Le aconsejo que no vaya por ese camino, magistrado, y mucho menos a estas horas. Le va a coger la noche y el agua. La mala noche. Es un camino difícil y pasan cosas raras. Tenga cuidado con la ciénaga y los derricaderos. Y tenga pendiente que si se mete en el arenal se lo traga con todo y montura.
El magistrado tenía que estar temprano en el tribunal y salió de Samaná para Sánchez en la yegua trotona. Era la misma ruta que tomaba cuando viajaba a San Francisco (cinco o seis horas a caballo y otras tantas en tren). La yegua trotona se la conocía de memoria.
El caso que le ocupaba era particularmente extraño. Un pescador de la zona se había sentido mal cuando desyerbaba el conuco y al poco rato empezó a sentirse peor, mucho más que peor. Primero lo atacó un dolor en la boca del estómago y después en el cuerpo y en el alma. Todo el cuerpo y el alma. El padrejón tenía que ser. Le dolía el cuerpo y el alma y apenas tenía resuello.
En esas condiciones atravesó la bahía en su cayuco y puso rumbo hacia Miches, más bien hacia la vivienda donde malvivía un curandero haitiano que tenía fama de milagrero, en los alrededores de Miches, casi como quien dice en los alrededores de un poblado despoblado que antes se llamaba El Jovero. Al lugar llegó casi muerto o casi vivo y no encontró señales del curandero, no había por el momento nadie ni cosa alguna en que poder sentarse. Una vivienda era porque allí se vivía, se malvivía. Apenas un bohío, apenas tablas de palma, techo de yaguas, piso de tierra y ceniza apisonadas. Y no había nadie, por el momento nadie. Y nada en que sentarse.
El milagrero y el milagro se hicieron esperar y al cabo de mucha espera el visitante empezaría a desesperarse. Decidió forzar la puerta de entrada y la forzó. Hacía un rato que la había forzado cuando llegó el curandero haitiano. Venía de trabajar, con la azada al hombro, y no le gustó lo que vio.
El intruso había violado la puerta de entrada, que no ofreció resistencia y la había dejado abierta, había sacado una silla, una de las mejores sillas y allí estaba sentado con aire de dueño de casa. El haitiano le echó lo que pareció una maldición en creole y el otro se la devolvió con una mirada de mala muerte.
El magistrado se sorprendió al escuchar la historia, pero cuando conoció a los personajes se negó a creerla. El pescador era un hombrecito flaco, chiquito, esmirriado, un rebejío que se había pasmado durante el desarrollo, cuerpo de niño con cara de viejo. Todo lo contrario del curandero haitiano que casi lo doblaba en tamaño, en corpulencia, en vigor y que además estaba armado con un temible instrumento de labranza. Sin embargo, el hombrecito no tuvo mayores dificultades para arrebatarle la azada. Casi como quien dice jugando, jugando con un niño, se la quitó, lo tumbó, le hizo unos concienzudos cortes superficiales con la afilada hoja del instrumento desde la cabeza a los pies. En ese estado había llegado de alguna manera al hospital.
Por el momento está más vivo que muerto -magistrado-, pero el pronóstico es reservado.
Lo que pasó después es algo más sorprendente. El tal Hiciano, el agresor, se había recuperado como por encanto de sus dolencias, se había sanado solo o en contacto con el curandero. Vaya usted a saber.
Así que lo trancaron. Lo trancaron provisionalmente en una celda de la fortaleza en la que cabían cinco presos y había diez o doce, quizás más. Lo recibieron con alegría, como si fuera un juguete nuevo. En mala hora comenzaron a burlarse del hombrecito rebejío, a darle empujones, desconsiderarlo. Casi de inmediato se armó la pelotera. El tal Hiciano agarró una de las cubetas donde los reclusos hacen sus necesidades y comenzó a repartir cubetazos y mierdazos a trocha y moche.
Los guardias acudieron al oír los gritos y encontraron a los presos arrinconados, enmierdados, encaramados los unos sobre otros, y al tal Hiciano hecho una furia, poseído como quien dice por un demonio y repartiendo golpes de cubeta.
No fue fácil, sacarlo, magistrado, a culatazos limpio lo sacaron y lo metieron en solitaria. Pero los culatazos no parecían hacerle efecto, lo golpeaban sin misericordia y no se aplacaba su furia.
El cuento no termina ahí, magistrado. Desde que lo metieron en solitaria no dejó de dar gritos, gritaba de día y de noche y sacudía las rejas con tal fuerza que parecía capaz de desprenderla y la desprendió. Salió con ella al patio de la fortaleza una vez y tuvieron que meterlo en otra celda y encadenarlo, pero el maldito no deja de gritar, no come ni bebe, pero no deja de gritar. Nos tiene locos a todos. Ya están pensando en matarlo.
El magistrado no olvidaba esas palabras. Una sentencia de muerte. Por eso tenía tanto empeño en regresar. Interpondría de alguna manera sus buenos oficios para tratar que el caso no tuviera un desenlace fatal. Era evidente que el tal Hiciano no sobreviviría mucho tiempo en la cárcel y el magistrado había pensado en negociar un traslado al manicomio de Nigua, que se encontraba por cierto a poca distancia del leprocomio. Sólo en el manicomio de Nigua, bajo la dirección del Dr. Zaglul, podían garantizarle hasta cierto punto la vida. El mayor riesgo era que se contagiara de lepra.
No le faltaba mucho para llegar a Sánchez cuando lo agarró el temporal, o más bien un diluvio. Empezaron a caer rayos y centellas y todo se ponía intermitentemente más negro y más brillante. El resplandor lo deslumbraba y lo cegaba a la vez. Ya no podía verse ni las palmas de las manos.
A la yegua trotona no parecía afectarle, en principio, y continuaba por el camino que conocía de memoria, pero a un cierto punto empezó a ponerse nerviosa, insegura, aminoró la marcha, pese a que el magistrado la apremiaba con golpes de talón, perdió aparentemente el rumbo y se puso mañosa. El magistrado seguía apremiándola con golpes de talón, pero la bestia no respondía, respondía mal, de mala gana, y el magistrado seguía apremiándola con golpes de talón. De repente se detuvo y ya no quiso seguir. La golpeó entonces con la rienda en los flancos y la yegua trotona no se movió. Siempre había sido mansa, dócil, pero ahora había perdido sus buenos modales y no avanzaba ni se movía. Se había clavado a la tierra. No reaccionaba con golpes ni caricias.
El magistrado no tenía espuelas ni las habría usado en caso de tenerlas, pero de alguna manera tenía que reducir el animal a la obediencia. No podía permitirse el lujo de quedarse allí varado por quién sabe cuanto tiempo. Llevaba puesto un capote militar, una reliquia de la época de la intervención militar yanqui, pero ya estaba empapado hasta los huesos. Hecho una sopa. Y la yegua no se movía. La tozuda yegua no se movía. El temporal arreciaba, arreciaba con violencia el viento y todo se movía menos la bestia inmóvil.
La castigó bien fuerte de nuevo con la rienda y los talones, y la maldita bestia no se movió. No se movería. Pero está vez relinchó como si estuviera protestando o más bien advirtiendo y el magistrado se conmovió, sintió pena, le acarició la crin. En ese momento un relámpago iluminó la escena y al magistrado se le pusieron todos los pelos de punta. Se le cayó el alma al suelo cuando por un momento pudo ver lo que tenían delante. Allí estaban parados -la bestia y el magistrado -, justo al borde de un barranco en el que se habrían roto la siquitrilla si la bendita yegua trotona hubiese dado un paso adelante.