“El odio es el agente unificador más accesible y completo. Los movimientos de masas pueden levantarse sin creer en un Dios, pero nunca sin creer en un demonio. (Eric Hoffer)

Que la derecha española parezca tener todas las de ganar en Madrid –al menos según algunas encuestas- no debería sorprendernos del todo, a pesar de los innumerables desmanes que acumula el PP desde hace tanto tiempo, ni siquiera teniendo en cuenta una trayectoria plagada de torpezas, de mensajes abiertamente ofensivos hacia inmigrantes y la población más desfavorecida, pese a las impertinencias, los cortes de mangas al ciudadano y la controvertida y arriesgada gestión de la pandemia por parte de Díaz Ayuso, hasta el 10 de Marzo del año en curso, Presidenta en esta Comunidad.  Su boca ha legado grandes perlas para la historia que han sido recogidas en distintos titulares a lo largo de su corta y errática gestión en el Gobierno de Madrid. La estrategia para el control del coronavirus, en una de las capitales más afectada de toda Europa, ha sido sencilla y clara por su parte: “Que las personas que están contagiadas se pongan en cuarentena y avisen a su familia". El hecho de que una política, con su más que demostrada falta de coherencia y pericia en el manejo de graves crisis – por no mencionar el resto de sus desatinos- tal vez logre alcanzar nuevamente el poder después de su propia dimisión y previsiblemente acompañada de Ciudadanos y  de la alargada sombra de Vox, repitiendo así un complicado tripartito que ha tenido que mantener un frágil equilibrio en menos de dos años de rodaje,  dice alto y claro que los ciudadanos nos movemos casi siempre por los más espurios motivos y que estos poco tienen que ver con los grandes conceptos de los que a veces se llenan nuestras bocas.

Díaz Ayuso llegó al poder siendo, no solo una auténtica desconocida encumbrada por el líder de su partido Pablo Casado, sino que accedió al gobierno de esta Comunidad Autónoma precedida de sorprendentes declaraciones a lo largo de toda la campaña, cuando no  descabelladas y contradictorias y así ha seguido a lo largo de su efímero mandato. No lo ha tenido fácil, es justo reconocerlo. Nadie lo ha tenido sencillo en el país, ni en el resto del mundo desde el inicio de la pandemia que ha eclipsado cualquier otra cuestión desde su comienzo. Sin embargo todo líder tiene el deber, inherente a su propia posición, de mostrarse no sólo especialmente fuerte en momentos de crisis, sino también la obligación de erigirse en referente y tomar las riendas desde la honestidad, la prudencia y siempre acompañado de un celo exquisito a la hora de manifestarse para no herir sensibilidades. Y en esto Ayuso es especialista en lograr todo lo contrario. A veces una no sabe bien si tildar su actitud de temeraria y abiertamente irresponsable o bien de provocadora y chulesca. Me faltan adjetivos para describir con precisión algunas de sus acciones. A todo ello hay que añadir la compañía de su no tan ocasional socio, demasiada cercanía en sus posiciones la acercan peligrosamente al sector ultra de la derecha de este país, lo que ofrece como resultado un panorama sombrío para la Comunidad de Madrid. Un Madrid muy castigado durante los últimos meses. Por su parte y si a la expresidenta se le puede reprochar su falta de empatía y de mesura, Abascal, líder de Vox, le va a la zaga y sobrepasándola por la derecha, no se queda corto a la hora de esgrimir las más variadas y descabelladas propuestas, siempre teñidas de un tinte repugnantemente xenófobo y populista, agresivo, obsceno y sencillamente indigerible. Ciudadanos, en medio de ambos, juega el papel de disgustado espectador que sabe que poco puede hacer, salvo restar entusiasmo a su aplauso ante tales compañeros de viaje.

Pero ¿qué hace mientras tanto la izquierda? Hasta esta mismísima mañana plantear, en principio, un debate más sereno y dialogante, apelando a la unidad de cuantos quieren permanecer al margen de soflamas malintencionadas y alejados de aquellos que beben de fuentes que usan el término democracia como misil de combate. Porque no es democracia que en las últimas jornadas María Gámez, directora general de la Guardia Civil; Fernando Grande-Marlaska ministro del Interior y Pablo Iglesias, ex vicepresidente del Gobierno, hoy candidato a la presidencia de la Comunidad de Madrid por Unidas Podemos (UP), sean amenazados de muerte en plena campaña y reciban misivas con cartuchos de bala en su interior. No es democracia que en pleno debate en la Ser, una de las cadenas radiofónicas de más prestigio en el país, Rocío Monasterio, candidata de la ultraderecha madrileña no solo ponga en duda dichas amenazas sino que aproveche el asunto para derramar veneno y montar una delirante y vergonzosa pantomima que pretende deslegitimar al  rival.

Es peligrosa, sumamente peligrosa la mistura de ingredientes  que da origen a ese tipo de  coctel explosivo que aúna fuerzas de personas carentes de todo talento e incapaces de manejar las estrategias necesarias que utilizan la razón como argumento y no el oportunismo político. Los movimientos ultras, en cualquier rincón del mundo, carecen de la menor solidez intelectual, nunca les hizo falta, ni siquiera alardearon jamás de ello. Ni les interesa, ni la necesitan.  La extrema derecha apela y se nutre precisamente de la sinrazón, de la falta de pensamiento crítico, del descontento del ciudadano de a pie en periodos convulsos y de especial precariedad económica, del apego a las más rancias tradiciones y del odio. Sobre todo de ese feroz y despiadado sentimiento de odio que se encargan de diseminar y exacerbar a través de sus acólitos,  de la gestión de mentiras en las redes sociales, de la agresión, del miedo que causa su virulencia y de la más absoluta falta de ética democrática y personal de sus miembros.

En esta España que tanto nos duele a veces a los españoles, estos grupos se alimentan de la nostalgia y de los que aún añoran el franquismo, de antiguos militares del régimen a los que la democracia siempre les vino grande y de todos cuantos agazapados han mantenido el germen del fascismo durante años, escondidos hábilmente tras las siglas de la derecha, sin hacer mucho ruido y  esperando su momento. Su aversión al movimiento feminista y a la igualdad entre sexos, su inquina  abiertamente manifiesta al extranjero, su evidente xenofobia y su desprecio por la comunidad LGBTI les precede allá donde acuden. En sus mítines y manifestaciones no  muestran el menor recato a la hora de exhibir con orgullo sus cruces gamadas y las más detestables consignas pueblan sus mensajes. Mientras Europa trata de frenar de forma seria y decidida el avance de estos grupos, en España la extrema derecha se hace fuerte ante nuestras propias narices, ocupando imparable escaños a partir de las últimas elecciones. Y es evidente que mientras el Partido Popular siga ofreciendo guiños cómplices a la radicalización y un tibio distanciamiento con respecto a las posiciones de Vox, que demasiadas veces se columpia con desparpajo y rozando el delito en esa delgada línea que trasgrede todo pensamiento democrático, está haciendo un escaso favor a sí mismo como grupo político y ninguno a este país. Madrid está en juego el 4 de Mayo, pero España se juega mucho más en estos próximos comicios que el Gobierno de una Comunidad Autónoma. Está en juego el permitir y auspiciar mediante el voto el camino de retorno hacia una de los momentos más aciagos de toda nuestra historia. Cierro con idéntica pregunta a la que planteé al inicio de este artículo ¿y ahora qué Madrid?