“Siempre encuentras algún listo

que sabe lo que hay que hacer,

que aprendió todo en los libros,

que nunca saltó sin red.”

A. Molina

La interrupción de un gobierno democrático o su prolongación más allá del período para el que fue elegido recibe el nombre de Golpe de Estado, según la asignatura Teoría de la Democracia I. Igual ocurre con el cambio de las reglas del juego que regían al momento de la elección con el fin de justificar la interrupción o prolongación del período constitucional.

Ojalá que recordar ese principio básico sirva para que los intelectuales democráticos se acomoden a la idea de que los principales enemigos de la democracia ya no son los militares golpistas, sino aquellos que cuando se hacen del poder se olvidan del único pacto social importante: vivir en democracia.

Hace unas semanas escribí aquí mismo “Definitivamente no es la loma. No puede ser la loma en medio de esto que se parece demasiado a un ensayo general…”  No cabe duda que se trataba de un ensayo general para sondear cuán lejos se puede ir cuando la sociedad es víctima de la frivolidad en los análisis y de la ausencia de conductas y pensamiento democráticos.

En mi aproximación permanente a estos temas desde la política comparada, esta vez fallé (me quedé corto).

En los países donde los presidentes descansan los domingos situaciones como las que comento resultarían absolutamente impresentables.

Justificar cambios constitucionales en encuestas que afirmarían que la percepción es que el gobierno que se quiere prolongar ‘lo está haciendo bien’ equivale a otorgar características de ley (la Ciencia Política es legal porque busca y aplica leyes) al argumento de que Pinochet hizo bien en dar el Golpe de Estado porque el gobierno de Allende “lo estaba haciendo mal”.

No hace falta ser muy versado para saber que ambos argumentos son tramposos pues ignoran que lo primero es el respeto a las instituciones, a la Constitución y a las leyes por una sencilla razón: los intereses de la mayoría están allí mejor protegidos. El temor de la minoría de dejar de  disfrutar de sus intereses no puede ser lo que motive estos verdaderos cambalaches.

¿Significa esta argumentación que no se pueden abordar cambios institucionales en democracia?  No, por supuesto que se puede y a veces se debe, pero queda a los estudiosos de la Ciencia Política develar los intereses que los motivan y revelar que si lo que se pretende es bueno hay un requisito inviolable que no puede ser ignorado: los cambios deben regir en el futuro, no pueden favorecer a quienes los promueven.

Así se hace en los países donde los mandatarios o mandatarias no hacen “trabajo de siervos el primer día”. En Chile ocurrió con el cambio de duración del período presidencial (de seis a cuatro años) durante el gobierno de Ricardo Lagos y hoy nuevamente se discute regresar a un período de más de cuatro años, pero Michelle Bachelet ni en su peor pesadilla pensaría mantenerse en el gobierno más allá del período para el que fue elegida.

El 1 de noviembre de 2009, la presidenta chilena le respondía a John Carlin respecto del tema: “Creo que en la vida como en la política hay que ser ética y estética… Creo de verdad que no es una buena política que las personas arreglen las legislaciones, el mundo político, la autoridad a su tamaño. Los cambios en las leyes, en las instituciones tienen que ser para mejorar la situación del país, no las situaciones personales. Eso no me interesa, y no estoy de acuerdo.” Así le va a la Presidenta y así le va a Chile.

Entonces no se trata de que éste le hizo daño a aquél y ahora aquél le va a pasar la cuenta a éste… esa es una discusión que se puede resolver en un colmadón.

Para Mario Bunge no se trata de que la ciencia ignore la cosa individual o el hecho irrepetible, sino que ignora el hecho aislado. “Por esto la ciencia no se sirve de los datos empíricos —que siempre son singulares— como tales; éstos son mudos mientras no se los manipula y convierte en piezas de estructuras teóricas.” Y los periódicos rebozan de llamadas de atención acerca de esto (el peligro tiene su “estructura teórica”).  Solo hay que leer o escuchar aquello de que la “sociedad civil” quiere ‘narigonear’ a los partidos o que el conflicto nunca fue entre trujillistas o antitrujillistas, (¿sería entonces entre la civilización y la barbarie?) o que “hace falta una ciudadanía activa” para ver la hilera de seguidores del cuento ¨La mancha indeleble” que declaran, con un orgullo difícil de comprender, que dejaron la cabeza en la casa pues para poder defender los sagrados intereses del partido no la necesitan.

Cuidado, si hay una alianza difícil de romper es la del ‘tigueraje’. El ‘tigueraje ilustrado’ está en plena elaboración teórica para que el otro tigueraje actúe. Los cándidos recogen de aquellos lo que creen les puede servir para el reemplazo o el miedo al inexistente “partido único”.  Mientras, todo camina a desafiar a quienes tienen la obligación de vencer a Goliath de la manera más sencilla: como lo hizo David.