Eduardo de la Serna es un sacerdote católico argentino, doctor en Biblia y autor de numerosos libros. Primo lejano del Che Guevara, siempre ha estado vinculado a los movimientos populares y es miembro de “Grupos de Curas en Opción por los Pobres”. Le conocí en Colombia, cuando fue mi profesor de exégesis bíblica en mis años de teología en la Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá.
Hago esta breve presentación porque en estos días he leído un artículo suyo que me ha inspirado a escribir estas líneas. Mi profesor hablaba de volver a los orígenes de la eucaristía, donde no existía ningún tipo de jerarquía, sino que los pequeños grupos de cristianos se reunían con alegría en sus casas a compartir el pan, como nos dice el autor de los Hechos de los Apóstoles.
La eucaristía no es otra cosa que la fracción del pan “alguien lo parte y lo comparte, alguien bendice, es decir, en nombre de Dios, dice bien”. Pero en este tiempo de confinamiento por el Covid-19 los laicos se han quedado sin misa porque no pueden celebrar sin curas; pero los curas pueden celebrar sin laicos…entonces hay algo que anda mal, dice Eduardo de la Serna. Lo ideal es que todos celebremos la eucaristía, todos como pueblo de Dios, sacerdotes, obispos, religiosas, diáconos, laicos, lectores, etc. Cada uno con un rol, pero ninguno superior a los demás.
Por eso la invitación es volver a los orígenes y celebrar la fracción del pan, la eucaristía, en nuestra pequeña iglesia doméstica que es la familia. Por supuesto no será todo lo que la liturgia y el dogma católico dice que es la eucaristía, pero en definitiva será una acción de gracias, más cerca de lo que celebraban los primeros cristianos.
Al menos los domingos, día del Señor, que las familias se reúna en torno a la mesa, con gestos sencillos, pero llenos de fe. Que alguien, tal vez el más pequeño de la familia, tome el pan y le de gracias a Dios con sus propias palabras. Que otro, a lo mejor el mayor de la familia, tome el vino y lo comparta también pronunciando la bendición. Que lean el evangelio y que de ahí salga una disposición que tenga que ver con el amor y el servicio. Seguramente quienes lo hagan se sentirán más unidos a Cristo que siguiendo una misa por televisión o radio donde no se participa, simplemente son expectadores.
Si alguno se escandaliza y se agita con la idea de celebrar la misa en casa y sin cura, como pueblo de Dios, sin el boato de las catedrales y sin las ornamentaciones que la deforman y distraen; le recuerdo que así fue que Jesús celebró con sus amigos la última cena. Una fiesta de todos y no de unos cuantos que se creen perfectos, como se ha dicho, es comida para los pecadores, no un premio para los santos.
Mi profesor, cuando entrábamos al tema de la eucaristía, contaba este chiste: que en la última cena estaba Jesús con los suyos. Recostado sobre almohadones, mojando el pan en la salsa, tomando con la mano el cordero y, en eso, Pedro se dirige al Discípulo amado y le dice: – “dile al Maestro que tenga cuidado, que si en el Vaticano se llegan a enterar cómo celebramos nos van a sancionar a todos”.
La jerarquía eclesiástica debería aprovechar este momento y devolverle al pueblo de Dios esa misa parecida al encuentro de amigos y dejar que el COVID-19 se lleve esa celebración solemne, fría, casi imperial, que nada tiene que ver con la última cena de Jesús y los suyos.
Ojalá que después de este inopinado encierro no volvamos a la “normalidad”, como tanto se añora, sino a algo mejor. A una iglesia más laical, donde los fieles comprendan que forman parte de un pueblo sacerdotal (1 Pedro 2:9). A una iglesia más doméstica, como nos dice el autor de los Hechos de los Apóstoles que era. Que la casa vuelva a ser “corazón de la fe”, una iglesia más austera y evangélica.