Días atrás conversaba con una chica que vive en mi edificio. Debe de tener unos veintidós o veinticuatro años; hablamos de haceres y quehaceres. También hablamos del clima y no es cliché: en mi isla ha estado lloviendo por todo un mes y puede que diciembre sea igual.
En un momento, la chica me preguntó a qué actividad me dedico, cómo me gano la vida. Pero no lo expresó de esa forma. Ella exactamente dijo: "Vecina, ¿qué usted hace?" Le respondí que escribo. Ella abrió la boca entre admirada y sorprendida, argumentando que es verdaderamente retador dedicarse a algo tan poco remunerado, y además en un país donde se lee tan poco. De inmediato advertí la confusión sutil en la que cae mucha gente respecto al ser y el hacer. Ella me preguntaba por mi profesión o sobre cómo gano planta, yo estaba pensando en lo que soy.
En actividades sociales se dan contextos estupendos para conocer personas y las presentaciones incluyen el nombre, naturalmente, dónde se trabaja y qué se hace. Nadie te pregunta qué eres, porque el ser se asocia inmediatamente con el hacer. Entonces, si alguien responde: soy arquitecto, eso es lo que ES, un arquitecto. No alguien que ejerce la arquitectura. Habrá quien no vea la diferencia; para mí es abismal y advertirla, más que necesaria. De hecho en situaciones muy puntuales de corte existencial, reconocer que lo primero no guarda, necesariamente, relación con lo segundo puede ser determinante.
Naturalmente, no me perdí con la vecina en una diatriba filosófica sobre el ser y hacer; entendí que no era el momento ni el lugar. Solo le aclaré que no vivo de escribir: "Si te refieres a qué hago para comer, pagar el cole de la niña, las facturas y llenar la despensa, bueno, yo trabajo en una firma de abogados y hago esto, esto y esto….", le aclaré. Ella asintió con la cabeza y murmuró un muy obvio: "Ahhh".
El gran problema que supone confundir ser con hacer lo encuentro en el poder que la segunda acepción le otorga a la primera para definir quién eres. Ese poder serpentea sutilmente por tu psique, no sucede un día para otro, y una gran suerte de eventos ocurre para que el constructo mental se instale en tu psique: Eres lo que haces.
No necesariamente. Tal afirmación puede contener condenas horrendas para el espíritu y el alma, qué no decir para el cuerpo. Y las líneas que anteceden traen a mi memoria a Jaqueline Montero, una brava y obstinada dominicana que ganó la diputación de una popular demarcación en mi país. Ella ejerció la prostitución por décadas, pero, por más que la señalaron y la tildaron de puta, en algún momento de su vida decidió que tal oficio no la definía. Con tanto ahínco lo hizo, que terminó por abandonar la prostitución, se matriculó en teología, logrando la licenciatura de dicha carrera; fungió como regidora en la misma región donde hoy ejerce de Diputada. No me imagino siquiera el camino que tuvo que recorrer para agotar una jornada tan fuerte, siquiera la conozco, pero definitivamente parece que ella sí se conoce.
Una persona no deja de ser quien es por lo que hace, más todavía, lo sigue siendo, siempre que tenga claro este punto. Quién soy, es una de las preguntas más complejas que todo ser humano debe hacerse. Conocer la respuesta es vital; de no ser así, no hay por qué alarmarse. Un buena manera de hallar la respuesta es sabiendo al menos qué no eres.
El ser es un estado del espíritu. Es un motor, un móvil. Es lo que subyace a todas las motivaciones y pulsiones del ser humano. Desde las más básicas hasta las más complejas. El ser te define y por medio de tus acciones –u omisiones de ellas– los demás pueden inferir quién eres o quién no. Alguien que no sepa quién es puede confundirse fácilmente con su hacer. Y en este punto entra en juego el ego, que muchas veces nos traiciona o no, según se haya formado bien o mal en el devenir de la existencia. De ahí que decir: soy barrendero puede ser motivo de humillación para muchos, mientras que para otros no; ser ejecutivo bancario, por otro lado, llegaría a hinchar de orgullo el pecho de cualquiera. Al final, las valoraciones al hacer son tan variadas y diversas como gente hay en el mundo. Pues el hacer implica una actividad, un oficio, y hasta una destreza y aptitud que tengas para algo, pero que no necesariamente te satisface como ser humano.
Cuando ello ocurre, cuando tu ser se funde con tu hacer sin poderse dar la distinción adecuada, si las circunstancias, esas que siempre escapan a nuestro control, hacen un giro inesperado, el mundo de quien está confundido puede dar al traste en un chasquido de dedos. Otros, con suerte, puede que lleguen justo al fondo que necesitan para advertir la diferencia entre lo vital y lo simplemente necesario. Ahí, solo ahí, en ese fondo, puede que se vean de frente con su ser, ese que quedó olvidado, por razones tan diversas que no cabrían en este artículo.
Hace pocos días ordené a la imprenta la confección de doscientos cincuenta tarjetas de presentación. Resulta que las necesito porque me las han pedido en eventos, para mantener contacto y esas cosas que se dan en reuniones. Cuando estuve pensando en qué poner bajo mi nombre la idea vino a mí, clarísima. Yo soy muchas cosas, pero, para los fines de la tarjeta soy escritora y comunicadora, lo he sido toda mi vida. Y si no tuviera manos, hablaría, declamaría y haría dictados mis versos, y de no poder hablar, volvería al génesis de todo: cuando era pequeña y escribía con mi mente y en mi soledad.
El truco de dar con tu ser es conversarte, hablarte, preguntarte; nadie te ve, ni te juzga. Se benévolo contigo, pregúntate qué te gusta, qué no, hacia dónde vas, dónde no quieres estar, qué no harías ni loco, por qué haces lo que haces y por qué no haces lo que no, indaga por tus pasiones, qué aborreces, qué no toleras –por qué incluidos; sin importantísimos–. En fin, tómate el tiempo y charla contigo. Las respuestas te podrían sorprender. Puede que veas ante ti una persona totalmente distinta a la que crees que eres, eso definitivamente mejorará tu entorno, y por supuesto, tu hacer.