Ya había escuchado hablar de Vonnegut en Nueva York pero no fue hasta mudarme a Chicago que me arrebaté con su lectura. Aunque anterior al embrujo como tal hubo un tanteo. Fue en Myopic Books, una librería de viejo en el mágico Wicker Park. Allí vi cómo cerca de la registradora se alineaban los títulos, muchas veces la misma obra en variadísimas y muy usadas ediciones. Leí varias páginas de Slaughterhouse Five de pie y todavía me arrepiento de no haberlo comprado pero acababa de mudarme y estaban el stress y la mujer y las cajas de libros. Salí raudo de la librería y frente a dos cervezas medité sobre el bombardeo en Dresden. Era el fin del verano. Años después, en esa misma barra durante un falso verano , yo recitaba Lezama Lima con Dino Bonao, que enamoraba a la bartender, pero dejen de salivar panas míos, que es otro cuento.
Ese invierno me encontró trabajando el turno calavera en un hotel cerca del lago. Mis obligaciones no merecen ser reseñadas pero para esta historia vale la pena decir que mi oficina queda en un sótano que da al basurero del hotel. Allí se reúnen los fumadores. Yo trato de evitarlos porque para mí el fumar es también el placer de la soledad y camino diez, quince pasos más allá, hacia la parte de la acera que varios homeless han hecho lugar y territorio. Por coincidencia no había ninguno ese día. Al prender un segundo con la colilla del otro, una grieta en el muro llamó mi atención. Habían allí varios libros, recuerdo que de autoayuda y una que otra noveleta policial y entonces el colmo: una edición de Breakfast of Champions.
Más que nada, Breakfast trata sobre el desequilibrio. Dwayne es un tipo well to do, es decir con una gran parte económica de su vida resuelta. El cuadro no está completo: está la ausencia de lo familiar, ya que la esposa ha muerto y con el hijo, un pianista homosexual de cabaret, no mantiene relaciones. Del sexo se alivia con la asistente, la Srta. Pefko. Este hombre, que vive y se acepta como un fantasma, despierta un día a la idea de que es probable ser otro, de reinventarse, escapar de la pequeñez de lo cotidiano. El escapismo es un tema que me interesa bastante, por lo tanto, la lectura de Vonnegut me acerca a la nostalgia del universo Onetti en el plano metafísico y, en el plano de lo psicofísico, al laboratorio del actor de Loraine Ferrand, en donde se trabaja la tesis de que el imaginario despega desde la dilatación en búsqueda de la espectacularidad… y la espectacularidad deviene de pensarse extracotidiano. No excelso ni extravagante sino a contracorriente.
A partir de la lectura una novela de Kilgore Trout, Dwayne entiende que si hay un dios éste existe en él, en el hombre como lugar experimental de lo divino. Así, el Creador del Universo le comunica un gran secreto a Dwayne: eres el centro y todo satelita alrededor tuyo; los otros y las otras son robots.
He aquí la maravillosidad de la escritura de Vonnegut. El libro de Kilgore, uno entre una vastísima producción, no dice “Dwayne”, sino que se refiere a un lector o lectora, generalizado: quien se disponga a la lectura se convertirá de facto en el recepcionista de la voz de Dios. En cierta forma somos un poco Dwayne y un todo Dios y compartimos su locura y paranoia. Las dos líneas narrativas que definen el texto, la vida de Dwayne y los oficios y travesías de Kilgore, permiten leer a Breakfast también desde el desasosiego de quien escribe. Trout es un escritor de ficción que hasta su encuentro con Eliot Rosewater -personaje importante en la mitología Vonnegut- es totalmente desconocido, no obstante su prolífica producción. La mayoría de sus cuentos y novelas son adquiridos por revistas pornográficas de poca monta. En la escritura se deja claro que esta es la articulación de un ensayo filosófico: la escritura como el estado del orden, del bien, compartiendo carátula con el sexo abierto, el cuerpo expuesto, fotografiado más por gusto que por mera estética o bien trastornando el sentido de la estética en el mismo estado del orden. Vonnegut resume drásticamente el acto de la escritura planteando que gusto con estética, en vez de excluirse, deben aunarse y que el resultado de este apareo es el goce. El mismo, quiero aclarar, goce que resaltó Barthes en la escritura de Severo Sarduy: un lenguaje vivo gracias a la apertura de su propuesta dialéctica.
Desde el comienzo de la novela Vonnegut se identifica como escritor y personaje, presenta las cartas con las que va a jugar y a perder de forma inmediata. Recordando a Dave Eggers, puede hablarse aquí del deseo no solo de crear una ficción sino de afectar su naturaleza (des)cribiéndose al escribirse. Sería muy simple llamarlo autoficción, término del cuál me he cuidado ya antes. Prefiero en todo caso, como escritor de ficciones que también soy, hablar de crónica. La novela como recuento de la propia escritura. ¿Y la lectura? Acudo a una sabiduría de Borges relacionada con la humildad y el gozo: En la lectura es que está el gusto. ¿Y la coincidencia? Dar con Breakfast en la calle, en aquella grieta, puede ser el pie para otras historias: Soy ahora parte del destino de esta novela ya que, por la forma extracotidiana en que llegó a mis manos, el texto se cumple en mí, conmigo.
El segundo libro que leí del hombre fue Slaughterhouse Five. La novela me la robé una tarde de otro verano que sí era, en la casa de una mujer aborrecida de la vida, con una energía sexual muy mala, en un apartamento en la Milwaukee Ave. Ese verano tormenteó mucho desde un juego de ventanas que regalaba el Blue Line Train, sin parar, back and forth. Gente yendo y viniendo del aeropuerto, quizás besándose en los vagones y yo allí con aquel esperpento que no se quería dejar partir un brazo. Pero tenía buenos libros y le robé muchos. A veces la veo en la librería de mi barrio, que se llama Bucket of Blood, y me saluda de lo más que se yo, agarrada hasta el asfixie con un noviecito hipster que tiene. No le guardo rencor, si hay una vaina que te enseña Vonnegut es eso: trabaja duro, no hagas mala sangre, lee mucho pero sobre todo escribe. Escribir es lo primero.