Después de mi sexto día de síntomas la mejoría siempre ha sido progresiva, lo cual me contenta, pero también me resulta en sentimientos inversamente proporcional considerar que el mismo curso no pueda identificarse en el resto de la población infectada.

Me preocupa pensar cómo estará asimilando esta desgracia el desafortunado que no ha tenido la misma suerte que yo, de encontrar en sí mismo la esperanza de vida a propósito de la superación de síntomas y la recuperación progresiva, especialmente frente a la desventura que deben causar las estadísticas que diariamente comunica al país en rueda de prensa el Ministro de Salud Pública; cuán desolador puede ser que la única cifra que parece inmutable es el número de los recuperados (3), mientras los contagiados y los muertos se reproducen exponencialmente.

Entonces, reflexionando sobre lo anterior, llegué a una conclusión: esos datos no pueden ser correctos. Y para convencerme de esta idea subversiva utilicé la mejor prueba posible para cualquier análisis: yo, víctima y testigo de excepción del manejo deficiente de nuestras autoridades sanitarias.

Tan pronto experimenté los primeros síntomas que sabía extraordinarios, y que me alertaron sobre mi deber de auxiliarme, mi primera sorpresa fue no haber podido encontrar de inmediato tal auxilio en quienes suponía tendrían el deber de proveerlo, los expertos y los centros médicos a mi alcance.

Siendo a penas el miércoles 18 de marzo, con guantes y mascarilla en mano rompí el aislamiento de menos de 48 horas que había resuelto empezar a cumplir el lunes 16, y acudí a un primer centro médico privado en procura de que mis síntomas recibieran alguna atención, pero lo mismo que sucedió en ese primer centro me pasó en el segundo: ni siquiera un placebo, “debe ir al Ramón de la Lara”. Procuré que al menos algún internista me ayudase con la prescripción del examen, pues entonces un requisito de admisión en los laboratorios habilitados, pero no pude dar pie con bola. “Si puede respirar bien no es el COVID19”; que me calme y tenga paciencia, ese era el gran consejo que recibía al tiempo de experimentar que algo andaba mal en mi cuerpo, y que esta vez no eran dolores a los que podía distraer con una película o subiendo el volumen de la música. Algo que desconocía me estaba maltratando y ganando un pleito que no me había buscado.

Camino a ningún lado, pensando en mis posibilidades frente a la luz verde de un semáforo, empezaron a funcionar mis neuronas: ¿debo ir al Ramón de la Lara? ¿y sí no tengo el Corona? ¿y si realmente me contagio en esas instalaciones? ¿te vas a meter en un hospital dominicano?! ¿es esa tu única opción? Y así es como desisto de acatar aquel consejo y continúo sin éxito apostando a las alternativas.

En la última Emergencia que visité, un médico de turno decide salir de mí y darme una prescripción para el examen, advirtiéndome que posiblemente no sería admitida a ese fin pues se requería que fuese de un especialista. Le agradecí de todas formas y me propuse a resolver con eso a como de lugar. [Aunque un detallito me complicaría el plan más adelante: por mi desesperación no verifiqué que la receta no tenía el nombre legible del doctor, solo su firma tipo garabato, y como al llegar a casa ya era muy tarde para hacer corregir eso, me dije pá’lante, que sea lo que Dios quiera].

Investigué quién podría conocer a quién en los referidos laboratorios habilitados, ya que eso de que estaría en lista de espera no me confortaba en lo absoluto. Y como efectivamente, de clase media en adelante en esta media isla todo el mundo tiene un amigo que quizás conoce al amigo del amigo de alguien, y en el mejor caso, terminen siendo familias, buscando encontré el contacto ideal para el necesario empujón.

Y así recibí una llamada de uno de los laboratorios. Como lo primero que hicieron fue facturarme, supe que esa prueba me terminaría siendo practicada más pronto que tarde. Luego las preguntas, en todo dije la verdad, salvo en un detalle: ¿cómo se llama su médico? Me inventé un nombre y le puse especialidad. ¿Puede por favor enviarme una foto de la prescripción? Sí que puedo pero está en mí vehículo y estoy en cama sin capacidad ni de seguir sosteniendo el teléfono -lo cual también era cierto-, espero que me entienda, por favor espere mañana a ver si habiendo mejorado puedo corresponderle. Convencido mi interlocutor, pasó la pelea, mi cita a domicilio para hacerme practicar la bendita prueba tenía día y hora: viernes 20 a las 2:00 P.M.

Llegado el momento agendado, el laboratorista, ahora en persona y justo mientras organiza el kit de la prueba en mi sala, me reitera presentarle la prescripción, le muestro la que tengo, me dice que esa no funciona, y le digo: hermano resuelva, usted está aquí, yo necesito la prueba, una prescripción se consigue donde quiera, por favor no compliquemos esto. Con más miedo que molestia, quizás por mi mirada de moribundo que ya no tiene mucho que perder, me pide recordar que debo conseguirla tan pronto pueda, y le consiento con un “cuente con eso”. Y así fue como logré que se llevará una muestra de mi moco.

Los peores días fueron los del fin de semana siguiente. Como que me apretaban con alicates los tendones. Fiebres que nunca se iban, bajaban un poco pero tampoco es que bajaban. Al menos respiraba bien y en todo momento me secuestraba el sueño con bastante facilidad. Así pasaban mis horas más rápido, y así también dañé varias ollitas, soñando mientras la combustión no descansaba. Suerte que la desgracia no fue peor.

Llegó el lunes 23 y procedo a llamar por mis resultados. Me dice una idiota que aún no están listos, que ellos me llamarían. Con una fiebre a mil, me digo, su madre es que se va a poner a esperar. Reitero de inmediato la llamada pero a otra de las oficinas. Increíblemente la nueva telefonista superó la anterior, y a los pocos segundos de identificarme, me informa: su resultado está disponible, ¿qué quiere saber? Dígamelo por favor. Un momento. El momento se extiende a 18 minutos, previo a los cuales se escucha a la joven decir a otra persona: él tiene sus resultados listos ¿qué hago?, y ahí sube la musiquita de espera. Regresa la imbécil: “sí, usted es positivo, debe pasar a buscar el resultado por cualquiera de nuestras oficinas”. [De no haber estado convaleciente, sé que me hubiese importado un bledo el sexo de mi interlocutora para decirle dos vainas bien agresivas, pero reitero, esto del COVID-19 es otra cosa] Pero por dios!, no me puede enviar eso por correo, como la factura?! No, debe pasar usted personalmente, ese es el procedimiento. Pasaré a contagiarlos, ok, ta’ bien, bye.

Denuncié la absurda situación al amigo que había hecho posible el empujón aquel, y el martes 24 en la tarde ya tenía unas disculpas y el resultado en mi bandeja de entrada.

Desde entonces me preguntan qué me han dicho las autoridades, que si se mantienen en contacto conmigo, pero mi respuesta sigue siendo la misma. Nada, dudo que yo exista para ellos. ¿Quién decidió que estés en aislamiento domiciliario? Yo digo que yo, pero ¿he tenido otra opción?

Moviendo teclas conseguí tener a disposición de una llamada un infectólogo y un neumólogo, ambos muy comprometidos en ayudarme, en adición a mi amiga de infancia la Dra. Alcántara, que también se encuentra en las mismas luego de haberse infectado en ocasión de su práctica médica. Pero ¿qué hay de los que no tienen ni siquiera para la llamada telefónica? ¿Están también en la contabilidad del Ministro?

El próximo martes 31 cumplo 14 días desde mi primer síntoma, y conforme a la cita programada por uno de mis médicos ese día me será practicada una nueva prueba. Como lo estuve respecto de otros puntos, estoy convencido de que mi resultado confirmará que superé esta cosa que tiene la humanidad boca abajo. Y desde ya me pregunto, ¿será mi caso sumado al de los hasta ahora únicos 3 recuperados o seguiré siendo una cifra negra? Ya veremos…