Donald Trump está enfadado. Ello es ostensible en su rostro crispado por la ira, en su voz cargada de desprecio, en el lenguaje aterrador de sus declaraciones y discursos, y en la lógica amigo/enemigo, que es el sistema operativo de su retórica y accionar. ¿Cuál es el sentido y cuáles son las implicaciones políticas de este enfado que apenas disimula y que, muy por el contrario, se cuida siempre de exteriorizar, en todo momento y por todos los medios, el mandatario más poderoso del mundo?

Para la gran mayoría de los analistas y teóricos, el liderazgo furioso de Trump encarna la frustración de millones de estadounidenses, dejados atrás por el modelo económico neoliberal e ignorados por los partidos, en especial por el Partido Demócrata que debió ser defensor de sus intereses. En esta línea de pensamiento, el enfado de Trump es instrumental y la expresión de su rabia es programada: busca capitalizar el descontento de los “angry white men”, de los perdedores en la globalización, esos a quienes Hillary Clinton llamo despectivamente “deplorables” y que han constituido la base social del triunfo electoral del candidato republicano.

Si acogemos esta teoría, no habría nada anormal ni excepcional en el ascenso de Trump. A lo largo de la historia, la inconformidad con las condiciones materiales de la existencia ha sido motor de los cambios políticos y sociales y los líderes que han triunfado en política son precisamente quienes  han sabido interpretar los deseos de transformación de las masas inconformes. La evolución de la Humanidad se debe a quienes, desde abajo y desde arriba, han luchado por la igualdad de derechos y la dignidad de todos. El problema de Trump no radica aquí, sin embargo. Como advirtió Francis Fukuyama hace 25 años, los problemas surgen de la “megalothymia”, que no es más que la ambición de destacar realzando el propio valor, o sea, la necesidad, no tanto de que se nos reconozca la propia dignidad, nuestro propio valor, sino, en realidad, el deseo de que se nos reconozca como superiores a los demás.

Y es ahí donde la personalidad del recién juramentado presidente estadounidense adquiere un rol central para entender el fenómeno Trump. Como bien señala Pankaj Mishra, “el mismo Trump es una encarnación furiosa de lo que Rousseau llamaba ‘amour propre’: el deseo y la necesidad de asegurar el reconocimiento de los otros”. O, como lo diría J. Edward Hackett, Trump es un “arribista”, un “hombre que energética y potentemente busca poder, propiedad, honor”; y que “sucumbe a sentimientos competitivos de resentimiento” en la medida en que busca siempre vencer a sus competidores y atraer la atención de la sociedad, cosa que no siempre consigue, lo que genera constante frustración. Pero ojo: el resentido es incapaz de sentirse contento, aun triunfando en todas las dimensiones de la vida. Y es que, tal como afirma Gregorio Marañón, en su magnífica biografía “Tiberio: historia de un resentimiento”, el triunfo para el resentido es “como una consagración solemne de que estaba justificado su resentimiento; y esta justificación aumenta la vieja acritud”.

Este carácter de Trump tiene serias y graves repercusiones políticas para su país y para el mundo, en tanto las pulsiones megalotimicas de Trump conllevan un daño masivo y estructural a las instituciones democráticas de la nación más poderosa del mundo. Como bien ha explicado Max Weber, la ética de la responsabilidad implica en política respetar las instituciones y los procedimientos de la democracia y el Estado de Derecho. Como ha observado el historiador Christian Meier y nos lo recuerda Jeremy Waldron en su “Political political theory”, Julio Cesar era incapaz de tomar en cuenta las instituciones de Roma, el Senado y sus procedimientos, pues para el general “solo existía el mismo y sus oponentes” y todo se trataba de un “juego interpersonal”. Es lo que explica por qué para Julio Cesar la política era tan solo una “lucha por sus derechos” y las personas se dividían en amigos, enemigos y neutrales. Esta extrema personalización de la política, esta polarización de las posiciones y este desprecio hacia las instituciones –llámese Congreso, libertad de prensa, justicia- es lo que ha caracterizado a Trump durante la campaña electoral y durante los primeros días de su presidencia.

¿Pero cómo conecta el resentimiento personal de Trump con el resentimiento social de los blancos venidos a menos en el sistema capitalista estadounidense? Observemos que el enfado de la base social de Trump no viene solo o tanto de su situación económica sino también de su hartazgo frente a la considerada opresiva corrección política impuesta por el establishment liberal en defensa de los derechos de las minorías. De nuevo, Fukuyama da con la clave de esta situación, al señalar la paradoja de que, allí donde la democracia liberal ha triunfado, emerge inmediatamente la insatisfacción de quienes están en contra de la libertad y la igualdad y lamentablemente tienen siempre “el potencial de reiniciar la historia”. Aparece así Trump, apoyando por gran parte de la ultraderecha cristiana de su país, como la personificación política del mensaje anticristiano de Nietzche, para quien el curso de la historia humana  ha sido absolutamente negativo, pues ha significado el triunfo de la dignidad humana a través de su universalización y la “tiranía” de la igualdad, lo que ha obstaculizado la preeminencia de la minoría de los ”superhombres” sobre una mayoría amorfa de hombres naturalmente inferiores, débiles y no merecedores por sí mismos del reconocimiento otorgado por las leyes. El resentimiento que nutre a Trump y al Partido Republicano es, a fin de cuentas, el resentimiento de gente que se cree fuerte pero que ha sido supuestamente vencida por una conspiración de quienes se considera débiles.