A Katherine, con la esperanza que algún día el mundo se parezca a lo que fue su madre.

Lo esencial de la dinámica que fija al mundo social en una especie de estanque de reproducciones en series (intergeneracionales, cotidianas, etc.), muy pocas veces está al alcance de la vista. Por eso, el mundo vive en crisis, porque por una serie de factores, le cuesta cambiar, pero sobre todo, darse cuenta de lo que realmente necesita cambiar. La peor crisis que vive el mundo actual es la crisis de la imaginación, que ha retrasado toda la idea y planes de mejora, que aún con las mejores intenciones, son tan escasas, por causa de un saber burocrático que desde los olimpos de la arrogancia, ha encerrado en una caja de resonancia a la esperanza de mejores días para la humanidad.

No es suficiente con conocer a fondo el mundo social en el que uno se encuentra, para saber dónde pueden estar sus retrancas, y menos aún para saber cómo resolverlas, y mucho menos todavía, para saber orientarse hacia un nuevo rumbo. Para romper con ese círculo vicioso de todo eso, se necesitan excepciones que reten la tradición profunda que gobierna nuestro estancamiento, que digan como reinventar el mundo hacia uno más cerca de la gente y menos de las instituciones que las oprimen; se requieren rupturas fundamentales, quiebres verdaderos que dentro de este mundo que hoy vivimos, puedan aportar testimonio de otras formas de mundo. Necesitamos excepciones que expliquen la caducidad del modelo actual, no tanto por este mundo per se, sino por lo que podría ser el mundo a través de paradigmas distintos, y que nos lleven a cuestionar lo vigente.

Mi esposa, Walda Camilo, odontóloga y profesora universitaria, falleció hace hoy nueve días, luego de una admirable gesta de luchas contra un cáncer que padeció por más de dos años y medio. De los tres años y medio que compartimos la vida, solo uno pudo ser sin la batalla contra su enfermedad a la que nos vimos expuestos, la cual inesperadamente nos unió aún más a través de ese amor que se fragua en condiciones extremas de solidaridad y lealtad. A lo largo de este relativamente corto pero denso tiempo, donde todo dilató sus tensiones, viví al lado de una mujer excepcionalísima, discreta y humildemente extraordinaria. Convivir con ella fue cautivarme cada día que transcurría con mayor convicción, de una serie de calidades que se crecían en su humanidad espléndida. 

¿Qué me enseñó Walda de la vida en general y de lo social en específico, a lo largo de este tiempo compartido? ¿Cuáles lecciones sociológicas y hasta políticas extraigo de este duro pero tan interesante trayecto de mi vida, que ella protagonizó e inspiró? Dentro de todas los rasgos de Walda que hoy pudiera disertar, quiero dedicarle este escrito a tres de ellos. Por un lado, el generoso uso del gran saber pragmático que poseía, el cual ponía al servicio de la comunicación y bienestar de la gente que ella trataba. Por otro lado, su permanente tributo a la modestia. Mientras la humanidad “busca cámara”, renombre, y otras formas poco dignas de reconocimiento, Walda vivía a través de una humildad magistral que nos pone a pensar y a sentir diferente. Y por último, quiero decir algunas cosas sobre la defensa permanente que ella hacía de la alegría, como combustible para que ese vínculo amistoso que conquistaba con su saber y su ser modesto, se hiciera llama, es decir, fuego y luz del camino entre los seres humanos, para y por toda forma de vida.

Oda del saber solidario

El signo característico mayor de Walda fue la vida sencilla. Hecha de calidades tan discretas como esenciales, que hoy pasan casi inadvertidas dentro del mundo neoliberal que nos ha tocado vivir. A través de su manera de comunicar lo que llevaba dentro, Walda le proponía al mundo otra forma de vivirlo. No era una mujer de rupturas tradicionales ni superficiales ni horizontales, era una mujer de rupturas innovadoras, profundas y verticales (hacia el sí interno de la humanidad de hoy), ante lo que es moneda común en la sociedad de hoy. Tan innovadoras eran sus maneras, que nadie pensaría ni siquiera percibirlas como tal, precisamente, porque los prejuicios con lo que definimos innovación hoy de manera común, suelen ser viendo hacia fuera de la humanidad, no hacia eso que está dentro y que ni siquiera le prestamos atención.  En esta era de automatismos, de figuras fatuas de “éxitos”, solemos concebir innovación como tratándose de exclusivamente de cosas y procesos, no vinculando esas cosas o procesos como aportes para hacernos ser “más protección” dentro de la humanidad vulnerable que somos. En Walda, la innovación era siempre más, pero con los menos; era siempre estar pendiente de los detalles; con una economía austera de recursos, era atender lo pequeño de esa vida, que a duras penas reconocemos, y que sin embargo es la que nos hace el alfa y omega de la convivencia; Walda era cantidad por su calidad; no era lo grande por ser grande, era lo grande porque la grandeza provenía, tenía una justificación: tratar bien aquello sin aparente importancia. La gente cree que nuevo es lo que no existe y que en un buen momento aparece, cuando la inmensa mayoría de veces, lo nuevo, lo verdaderamente nuevo es lo que está latente pero por estar ubicado en una posición menospreciada por la escala de valores de una sociedad, se le margina. Tiene que venir un proceso revolucionario para que de repente, alguien agote lo existente, extinga lo vigente, vacíe los activos, y le devuelva a la realidad la dinámica de cambio, proponiendo nuevo modelo, algo radicalmente inédito, no porque no esté, sino porque no se haya legitimado aún. Eso cuesta, porque esa es una disidencia a la corriente dominante. Tienen que ser seres muy especiales, que tengan la fuerza de sobreponerse a la sociedad, y mantenerse como diría Richard Hoggart, como contraejemplos ejemplares a lo que suelen dictar las épocas como paradigmas. Eso era Walda, en su política de la amistad y hospitalidad al otro.

Odontóloga de profesión, Walda salió muy temprano de su San Francisco de Macorís natal, para buscar ser ella, haciéndose ella con los trotes propios de cualquier vida. Fue una búsqueda sencilla, pero coherente, que no tenía grandes pretensiones, y que fue permanente en su vida siempre soberana. Luego de estudios en la UASD, y en la Universidad Católica de Santo Domingo, Walda se especializó en rehabilitación bucal, y entró a formar parte del cuerpo docente de la escuela de Odontología de la Universidad Autónoma de Santo Domingo, oficio que ejerció por once años, con una entrega especial hacia sus estudiantes. Mientras recibía las condolencias durante su sepelio el viernes y sábado pasados en la Funeraria, decenas de sus estudiantes de varias generaciones me testimoniaban sus formas tan cuidadas cuando transmitía conocimientos. De todos esos discípulos, recibí relatos de vidas marcadas por una sonrisa, por la ternura de sus formas, por el rigor de sus conocimientos. No era un método, era una actitud hecha método de aproximación al otro. Su pedagogía fresca venía del trato tan especial, el cual no solo era la transferencia de un saber intelectual sobre lo técnico de la cosa odontológica, sino que había todo eso que sabemos debe acompañar a una práctica formativa en una academia que está hecha para los humildes, en un contexto como el que maneja la UASD. Por eso, las expresiones de tanta gratitud que escuché, de quienes viniendo muchas veces de la nada, se encontraron con una maestra en la que depositaban tanto y que le correspondían a su vez con tanto afecto gratuito, que ni siquiera esperaba a cambio una retribución otra que no fuese la felicidad y provecho profesional del receptor de sus enseñanzas.

Para mi, y muchos con los que pude coincidir, escuchar a Walda hablar de los materiales odontológicos, de las diferentes técnicas y procedimientos, o de las diversas condiciones de patologías o salud bucal, era un verdadero placer. Era un deleite atender la precisión que poseía de todas las variantes de su especialidad, el uso de un lenguaje que se hacía poético cuando utilizaba léxico del lenguaje común, en las metáforas que utilizan las ciencias de la salud para representar sus cosas, sacándole brillo y giros asombrosos a la costumbre que maneja el lenguaje ordinario. Era ese despliegue generoso de un tipo de conocimiento reservado para especialistas, que Walda lo ponía al servicio de la comunidad, con la claridad meridiana de quien socializa sin interés otro que no sea el de la inocencia de cuando se da, sin cálculo alguno de devolución. Eso no es fácil encontrarlo hoy. En su accionar, no habían pretensiones mayores, solo eso: compartir para ayudar, para despejar dudas, para cuidar y preservar salud, para fundar amistad y bienestar. No había ostentación alguna. Era la belleza de lo concreto, la poesía de la sobriedad, no habían vicios en la explicación, la hermosura de su humildad se deslizaba en el corazón de sus públicos cautivados, que seguían porque reconocían que no había ambición dañina alguna.

Walda tenía una curiosidad inmensa en la vida. Desde el pajarito carpintero que nos visitaba desde bien temprano para trabajar como obrero todo el día, hasta el ciclo vital de la flor que convivía en nuestra habitación, escenario de tantas luchas por la esperanza, contra dolores, pronósticos pesimistas, y molestias. Al final, siempre prevalecía la vida, pero la vida digna que se hace por alegría, con la alegría y para la alegría.

Nunca abandonó su esencia cultural cibaeña, la cual prevaleció siempre en esa sonrisa tan “salá” que la caracterizaba, con ese rostro tan coquetamente gracioso, que hacían de ella una mujer de una belleza que capturaba, siendo accesible porque llana y plena su persona. Walda era portadora de un saber generoso, nunca pedante, siempre abundante. Cuando describía una planta, algún fruto, alguna patología o condición odontológica, su saber era contagioso, colorido, muy elegante. Manejaba, por ejemplo, cosas del saber popular, como si fuese saberes escolares, con sus definiciones, como si fuese un conocimiento sereno pero frondoso, casi musical. Se reía siempre de las fronteras de su propio conocimiento, con un gran respeto por esos que pertenecían a otros campos y especialidades de la vida.

En los diferentes escenarios a los que tuvimos que acudir para encontrar tratamiento médico dentro y fuera del país, Walda guiaba a sus doctores con gran precisión, quedando siempre todos ellos sorprendidos del saber que ponía en acción. Tenía siempre el detalle de fórmula perfecta para describir y sublimar, desde su cama o sillas de ruedas, alguna situación o condición. Para la doctora Schulze, por ejemplo, cuando atenuaba sus dolencias, le decía: usted es la que le duele mi dolor. En sus días más difíciles, sabía ella la importancia del esfuerzo extra que tenía que hacer para tomar tal medicamento, en momentos en que aún triturados para mejor ingerirlos, era un ejercicio verdaderamente épico que se lograba muchas veces con suma dificultad. Ese no era simple de sumisión de ella, era el comportamiento y actitud de co-operación con su ardiente deseo por seguir viviendo, de responsabilidad y gratitud ante quienes cuidaban de ella.

Oda al candor

Walda era una princesa del saber sencillo: ese que sirve para unir a las personas, no para separarlas, ni mucho menos para la dominación. Como si la sofisticación trajera consigo la mayoría de las veces, ese libido dominandi, ese apetito por dominar que tanto denunciaba San Agustín. Quien se ve envuelto en procesos académicos, como ha sido mi propia experiencia en los últimos 25 años (de los 43 de vida que recién cumplí), la sociedad formula supuestos criterios de “avance”, basados en supuestos de sofisticación del pensamiento. El Occidente sabe poco de lo que cierto saber Oriental hace mucho tiempo realizó como lo esencial de la vida: la actitud limpia ante al prójimo, ante la lucha de todos por la sobrevivencia. Vivimos bajo la creencia de las jerarquías: lo válido son los constructos abstractos de academia, frente al saber que vivencia se convierte en experiencia de vida. Cuando se manejan esos conocimientos, se corre el riesgo de ir uno elevándose dentro de procesos que nos dejan pocas veces con los pie en la tierra, proporcionándonos casi de manera inconsciente e involuntaria, formas de engreimiento, de primordialidad a esos saberes intelectualistas, por encima y en desdén de otros saberes más necesarios para la vida. Como si lo intelectual lo definiera todo, por encima de los sentimientos que son los que nos corrigen del postulado mayor: que lo importante no es saber, sino qué hacer con lo que uno sabe.

Durante mucho tiempo traté de comprender desde las lecturas de Pierce, de Putnam, de Rorty lo que era el pragmatismo como corriente filosófica, sin sentir que avanzaba gran cosa. Gran error y era lógico: el pragmatismo es un artificio hueco cuando se aprende desde la abstracción hacia la abstracción, no, como lo viví con Walda, desde la abstracción de lo concreto. Siendo su compañero en estos últimos años, Walda me enseñó cada día lo que en forma de tratados los William James, John Dewey, Emerson, proponían como práctica democrática de la praxis, donde la vida es lo que es, no lo que debería ser, y bajo ese precepto, actuar en consecuencia, viviendo el presente como un todo.

Observaba a Walda y vivía aprendiendo eso desde la vida sencilla, cuando desde un dicho rural, o desde las letras de un bolero de los Panchos, de una Balada de Roberto Carlos, de Fausto Rey o Maná, ella encontraba “su verdad”, la verdad que surgía del encuentro sencillo pero crucial entre sus sentires y las letras de las canciones. Era un uso justo, concreto pero exuberante y puro de las cosas, que no lastimaba a nadie, que la ayudaba a vivir, y en algunos casos a sobrevivir. Así, sencillamente, sin mirar a más nada: que si el envase tenía prestigio o no, que si eso pertenecía a la “alta” cultura o a la cultura popular, etc. Nada de eso. Para Walda, nada esas cosas que nos distorsionan el sentido de la vida, a través de los espectáculos de la vida de apariencias, tenía cabida. Era Walda, esa filosofía que le asignaba a cada cosa y a cada ser su razón de existir en el mundo, dibujando un paisaje siempre de aprecio nunca de desprecio, donde cada quien tenía dignidad, no importa su importancia, siempre tomando en cuenta su historia, pero, sobre todo, según sus necesidades. Walda leía lo que le era necesario para sus propósitos de bien, sin involucrarse en esas exposiciones intelectualistas que censuran lo que se debe o no leer, según el estatus social de lo que se lea. Era su convicción que era leíble eso que le sirve al lector que lo lea. Era Walda todo lo contrario de esas viejas y  pretenciosas formas intelectualistas que sirven hoy al mantenimiento de un orden social jerárquico, que emplean accesorios y etiquetas culturales para ostentar y así clasificar, es decir: encasillar para segregar, y así avasallar y dominar. Walda era la encarnación día a día de la mejor, más tierna y más sublime expresión de la filosofía pragmática, esa que convierte en útil las cosas, por más insignificantes que sean, cuando hay necesidades humanas fundamentales que cuidar, proteger, satisfacer.

Oda a la alegría

Con Walda, el ejercicio reflexivo me llevó a tener otra perspectiva de la vida, otro modelo de ser y estar, mediante el hacer las cosas. Eso es subversivo en el grado más radical en el aburrido y triste mundo en el que vivimos. Esa forma de ser sencilla, era correspondiente del saber que promovía y con el cual se comunicaba. No había espacio ni para el chantaje, ni para la manipulación. Mantenía a rayas y con prudencia, a quienes si lo hacían, y a quienes sabía que simulaban sus comportamientos, aunque nunca los haya maltratado ni agredido. Era una defensora de la autenticidad de las acciones, pero no una autenticidad que se promovía, sino que se vivía sin proponérselo, que solo la defendía con su genuinas formas de hacer las cosas.

Llevó siempre la libertad que no ofende ni invade a nadie como mayor e innegociable insignia. No hubo dinero ni patrimonio que la hiciera claudicar en sus sentimientos o convicciones. Fue libre, siempre, siempre libre, y cuando debió decidir, renunció a todo ese tipo de porquerías que ésta sociedad siembra, cuando le otorga importancia social a una persona por lo que tiene, y no por lo que aporta desde su trabajo y ser a la convivencia pacífica de la gente. Por eso siempre escogió lo que sintió y eso la hizo libre, sobretodo en una sociedad que deja muchas veces pocas oportunidades sobretodo cuando se es mujer.

Su vida era sencilla. Siempre con la alegría de vivir, siempre con la voluntad de compartir. Hasta el último momento, su vida fue cantarle a la vida, lanzando sus sonrisas al aire, extrayendo buen humor de los tiempos más difíciles que puede ser humano soportar cuando busca sobrevivir en medio del dolor físico.

Cuánta admiración por ese ser que se llevó siempre de su corazón, que siempre hizo culto al respeto del otro, que siempre mantuvo como estandarte la decencia con la que lo agradecía todo. Ave, la vida, qué gran privilegio tuve de estar con Walda, esa mujer que nos proponía cada día, otra forma, digna e inteligente, de resistencia frente a un mundo tan poco amable; un mundo de drásticas jerarquías, de groseras desigualdades, donde las apariencias, los arribismos, los oportunismos son la escaleras de los mediocres, con las que buscan y suelen hacerse del poder, para continuar reproduciendo el orden mediocre que hoy nos gobierna con tanta inequidad e iniquidad.

Oh, Walda, que tu música reine, tú, que te mantuviste leal a la búsqueda de justicia y decoro para todos, que tu sonrisa gobierne mis días, para continuar creyendo que un mundo menos injusto, menos violento y menos cruel es posible. Oh, Walda amada, que el mundo lleve tu ritmo y tus sentimientos, que el mundo entone algún día el himno a la esperanza que fue tu vida, que aún en tristes momentos, siempre te mantuviste militante de la alegría.