La Habana de 1983 me tenía guardada a Eliseo Diego. Me lo encontré en un rincón del Palacio de las Convenciones, en un encuentro de la Unión Nacional de Escritores y Aristas de Cuba (UNEAC), en la celebración de los 25 años de la Revolución Cubana. Hacía tiempo que lo buscaba. Exactamente desde 1979, cuando el disco que había grabado con sus poemas y editado Casa de las Américas se transformó en el casete que me permitía dormir, soportar los domingos, oh Dios.

Es raro toparse con un poema gracias a un disco y no a un libro. Así fue.

En los próximos tres años regresaba a Cuba, para la Habana o camino a Santiago de Cuba, y siempre Eliseo estaba en su casa del Vedado, bondadoso, bajo sus cristos ortodoxos y un café como en uno de esos poemas, que servía Bella, su mujer y hermana de otro ser inolvidable, Fina García Marruz.

Cuando salió internet en 1995, lo primero que hice fue una página con sus poemas, entre ellos “Las herramientas todas del hombre”.

En 1997 la aparición de su “Informe contra mí mismo” fue como una ligera hecatombe. Nos asomábamos a una infamia y muchísimas historias que nunca sospechábamos en esa Habana de “Patria o muerte”, sí, nos vencieron.

Un año después, Eliseo Alberto (Lichi), pasaba por Santo Domingo para presentar su “Caracol Beach”, ganadora del primero Premio de Novela Alfaguara, junto a otro texto de Sergio Ramírez.

Y ahí estaban los novelistas, en la Biblioteca Nacional, presentando sus libros. Y ahí vi por última vez a don Juan Bosch, yéndose escandalosamente del acto, cuando ya el Alzheimer había hecho tremendo progresos. Y también estaba un intelectual gris, haciendo una lectura tan farragosa que no me quedó más remedio que levantarme y rogarle que por favor, no nos contara el final de una de las novelas. Todo  lo compensó, sin embargo, ese gran abrazo con Lichi, la alegría casi hasta las lágrimas, la recuperación de esa zona “Diego” habanera, la más dulce que viviera en aquellos predios. “Para Miguel, con papá, su otro Eliseo”, fue la dedicatoria que me hizo de “Caracol Beach”.

Todo esto lo cuento porque acabo de leer, de un tirón, “La novela de mi padre”.

En realidad no es novela esta obra póstuma de Lichi Diego. Es memoria, casi un libro de viajes, un diario, notas al pie de página de tantas historias en Arroyo Limón, saliendo de la Calzada de Jesús del Monte. Es el niño Lichi y sus hermanos neceando, jugando, haciendo de las suyas, mientras el tío Lezama o el tío Baquero o todos aquellos inmensos tíos también hacían de las suyas.

“La novela de mi padre” parte de unos manuscritos de Eliseo Diego, una propuesta de novela. La intensidad de las historias te hace olvidar que estás en una Historia bien real. Un recuento de días con el corazón en las manos, crónicas de desarraigos que fueron heridas nunca curadas, yendo y viniendo, en un tin Marín desde aquellos años 50 contrastados luego con aquellos “años duros” de zafras nunca alcanzadas y de un universo finalmente deshecho.

Lichi Diego tuvo la virtud de condensar la prosa, las imágenes y diluirlas tan efervescentemente. “La novela de mi padre” no es solo excelente literatura: es letra filtrada por el dolor, por las ganas de expresar tantos “te quieros”. Es una historia de abuelos, padres, hijos, en una Cuba mágica que arranca con la frustración de 1898 y sigue con todas las desazones de una Revolución que se tragó a sus hijos.