una sociedad en evolución, interesada en un mejor futuro, aspiro a que podamos disfrutar de los servicios que nos impulsarían al hastío y hasta la monotonía, Bajo esas condiciones sociales, aplaudiría eufórica, sin dejar de exclamar: ¡Yo quiero aburrirme!