He guardado mi confinamiento con una disciplina casi militar. Tenía miedo al contagio. Recuerdo los primeros días de la pandemia, hace un año, en que me levantaba, abría mi habitación y el olor a humo del vertedero de Duquesa era tan grande que tenía que encender abanicos para que éste fuera menor, abría ventanas y comenzaba mi día.
Pasé meses y meses recluida en mi casa, no permitía que nadie me visitara. Mis hijos y nietos venían en sus carros y se detenían en el parqueo para saludarme. Mi terror era tan grande que no quería ni siquiera hablar por teléfono. Me dediqué a leer algunos libros y escribir todo cuanto llegaba a mi memoria desde que tuve uso de razón.
En la medida en que fueron pasando los días, fui soltando un poco, mis hijos ya entraban a mi casa y mis nietos aunque guardando distancia, podían jugar en mi sala. (En ella les tengo un canasto de baloncesto).
Se hablaba de la vacuna, pero las esperanzas nuestras eran verdes. Estábamos en una lista lejana. Los países ricos acaparaban y los pobres como nosotros llenos de incertidumbre.
Un día sin más ni más se comenzó a hablar de vacunas para nuestro país, pero las que se mencionaban no ofrecían esa confianza, según los comentarios internacionales, pero más vale aceptar lo que hay y no quedarnos con las ganas.
La pregunta más común que se escuchaba era: ¿Te vas a vacunar? Yo siempre fui de las que contesté, “desde que lleguen”. Es más, llegué a decir que hasta la de Maduro me ponía, (que eran unas gotitas que se ponían cuatro debajo de la lengua y que eran “las gotitas milagrosas de San Gregorio Hernández”).
El miércoles escuché al periodista Huchi Lora decir que se había vacunado, que su hija Diana lo fue a buscar a su casa para acompañarlo, que él se sintió emocionado ya que maneja por toda la ciudad y el ver que su hija se preocupó por llevarlo fue un gesto muy valorado por él.
Eso me pasó a mí, mi hijo me vino a buscar, decidimos ir a la UASD, me acompañó en los pasos que había que dar, se quedó con mi cartera y estuvo esperándome por la puerta de salida que quedaba al otro extremo. Mi hijo menor no paró de llamar a ver cómo iba mi proceso. Me sentí bendecida, porque creo que los buenos hijos, aunque sus padres estén en condiciones de manejar, aunque se puedan valer por sí mismos, es un gesto de amor el acompañarlos en esos momentos.
Creo que debemos sentirnos orgullosos cuando los hijos encaran con uno situaciones que se nos presentan, esto nos certifica que lo hemos hecho bien, que no hemos creado ni criado hijos para hacerse de un nombre y dinero, sino que hemos sembrado para tener personas valiosas, con un gran corazón y con valores que no se compran con el dinero.
Debo confesar que el trato en la UASD no pudo ser mejor. Un orden en todo sentido. Nada de aglomeración. Todo el mundo sentado esperando su turno.
Hubo algo que llamó mucho mi atención. Una señora muy mayor le preguntó a mi hijo en dónde quedaban los baños, él le indicó donde él conocía, pero una de las personas, podía ser estudiante, enfermera o médica que la escuchó, con un grado de amor tan grande le dijo que dentro habían baños, la ayudó a subir por la rampa y la acompañó.
Otra de las cosas que me llamó la atención fue que no vi privilegios. Todos esperamos nuestro turno. Nadie apeló a alguien para que le saltara por encima de otros. Creo es vergonzoso el querer aprovechar alguna brechita, ya que todo el que estaba haciendo sus filas esperaba su tiempo sin avasallar a nadie, sin hacer uso de influencias. Creo es parte de la educación, el respeto y la consideración hacia los demás.
Aprovecho y doy las gracias por el gran trato profesional y humano que manifiestan los que están vacunando en la UASD.