Me llamo Sergio Forcadell Feliu, nacido en Barcelona hace ya unas cuantas décadas, me defino como catalán acérrimo de lazo amarillo en la solapa y dominicano de sancocho y arroz hasta la tambora. Aunque muchos no puedan creerlo, aunque parezca totalmente inverosímil, afirmo que resido en el país desde hace siglos y más siglos, mucho antes de su descubrimiento atribuido falsamente a Cristóbal Colón, porque un día pescando en las afueras del puerto de Barcelona con un frágil bote me agarró primero y por sorpresa una bestial tormenta y después un ciclón batatero tropical con muy mal talante y arrastrado por vientos y corrientes oceánicas milagrosamente sobreviví y fui a parar varios después después a la costa norte dominicana, en la increíble península de Samaná.

Fascinado por su paisaje repleto de cocoteros, saltos de agua naturales y las ballenas de su hermosa bahía, compré un bohío con todas las comodidades y decidí quedarme de por vida en la isla disfrutando de gran felicidad entre los amistosos taínos, contrayendo poco después matrimonio con una dulce nativa, y como ya había por aquel entonces muchos apagones de fogatas tuve cuatro hijos y diez nietos. O sea, el primero y verdadero "descubridor"  de la isla soy yo y no Cristóbal Colón, que fue el usurpador del acontecimiento como relatan equivocadamente los siempre dudosos libros de historia escritos por autores que muchas veces por presiones o por dinero de sus amos amañan los hechos a sus conveniencias.

Mucho tiempo después de mi fortuita llegada a estas tierras, navegando en una muy larga travesía para pescar cerca del Mar de la Plata cuando no aún apresaban a la gente que faenaba en sus aguas, me encontré con las naves de Cristóbal Colón, las cuales estaban geográficamente perdidas, muy perdidas yendo hacia un noroeste incierto y peligroso, y fui yo y no otros -y por eso pido infinitas y sempiternas disculpas- quien le informó a Cristóbal Colón de la existencia de una bellísima isla en las Antillas cuyos habitantes llamaban Quisqueya, donde reinaba un clima delicioso durante todo el año, sus playas eran las más espectaculares de la bolita del mundo, hacían unas piñas coladas con unos rones extraordinarios para morirse de gusto y tomarse docenas y docenas de ellas seguidas, y unas mujeres con sonrisas hechiceras que si te atrapan ya no puedes salir jamás de sus deseos y amores.

Le insté, inocente de mí, a que vinera a conocer Quisqueya y disfrutar en plan de cándido y pacífico turista de sus inacabables bellezas así como a confraternizar con sus aborígenes que eran sumamente cariñosos, divertidos, muy aficionados de fiestas y juntaderas, grandes bailadores de músicas con ritmos agitados. Colón, ante las maravillas de mi descripción, me tomó la palabra, dirigió su guaguas acuáticas hacia el sureste como le indiqué, desplegó al máximo las velas, y navegó lo más rápido posible desembarcando al poco tiempo por los predios de La Isabela.

Pero al pisar tierra, ante la exuberancia de su vegetación y pensando en la multitud de riquezas que podría encontrar en el interior, en lugar de hacer su rol de manso y buen visitante como era de esperar, se volvió avaro, codicioso y conquistador, desenvainó la espada en una mano y una cruz en la otra y, sin permiso alguno de sus habitantes, tomó posesión de toda la isla en nombre del rey de España (y de paso para él y sus codiciosos compinches de singladura) y ya sabemos la multitud de Cosas Madres, malas, buenas y regulares que pasaron después durante los siglos posteriores, y por eso y en consecuencia, son el origen las Cosas Hijas que nos acontecen ahora y las que nos seguirán sucediendo en este bendecido país donde los avatares junto con las  bonanzas parecen no tener fin.

Vuelvo a pedir disculpas, pero repito, mi intención era buena, la de promocionar la isla en beneficio de sus habitantes y el deseable intercambio cultural y social tan necesarios entre pueblos diferentes. Si no salió lo bien que esperaba y buscan un culpable, dirijan sus miradas hacia el señor Colón, hacia sus restos que según dicen yacen en urnas por aquí y por allá. No en vano ya antes de la travesía estaba impregnado de un aura oscura y contaminante llamada fukú, la cual permanece todavía peligrosamente en muchas áreas del acontecer nacional. Ustedes lo saben y por eso me perdonarán. Al menos, eso espero.