Senectus ipsa est morbus (la vejez es una enfermedad) Terencio.

Salido de las manos de Dios según los creyentes o resultado de la evolución  de un cierto tipo de primate de acuerdo a la Ciencia, la aparición del hombre sobre la superficie terrestre- hace alrededor de unos 200 o 300,000 años – significó el sometimiento y aprovechamiento de los restantes organismos vivos pre-existentes, debido sin lugar a dudas a su desarrollo cerebral.

Tal ha sido su protagonismo en la Historia que no pocos han estimado que el hombre es la medida de todas las cosas, al extremo de que los Dioses de las grandes confesiones religiosas como Jehová y Allah por ejemplo debieron de convertirse en hombres, en profetas como Moisés, Jesús o Mahoma para que sus enseñanzas fueran interpretadas.  Si los Dioses se transformaron en hombres debía ser porque ser hombre era lo máximo, el non plus ultra de lo existente.

A diferencia de los otros seres vivientes el hombre puede vivir en los polos o en los ardientes desiertos; viajar bajo las aguas o en el aire; cultivar y cocinar lo que se come; desplazarse a otros planetas del sistema solar; liberarse del celo y copular a voluntad; vencido numerosas y mortales enfermedades y prevenir muchas otras y en ocasiones motivado por la justicia, ha concebido diversas utopías sociales.

No obstante estos extraordinarios logros y tantos otros de conocimiento general, es conveniente resaltar que, a pesar de los grandes avances registrados en los últimos tiempos en la Cosmetología, Cirugía reconstructiva y la Genética hay algo que aun se resiste al cumplimiento de una ambición humana a cualquier época: demorar la manifestación de la senescencia o vejez y en especial atenuar sus patéticos efectos corporales.

Este trabajo tuvo por inspiración asistir al velatorio en la funeraria Blandino de una amiga que me dispensaba un tratamiento casi maternal, estando entre los presentes dos personas,  una médica y otra arquitecto, a los cuales no veía desde finales de los años sesenta del pasado siglo, es decir casi cincuenta años, y a quienes el paso del tiempo había transmutado en dos individuos que a duras penas reconocí.

Antes que nada deseo hacer este impropio comentario: durante décadas el carro Volkswagen tipo cepillo venía con la misma caja exhibiendo solo mínimas variaciones en detalles interiores o exteriores.  Al no cambiar de formato, el escarabajo, por verle siempre igual no contrastaba entre los vehículos de otras marcas que si variaban anualmente.  Esta impresión derivada por mirarlo día por día se ha modificado radicalmente desde que hace dos décadas o más los mismos no se fabrican o llegan muy poco al mercado nacional.

En la actualidad cada vez que ocasionalmente observo un cepillo desplazándose por las calles me ofrece la sensación de avistar algo viejo, una antigualla pasada de época, efecto no causado antes.  Esto es así porque lo que diario vemos parece no envejecer, no evidenciar los agravios del tiempo y por este mismo motivo al encontrarnos con alguien que por años hemos perdido de vista tenemos la impresión que ha envejecido de repente.  Solo excepcionalmente ocurre lo contrario.

Cuando en el mortuorio en cuestión vi a los profesionales antes evocados tuve el pálpito  de haberlos visto con antelación y en razón de que últimamente me he dedicado en rastrear cuáles detalles somáticos, gestuales o emocionales persisten en el transcurso del envejecimiento, pude entonces identificarlos.  A menudo son tan imperceptibles los restos que sobreviven al naufragio corporal que el reconocimiento resulta una ardua tarea.

Mediante una emisaria confirmé la identidad del arquitecto que tuvo la gentileza de acercarse a mi asiento, actitud ésta que favoreció escrutarlo de una manera física, oral y gestual.  Con la profesional de la medicina tuve incluso la oportunidad de alternar con su grupo ya que uno de los deudos de la difunta era su pariente consagrándome entonces a una insistente y discreta inspección fenotípica  para cerciorarme de que era la estudiante que una vez conocí.

Dentro del inventario de sus pasados atractivos podía recordar los siguientes: un prominente arco de Cupido en ella y un desafiante mentón en él.  Una suave pelusilla en la piel de ella y una pilosidad abundante y generalizada en él.  Un cierto aire de misterio en ella y de sinceridad en él.  Una incierta indefensión en ella y de invencibilidad en él.  De estos encantos que en su juventud entusiasmaban a los otros no quedaba absolutamente nada.

Igual suerte había corrido la firmeza de la piel antes resistente a todo pellizco y a la hora actual con la trémula consistencia de un majarete; sus temas de conversación recurrentes eran la presión arterial, las dietas, las osteoporosis, la próstata y las sesiones de terapia; aunque fuera a cortas distancias, su andar era vacilante y proclamaba con urgencia la ayuda de un bastón; con frecuencia sus contertulios debían repetir lo dicho por merma de su audición, y un acercamiento constante de los párpados pronosticaba la inminencia de unas fastidiosas cataratas.

En un momento dado me acomodé mejor en el banco de madera donde estaba sentado, y viéndoles alternativamente a cada uno me entregué como el conde Volney  ante las ruinas de Palmiera a reflexionar sobre los penosos efectos que el tiempo transcurrido tiene sobre los seres humanos. No estaba equivocado el comediógrafo latino el siglo II a.c. Terencio al expresar que la vejez es una enfermedad, con el agravante, diría yo, de ser  antiestética como la viruela, la psoriasis y el vitiligo.

Me decía que la existencia humana es muy contradictoria pues cuando se es joven uno no quiere serlo, desea ser un adulto para poder parrandear, dejarse bigotes o barba, trabajar y ganar dinero  para no depender de los padres.  Como los viejos fuimos jóvenes sabemos que en ese entonces estábamos habitados  por ansiedades, inseguridades y apetitos indefinidos que no se hacían realidades.   Cuando muchachos hoy tratábamos de imitar al rico del pueblo, mañana al protagonista de la última película vista y al siguiente a un atleta de beisbol o un político de éxito.

Es entonces a los treinta años que asumimos nuestra verdadera identidad, tratamos de ser fieles a nosotros mismos sin emular a ningún ídolo del momento.  Es a partir de ese momento que llegamos al convencimiento de que la juventud es únicamente apreciada por la senectud por el hecho de que la observamos desde fuera y en particular por la incapacidad de acometer lo que antes se hacía sin ningún esfuerzo.  De viejo olvidamos las desorientaciones y perplejidades que distinguen los años mozos.

Entramos en el envejecimiento cuando para llamarnos o confiarnos algo merecemos por un extraño el tratamiento de Señor o Don.  Otro indicativo es cuando en la casa o en el trabajo ignoran hasta cierto punto nuestra presencia, y fue en razón de ello que el nobelizado José Saramago dijo que envejecer es no ser necesario.  Recuerdo siempre lo del hombre mayor que muy orondo le pregunta a su nieto o biznieto lo siguiente: Sabes lo que es ser tu abuelo o bisabuelo?  Aquel de inmediato le contestó: ser un hombre que no sirve para nada.

Pensaba que el horror a envejecer no proviene de la proximidad de la muerte sino más bien del miedo a la invalidez, a depender de otro y como ocurre en todo lo biológico el envejecimiento no es un proceso continuo, está conformado por fases separadas por bruscas caídas.  El tránsito por esta tierra nos va despojando pedazo a pedazo de nosotros mismos y al final contemplamos con espanto y desaliento que lo que resta de uno es la imagen de otra persona de tan desfigurados que nos vemos.

Por suerte la decadencia corporal viene acompañada por limitaciones acústicas, visuales y táctiles  no pudiendo las personas de edad apreciar la magnitud de la catástrofe al vivir en permanencia en  un mundo presidido por el silencio y la semi-oscuridad.  Para amortiguar un poco la situación se habla de la sabiduría del abuelo, la paz de los años terminales,  la nobleza de la resignación y hasta de la aceptación de la decadencia, pero en el fondo el estado senil es inmune a cualquier intento de alivio, de consuelo.

Cuando el autor de este trabajo no era un envejeciente, tanto a nivel doméstico como público la vejez era una dignidad, era respetable y lo último  que un señor mayor lamentaba era la pérdida de su juventud.  En los tiempos en que vivimos la vejez es por el contrario percibida como una discapacidad, como si perteneciera a una raza distinta, porque además de  haber perdido amigos y familiares sus viejas costumbres y las ideas que defienden no se parecen en nada a las vigentes.  Son tratados como seres extraños viviendo en soledad sus años finales.

Como  un testimonio de lo paradójico que es la vida, los viejos vuelven a ser niños pero no en el sentido de la dependencia sino en esto: los niños pueden establecer una comunicación oral con cosas inanimadas como una mesa, un sofá, un florero.  Los ya mayores hacen lo mismo y al ver por ejemplo una máquina de coser le preguntan cosas y la tocan como si fueran sensibles al  tacto.  Otro detalle que los relaciona es que a los viejos, al igual que a los niños y los enfermos, las preguntas se les hacen en plural: estamos bien? Tenemos hambre? Y así por el estilo.

Además de transmutarse por su deterioro corporal la ancianidad es una afrenta al ornato público, y una de las bromas que la vejez le reserva a los hombres y a las mujeres es el hallazgo en sus cuerpos respectivos de todos los rasgos familiares, tanto los paternos como los maternos, solapándose uno con otros.  El tiempo tiene el mal gusto de desfigurar sus facciones hasta hacerlos parecer muchísimo a sus padres.  No exageraba Ezra Pound al decir que los viejos tienen el deber social de morir antes de volverse seniles.

El drama de la senectud adquiere las proporciones de una tragedia cuando  la misma se posesiona de personas famosas a cuya presencia casi diaria nos habíamos acostumbrado.  Tal es el caso de Brigitte Bardot, Fidel Castro, Gina Lollobrigida o Charles Aznavour que convertidos en la actualidad en lamentables espantajos, al contemplar su imagen en la televisión o en los periódicos nos producen una sensación de tristeza, pesadumbre.

En un momento dado puse punto final a las cavilaciones a que me había consagrado en la funeraria, y al retomar la escena del velatorio advertí  en mis dos marchitados profesionales tres pormenores que en apariencia habían desafiado casi sin alteración la degradación física provocada por el silencioso pero indetenible paso de los años; eran éstos: la forma de mirar, el lenguaje facial y la voz.

En medio de la debacle generalizada pervivía en ella esa mirada atenta, obsesionada por saber si el otro le dice la verdad y en él esa apatía total sobre lo que acontece a su alrededor.  En ella perseveraba todavía como una especie de crispación facial por querer decir todo con el rostro y no con la voz; en él se mantenía aquella enigmática sonrisa congelada desde los años universitarios.  Finalmente, en ella la voz acusaba aun el juvenil afán de pronunciar correctamente las palabras mientras que en él su pausado e indolente hablar seguía como enantes.

Como el envejecer no es una cosa divertida, no debo silenciar la amarga verificación de que si viejos y acabados encontramos a nuestros coetáneos de igual manera nos ven ellos a nosotros, pero como la vida social es el mundo del teatro y la hipocresía cada vez que en reuniones profesionales, matrimonios, bautizos o velatorios interactuamos con los demás es de rigor mentir cada vez que no referimos a la apariencia física de nuestras amistades y conocidos.

Sin la obligación de haber estudiado todas las mujeres, sin excepción, son expertas consumadas en el arte de la simulación –sin esta es imposible conservar un marido o educar a sus hijos- y cuando antes de ausentarme de la funeraria me acerqué a la doctora con la finalidad de identificarme, ésta fingiendo una sorpresa que envidiaría Meryl Streep y no superaría Catherine Deneuve me soltó este obsequioso comentario: pero Pedro Julio tú estás igualito, te envidio.

Esta expresión era falsa de toda falsedad, porque de haber sido cierta me hubiese reconocido de inmediato en los fugaces momentos que hicimos coro con otras personas, y sabiendo que de vez en cuando hay que saltarse el protocolo, transgredir las reglas de la cortesía pues esas desobediencias por lo general me divierten muchísimo, le respondí sin rodeos lo siguiente: Eres muy amable diciéndome esa mentira.  Una carcajada de ella y acompañantes pusieron término a la breve despedida.

Luego de observar en Blandino los estragos de la vejez en la doctora y en el arquitecto pensé que ese será el triste destino de los que no han caído en la niñez, la juventud y en la adultez, y que era una verdad como un templo aquella advertencia que una señora de Santiago le hacía a su nieta con la finalidad de moderar su altanería y su soberbia cuando era candidata al concurso de Miss piscina hace muchos años.  Le repetía: serás vieja y fea, serás vieja y fea.  Con ello quería prevenirla de futuras decepciones y desengaños.