[Este texto fue redactado en febrero 2008, es uno de mis primeros “desahogos” y ahora lo he desempolvado para El Eco de Montesinos, por entender que su mensaje mantiene vigencia a propósito del tema racial que ha resurgido con nuevos bríos, aquí y en todas partes, a partir del caso George Floyd]

De hace unos veinte años, recuerdo con muy grata satisfacción a Doña Josefina, la señora que tenía la responsabilidad de cuidarme al regresar del colegio hasta tanto no fuesen liberados de su esclavitud asalariada mis siempre laboriosos padres. De tantas vivencias bajo la supervisión de aquella todóloga autodidacta y maestra de la mayordomía, ninguna recordación tan recurrente en los últimos años como el arsenal de métodos posibles, habidos y por haber en las ciencias, utilizados para motivarme a comer los alimentos que preparaba con su admirado sazón, y seguro no menos amor, con que me enlistaba en la mesa a la hora de almorzar. Desde los secretos de Jack Veneno y Popeye, hasta las pastillas de los Picapiedras ocultas en el moro. El fuego de los fósforos en las habichuelas y los superpoderes del plátano verde. Pero de tantas excusas para desinhibir mi abstención a la nutrición, quizás ninguna tan genial, atractiva ni idiosincrásica como la de que “comételo (X alimento) que eso es americano,… si te lo comes te pondrás fuerte, grande, bonito, blanco y hasta el pelo bueno”.  Hoy, no dejo de pensar en que después de todo, no estuvo tan divorciada de la verdad la Doña, de algún lado tuvo que venir mi actual fortaleza corporal y mi deslumbrante belleza, que más podría pedir a cambio de aquellos tantos platos que degusté como tortura solo por querer creer lo que a la sazón simplemente no podía poner en dudas.

Hace unos meses, en una de las calles próximas al antiguo edificio de la Suprema Corte de Justicia, un policía de tránsito toca la ventana de mi automóvil, como lo hace quien quiere hablar con el conductor, viniendo de él imagine la multa que en mis años de licencia comprada aún no había recibido, pero no, otra fue la sanción con que me sorprendió: “Diablo, nunca había visto a un abogado prieto aquí…”, “descuide –dije-  habemos unos cuantos, lo que pasa es que algunos se quitan la toga antes de salir del tribunal a la calle, a muchos prietos les avergüenza ser abogados en nuestro país”, seguí mi ruta, y luego de algunas reflexiones, olvide el incidente sin extraer del mismo moraleja alguna limitándome a pensar “ese tipo se quería curar conmigo, yo te digo a tí”.

Hace menos tiempo, uno de esos sábados en que te programas hacer lo que no has podido en muchos otros, recibí una invitación de una colega y amiga para compartir en un lugar llamado MIX, creo que en la Gustavo Mejía Ricart casi esq. Lope de Vega. Luego de varias horas, simultáneamente con el agotamiento de los temas de conversación, la última gota de wiski en un vaso bien escurrido, la tranquilidad del lugar y las buenas razones que entre maquinaciones me mantenían sentado junto a una joven muy atractiva presumiendo ser un excelente interlocutor, se evaporaron levantando el ancla de mi permanencia en ese lugar. En el minuto de marcharnos, justo luego de despedirnos, ya en el parqueo, decidí aprovechar los baños del establecimiento retornando al mismo, antes que arriesgarme a subestimar los efectos del alcohol que tan bien me había tratado esa noche aún virgen. Descargados los residuos, de regreso a mi Pegaso (Toyota Camry 1988), un individuo muy encariñado con su compañerita me detiene, y ordena llevarme la botella que me entregaba y traerle “otra, así, pero más fría”. Realmente no entendía, o no quería entender lo que pretendía “el jevito” inquisidor, hasta que acepté su pretensión. Luego de que me ordenase el pedido por cuarta vez ante mi recurrente respuesta visual, conteste con una paciencia que le era a mi Hulk interno una camisa de fuerza size small, de oído a oído, para que su compañera no llorase tan temprano, entre otras palabritas, “si lo repites termina la noche”. Como la lluvia que sorprende al solazo, al jovencito le sopla la sobriedad y me pide disculpas diciendo que -será por mi colorcito- me había confundido con un empleado del lugar. Seguro -me vociferó Hulk- desde adentro, y dejando sus explicaciones a medias seguí con mi agenda del día, aun incompleta. Nuevamente sin extraer ninguna moraleja pasó el momento, y en lo que restaba de la noche me sometí a un aborto psicológico a base del buen Hip Hop que en algún momento histórico en colaboración con mis padres me sirvió de tutor educador y forjador de lo que hoy soy. Y así, entre el tic toc de las manecillas y el tun tun del base, desperté en otro día, donde de ayer solo quedaba un dolorcito de cabeza.

Hace unas horas (porque luego de, regresé a casa, me bañe, dormí, cene, converse con mi amada amiga Laura en persona después de 2 años sin verla, tome una dosis innecesaria de alcohol -como casi todas, como casi siempre-, y quizás después de todo por eso ahora escribo estos desahogos), mientras esperaba mi turno en la fila de la ventanilla no. 4 de la Dirección de Migración en una de esas diligencias pro-bono que accidentalmente no podemos ni queremos obviar por el agradecimiento debido a seres merecedores del mismo, próximo a mi presencia, una joven desubicada como el que más, preguntaba alrededor sin obtener asesoría que hacer para resolver su situación, cuando al instante un señor empleado de la institución que a juzgar por su cara de uva seca no dudo pueda ser un bisabuelo cualquiera, se acerca a la hermosa mulata, y le aconseja con magna desinformación, cosa que en mi aburrimiento decidí no dejar pasar advirtiendo a la joven sobre el meollo en que se encontraba. Esta, con la ternura inocente de una bebecita recién alimentada por el seno materno, me dice que el señor le recomendaba como proceder, y que para empezar debería adelantar la suma de 15 mil pesitos para cubrir los costos del papeleo necesario.  Tan pronto como termina de explicarme lo sucedido y su caso particular, le informo los pasos correctos que dar para arribar a su objetivo, y le sugiero en todo caso no creer lo que digo sin antes confirmarlo internamente con los abogados o departamentos correspondientes de la institución, y me despido dejándole el chance de retornar en caso de cualquier otra duda.

A mi salida del lugar me reencuentro con la joven escuchando en atención nuevamente al viejo aquel, la saludo con una palmadita en la espalda y le pregunto si ya resolvió, a lo cual el viejo cascarrabias arremete ordenándome callar y seguir mi camino, en sus palabras por ser “!un tiguere buscón!” alterado me restriega con gran autoridad. Ante esto, replico presentándome como abogado y bla bla bla, desinteresado en sacarle provecho económico a la presa enjaulada, y solo presto a suplir la ayuda que en el aparato burocrático de migración brillaba por su ausencia. Pero mis explicaciones no le bastan y repite su introducción: “!usted es un tiguere, ¿Dónde esta su exequátur?!”, así, esta vez me identifico con carné en mano y le significo la errónea actitud asumida con el epíteto de “viejo freco”, y añado “usted sabe lo que esta haciendo, sinvergüenza”. Esto último desató un berrinche del que ansiaba formar parte para honrar la calidad de tiguere que me era acusada, a mi entender por mi vestimenta casual en horas diurnas y en una oficina pública, ya que no portaba el uniforme de esclavo que usualmente identifica a los abogados laborando, pero mal interpretaba la situación. No descubrí la verdadera causa de la rebeldía del envejeciente hasta que en medio del bochinche y la multitud de curiosos, me señala diciendo “!podrá ser abogado pero por negro prieto usted no puede hablar!”. El resto es historia, y si les cuento los detalles terminamos con el guión de una película de Spike Lee.

Ya de regreso a mi mundo paralelo, camino a la oficina, pero atrapado en la prueba existencial de uno de los tapones de la Ave. Winston Churchill, recordando experiencias similares pensé en la necesidad de escribir algo al respecto y aprovechar la triste imagen al menos para desahogar las secuelas psicológicas retenidas. De esa idea en embrión, instantáneamente llegaron a mi cabeza varias referencias propias para las citas de rigor: “La alimentación y las razas” de José Ramón López, “El Estado dominicano frente al derecho público” de Américo Lugo, “Cartas a Evelina” de Moscoso Puello, el discurso de Elías Piña de Peña Batlle, algunos de los trabajos de Carlos Esteban Deivi y Marcio Veloz Maggiolo, varias de as sentencias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos que terminan su descripción con “vs. Rep. Dom.”, el reciente informe de la comisión de las Naciones Unidas que condena al país como uno eminentemente racista, y  por supuesto mi primer amor: uno que otro de los versos de Chuck D con su grupo Public Enemy.

No obstante, lo que en un principio instó en convencerme sobre la pertinencia de unas notas anecdóticas, es precisamente lo que en esta línea del escrito se interpone trayendo por los moños la necesidad de un punto final, refiriéndome a la moraleja que si antes huía, ahora fluye sin tener que buscarla y evitando ser obviada por tercera ocasión. La moraleja, si, esa cosa que ahora no se que hacer con ella, la tengo por ahí guardadita, convencido luego de que elevase las ideas resultantes de las experiencias al nivel de convicciones, de que si para algo servirá no será para desperdiciarla con indiecitos ideológicos, blancos de mentira y marrones dizque porque se han expuesto mucho al sol, que no dejan al negro ser en esta su sociedad, cada día más antisocial pues discriminante y excluyente. De que vale remarcar y promover los pasos de aquellos autores para volver a ver repetir la historia como burla de sacrificios y sueños. No, eso no.

Para bregar con dominicanos bacanos, jevitos, yous, faranduleros, gente con sed de sonar, gente que esta alante alante, funcionarios y empleados truchos, buscavidas leguleyos, megadivos, megadivas, policías, politiqueros, religiosos rajatablas, estudiantes por que sí, arrogantes y payasos que me exponen a convertirme en asesino en serie, mejor renuncio a toda vocación y me someto a una tanda diaria de televisión dominicana a ver si encuentro inspiración para seguir respirando en este paisito o paisazo que no me gasto pero si me descuido me gasta, por eso como dice Chuck D: "I shut´ em down".