Una madre está llorando, una madre no respira
Vencer el miedo, desdeñar la muerte y enterrar el dolor
A Marcio Veloz Maggiolo, icono viviente de las letras dominicanas. Con profundo agradecimiento.
A las 9:40 de la mañana de aquel 18 de mayo de 1965 el tanque del pueblo estaba en la 21, entre la Francisco Villaespesa y Mauricio Báez y, detrás de él, más de cincuenta hombres, la mayoría desarmados, esperando una oportunidad para alcanzar la gloria.
– ¡Vamos a Transportación! – gritaron algunos.
–¡No! ¡Caeremos en una trampa! –Era Fide quien se oponía.
Su madre, Doña Sofía, le había dicho:
–Cuídate, que ya mataron a Manuel, y Teto está herido en el hospital. Eres tú el que está ahora en la lista de espera.
Era en Transportación donde estaba el cuartel del CEFA, desde donde se había originado la fatídica “Operación Limpieza”, que en esos momentos avanzaba peligrosamente, calle por calle, esquina por esquina, casa por casa.
–¿Estamos locos? El tanque sólo tiene un proyectil.
Pero la multitud estaba enardecida. No sabía, en verdad, qué era un tanque. No sabía qué era un proyectil. Pero sabía lo que era el valor. Sabía lo que era el coraje. ¡Sabía lo que eran los cojones!
Rafael se había improvisado como el artillero. Y el Chino era quien manejaba. Y Mascota detrás.
Y la discusión continuó.
La discusión era sobre qué hacer. La madre había muerto el día anterior y sus tres hijos, a la altura de la Juan Erazo y Américo Lugo, buscaban la manera de enterrarla, después de haber hecho una pausa en la lucha. Al morir el día anterior sólo ellos tres se quedaron para llevarla a descansar. Ahora, aunque no querían admitirlo, estaban dominados por el miedo.
Fide no tenía miedo. Pero pensó en su madre, doña Sofía, cuando subió al tanque e insistió en que no valía la pena ir a Transportación, a pesar de que sentía que, arriba, triunfante, la Muerte blandía su guadaña, rasgaba su manto de terror y dejaba un charco de sangre por cada cuerpo que era atravesado por las balas. Daban fe de ello los cuerpos de los tres hermanos tirados en la jabilla, en la Mauricio Báez entre la 27 y la 29.
–Ya todos los combatientes se están concentrando en Ciudad Nueva. Es mejor que vayamos para allá.
–¡Cobarde! –¡Bajen ese buen pendejo! –¡Fuera ese charlatán!
Y lo bajaron violentamente. La mayoría, del comando “Cucaracha 20”, que eran los más temerarios. Fide, entonces, entendió que la situación se deterioraba.
Si, se estaba deteriorando. ¡Y no había flores! A partir de la defunción los cadáveres comienzan a descomponerse. A despedir un olor desagradable. Lo habían previsto todo: la caja, las velas, el block de hielo y el saco de aserrín para conservarlo. Lo único que extrañaban era las flores. Y lo que no se había previsto era el tiempo. Pensaban en que la lucha amainaría y podrían llevarla al cementerio de la Máximo Gómez. Pero ahora el miedo dominaba toda la casa, haciendo imposible una sonrisa.
(Quien sonreía, arriba, era la Muerte, que rasgaba otra vez su manto y hacía caer un infeliz en la Mauricio Báez, frente al colmado “El Manguito”. Y tres más frente a la fábrica de sacos).
El tanque, piloteado por el Chino, arrancó para unirse al que sería el momento cumbre de la Revolución de Abril: La batalla del cementerio. Detrás, la multitud, con palos, piedras y bombitas molotov. Cruzaron la Mauricio y llegaron a la Paraguay. Doblaron a la izquierda. La confusión era general y la inexperiencia cobró su cuota: Mascota disparó el proyectil, que impacto en una casa de la 23 con Paraguay, abriéndole un enorme boquete. Algunos salieron corriendo, presa del miedo. Aunque Radhamés Prats, en su jeep Willys la tomara como un juego, la guerra era de verdad.
Era verdad: había que enterrar a la madre. ¿Cómo? Querían unirse de nuevo al pueblo, volver a la lucha. Pero la madre era primero. Habían esperado pacientemente y cuando llegó el final la vistieron, la lavaron y la peinaron. Ahora tenían que enterrarla. Aunque no hubiera flores. Pero estaban atrapados por el miedo a la muerte.
(La Muerte, de nuevo, agitaba su guadaña y, al rasgar su manto, caía otro hombre en la fábrica de clavos, Y dos más en el edifico Metropolitano, que estaba en construcción).
Fide no podía construir una idea aceptable. Y a cada rato oía la voz de doña Sofía: –Agárrate de Dios. Él es quien lo decide todo.
“Pero –pensó Fide –a menudo, en las guerras, Dios se toma un año sabático. Y deja la casa sola. A merced de la muerte. Del terror. Del miedo”.
El miedo no puede ser eterno: una madre exige una respuesta. ¡Hay que tener valor! Por aquella que nos trajo y ahora se nos va. ¡Busquemos el valor! Por la que nos crio sin padre. La que fue padre y madre: lavó, planchó, coció y lo hizo todo para vernos crecer. Por la que nos dio la vida y ahora está muerta… Y el valor se hizo grande. Inmenso. Gigantesco. Y llenó toda la casa. Entonces, el miedo tuvo miedo. Fue reculando, tímidamente, se metió el rabo entre las piernas y salió huyendo por la puerta de atrás. Así, ellos se decidieron. Por la Américo Lugo. El mayor iba delante. Los otros detrás. Avanzaron. Y al llegar a la Moca se oyó un fuerte tiroteo y hubieron de entrar a un callejón. Después de unos minutos volvió la tranquilidad. Atravesaron la María Montez, Alonso de Espinosa, y al llegar cerca de la 21 vieron el tanque. Y la multitud que le seguía. Entraron al cementerio y torcieron a la izquierda, buscando la entrada de la Máximo Gómez, donde estaba la fosa común. En eso se oyó una terrible explosión.
Una terrible explosión viniendo de desde uno de los panteones del cementerio y se vio venir una bola de fuego, mientras arriba, danzando el ritmo fatal, la muerte volvía a rasgar su manta negra.
Una nube negra no se quitaba de arriba, pero habían llegado ya a su destino. El lugar estaba solitario. Nadie había salido a recibirles. Y, no supieron de dónde, apareció un anciano, desgarbado. Enjuto. Desdentado. Era él quien enterraba a los muertos. Movió la cabeza.
Al sacar la cabeza, Fidel vio al tanque incendiado. Y un grupo que corría con Félix, el Pintor, con las dos piernas arrancadas de cuajo. Y quiso salir huyendo, más, en ese instante oyó una voz espectral que lo pasmó:
–Fide no me dejes aquí.
– ¡Déjenla aquí! –Miró, lleno de pena, a los tres hermanos que estaba llorando y les hizo una señal. Depositaron el cadáver en el suelo – ¿No hay flores? –y, sin esperar respuesta, comenzó a orar: –Oh, Señor, ten piedad de este ángel caído…
Era Mascota, quien había caído. Explotado, colgando del tanque con la única pierna que le quedaba. Con los ojos brotados, la ropa completamente quemada, escupiendo sangre por la boca y moviendo la cabeza, como un péndulo, en un tic tac de horror, en tanto que arriba, con su manto hecho tirones, lleno de hilachas, y la guadaña destilando la sangre, la muerte, en el aire, hacía un surco fatal.
Amarraron el ataúd con sogas y lo bajaron lentamente, hasta caer sobre un montón de cadáveres. Los muchachos siguieron llorando. Y el viejo, levantado las manos, cayó de rodillas y elevó al cielo su pensamiento.
Sin pensarlo, Fidel se lanzó debajo del tanque, tomó el cuerpo caliente de Mascota y lo arrastró, raneando, hasta cruzar la calle.
Ahora debían de regresar. Volverían por el mismo camino, por entre los panteones. Avanzaron, sintiendo un cuchillo en la garganta.
Con un cuchillo, Fidel le quito los pedazos de ropa que quedaban.
Y decidió ir por ayuda al comando del 1J4 de la zona, en la Juan de Morfa con Ubaldo Gómez. Apareció un Jeep que lo llevó al hospital al Moscoso Puello.
– ¡Una ambulancia! ¡Necesitamos una ambulancia, por Dios!
¡Gracias a Dios! Estaban en la salida: Américo Lugo con 21. Allí, un tanque humeante. Silencio. Súbitamente, aparecen dos guardias con fusiles. Más adelante, otros tres observan con cautela. Apuntando. Los hermanos se quedaron fríos.
Con frialdad, arriba, la Muerte, lucía alegre. Satisfecha. Feliz. Al principio, los militares estaban con el pueblo. Pero fueron luego forzados a cambiar de bando. Los invasores necesitaban limpiar la zona Norte de “comunistas”. Y tender un “cordón de seguridad”, del hotel Embajador hasta San Isidro. Por eso, ahora estos militares estaban con el enemigo.
Cuando llegaron a la María Montez Fidel se desmontó. No podía seguir. Después, oiría las cuatro versiones del final de Mascota: no le pusieron un torniquete y se desangró; lo fusilaron in situ; lo sacaron de la ambulancia y lo acribillaron; y lo mataron en el hospital.
Los guardias no se deciden. Uno espera que el otro actúe. “Te toca a ti”. “Eres tú”. Finalmente, bajan los fusiles. Los muchachos se van. Pasan junto a los otros tres, que tampoco disparan.
– ¡Coño! –bramó la muerte– me dejaron con hambre –Y, con su manto completamente deshilachado, hizo mutis por la derecha y voló hacia San Carlos, Villa Francisca, San Antón, Ciudad Nueva y otros barrios en guerra.
Los tres hermanos llegaron a la casa. Y, extrañamente, ahora desde la cama de la madre muerta salía un aroma placentero. Era como si allí se había depositado millones de pétalos de rosas. De azucenas. De claveles. Hortensias, orquídeas, lotos, crisantemos, tulipanes y lirios. Y el más pequeño dijo: –Volvamos a la lucha –El más grande lo miró con respeto, más, le respondió: – No. Porque podríamos enfrentar a uno de los que nos perdonó la vida: ¿serías capaz de disparar contra él? Esta pregunta obligó a que, al amanecer del otro día, en Ciudad Nueva se contara tres más entre los que reclamaban, con las armas en las manos, el regreso del gobierno constitucional del profesor Juan Bosch.
Aunque estuve bien cerca no protagonicé esos hechos. Pero los tengo bien presentes. Es más, hace pocos días visité a Doña Sofía, quien cumple en este mes sus 102 años y aproveché para que me declamara un fragmento de “Verdades amargas”, del hondureño Ramón Ortega. Este es el enlace que publiqué:
https://www.youtube.com/watch?v=e3Ye1xPVb_w
Su hijo, Fidel de la Rosa Hurraca, Fide, Fidel o Black Demon, no olvida nunca esos hechos. ¿Cómo podría olvidarlos?
Él estaba allí