Durante años vivimos en su cascarón. Obedeciendo sus formas en papel, pero sin su esencia. El gran triunfo de la generación que nos precedió fue vendernos el sueño de la democracia. Compramos el sueño sin reservas. Un sistema posible, con garantías y derechos. El contexto empujaba la añoranza. Represión o libertad era el dilema. Ese sistema que sentaría las bases de una nueva prosperidad. La ilusión de muchos, quizá necesaria, tendría por destino la decepción. ¿Razones? Las de siempre. Las mismas por las cuales la democracia nunca ha sabido imponerse por ley. La democracia, más que un marco jurídico, es una dinámica sociopolítica. Y es solamente esa dinámica la que hace aplicable el primero. Es una lección que nos ha resultado difícil asimilar.
El debate jurídico sobre Loma Miranda ha puesto sobre el tapete al menos dos tensiones que pueden surgir, y lo hacen con frecuencia, en el sistema democrático. A saber, la tensión entre lo técnico y lo popular por un lado, y la tensión entre lo popular y lo justo por el otro. Los diferentes participantes en el debate han trazado la línea que determina su visión sobre el deber ser. Aquella que expresa su percepción del equilibrio necesario entre el consenso político y la racionalidad técnica.
El tema de la construcción de consensos en una sociedad trae consigo diversos temas relevantes, pasando por la calidad de la información –técnica- y su comunicación, hasta la posibilidad de consensos aberrantes. ¿Todo se vale en nombre de la popularidad? Ni individuos, ni mayorías están exentos del error, ni de los demonios del alma humana. Por ello las garantías, esos intentos imperfectos de limitación del poder. Imperfectos, pues necesitan del poder y de la legitimidad para ser ejercidos con un mínimo de efectividad.
El más importante de los temas evocados por la construcción de consensos es el de quiénes participan de ella. No vale esconderse detrás de ficciones jurídicas que esconden la realidad política. Hablar del poder constituyente, decir que la Constitución emana del pueblo, cuando las personas, los intereses y las ideas que se dan cita y efectivamente se imponen en la lucha que da origen a la Constitución son difícilmente representativas de la mayoría de la población. Tampoco vale obviar la capacidad de las élites político-económicas para, amparándose en el sistema, crear murallas jurídicas contra lo justo. Así, un contrato vergonzoso desde su concepción hasta su aprobación, como lo fue el de la Barrick, pretendió encontrar en la Constitución su protección y protector. Su derrota (parcial) fue política (y fiscal).
Tampoco vale esconderse en trincheras que tratan lo técnico con ligereza. La complejidad del Estado y de las diferentes facetas de la vida de la sociedad requiere de especialistas. Cierto es que sus ideas tendrán como tela de fondo su visión sobre el deber ser (es cierto para todos). Esa subjetividad no le resta a su carácter indispensable. Aterricemos el argumento. Hoy hablamos como expertos sin detenernos un instante a conocer y pensar la complejidad de la evaluación del impacto ambiental, social y económico de este tipo de proyectos. Sin pensar en la distribución intergeneracional de los recursos económicos y naturales. Las preocupaciones son legítimas. Lo que no lo es (ni lo será) es cerrar los oídos, dar por sentadas verdades sin ponerlas a prueba, no escuchar los argumentos del otro.
No vale el doble estándar; ver en el veto presidencial la prueba del más absoluto servilismo a las élites del país, interpretarlo como autorización de explotación, y no darse por enterado del rechazo al proyecto de explotación tal como fue previamente propuesto.
No vale defender lo popular sin mirar las preferencias de las mayorías. Asumirse mayoría sin ver que los reclamos y las luchas por la protección del medio ambiente, lamentable aunque comprensiblemente, han sido tradicionalmente bandera de quienes tienen sus necesidades materiales mínimamente resueltas (minorías en RD). No vale erigirse en defensor de lo popular y negarse a reconocer la popularidad del Presidente o que la mayoría defendería la reelección, porque no conviene.
Vale, sí, abogar por que se creen las condiciones de un debate y un proceso de toma de decisión que ayude a evitar los (des)equilibrios favorables a pocos y costosos para muchos. Vale, sí, poner sobre la mesa la información disponible y hacerla digerible. Vale también (y es necesario) plantearse el dilema medioambiental en toda su amplitud, desde los proyectos mineros, pasando por el reciclaje y el replanteamiento de los patrones de consumo (porque no vale oponerse a la explotación de los recursos mientras los consumimos irracionalmente).
Pero al final del día, sobre lo que gira el debate es sobre el poder político y a quiénes benefician los arreglos institucionales de nuestra democracia. ¿Quiénes influyen en la toma de decisiones? Ésta es, sin lugar a dudas, la tarea pendiente de la construcción democrática. El deber heredado de una generación que soñó con una sociedad más justa. Y es que es la mala distribución del poder político la que explica la mala distribución de la riqueza creada y la desigualdad ante la ley.
Obsesionados con actores, perdimos de vista los objetivos. El maniqueísmo produjo ceguera, ocultó el camino. La búsqueda insensata de redentores y los aspirantes a caudillo nos alejan de la construcción de los pilares que parirán la sociedad que decimos querer. Es la falta de ciudadanos, de intereses políticos plurales con capacidad de incidir en procesos (y limitarse mutuamente), la que hace inaplicable (en toda justicia) el marco jurídico del sistema democrático.
Es hora de volver a la democracia y su debate. La democracia como (re)distribución del poder. Pensar el sistema democrático y su diseño para conseguir equilibrios óptimos. Democratizar el poder político, he ahí la cuestión.