“Se puede engañar a parte del pueblo parte del tiempo, pero no se puede engañar a todo el pueblo todo el tiempo”- Abraham Lincoln.

Son pocos los dominicanos que no conocen –y en miles de ocasiones se benefician-de las relaciones informales de poder que envuelven transacciones de diversos tipos entre el partido triunfante en las elecciones y los grupos económicos o personas o grupos de personas que de una u otra manera contribuyeron a los resultados electorales favorables.

El partido ganador, cuyos líderes principales pasan a encarnar la voluntad del Estado, pone su condición de partido gobernante al servicio de sus seguidores y financistas. Así, grupos económicos influyentes reciben ministerios y otras posiciones clave; los electores más “fajaos” empleos; otros más ayudas sin contraprestación en servicios que puedan ser demostrados fehacientemente (las llamadas botellas) y, finalmente, los amigos y familiares de los funcionarios nombrados salen premiados con posiciones bien pagadas con las que miles de dominicanos bien formados solamente soñarían.

El régimen de la Función Pública, con sus normas y reglamentos, es ignorado, aviesamente interpretado o silenciado como una incómoda espina en el zapato, especialmente cuando se trata de miles de servidores que gozan del estatus de carrera administrativa.

Sabemos que para el gobierno del cambio es prácticamente imposible terminar con las injusticias de este mundo clientelar en cuatro años. Sus antivalores y prácticas anti institucionales son consustanciales al comportamiento de las clases políticas tradicionales: una especie de carnet de identidad que las identifica con tinta indeleble.

No obstante, gobierno del cambio debería ofrecernos pruebas de que está intentando hacer algo y no contribuye en los hechos a profundizar esos comportamientos de la cultura del patronazgo. Su único mérito es proyectarnos globalmente como una aldea isleña donde las normas son un adorno obligado y las pretensiones de progreso y cambios la retórica de la reproducción política de los vicios, defectos e imperfecciones de la democracia.

Lamentablemente, de altos funcionarios oímos decir cosas muy feas y hasta políticamente poco convenientes: “llegó la hora de que los nuestros coman”;, “como los empleados de carrera no pueden ser cancelados sin justificación documentada, entonces póngale al lado a uno de los nuestros hasta que se canse por la tensión y la vagancia obligada”; “aprendan de los técnicos más sabios y desvincúlenlos en el corto plazo” y “en las instituciones con mayores niveles de empleos, busquen la forma de aplicar desvinculaciones masivas, pero graduales”.

El tabaco del clientelismo es fuerte, es veneno fulminante para la salud y el desarrollo de la democracia; es atraso heredado de los tiempos en que grupos de caudillos se mataban por el entonces pequeño tesoro nacional. Tiene el enorme potencial de convertir en miserable retórica cualquier bien intencionada propuesta de cambio de un presidente. Y la realidad que las nuevas generaciones de dirigentes y los viejos cuadros que no dejan de ver la política como plataforma de fáciles y enormes conveniencias, son los que hacen posible que todo propósito de cambios estructurales sea una lejana e inalcanzable nebulosa. Es fuerte, ¿pero hay que fumarlo irremisiblemente?

¡Pobres instituciones técnicas labradas con mucho esfuerzo y dedicación por gente honesta y calificada! ¡Pobres empleados de carrera que hoy sufren el estrés de la humillación y el desconocimiento de sus esfuerzos, conocimiento y experiencias! ¡Pobre país que siempre entregamos sin ofrecer pleito a las huestes de Gengis Kan de la política! ¡Pobres instituciones del Estado a las que siempre corresponde mitigar la crónica falta de empleos bien remunerados que el sector productivo es y será por mucho tiempo incapaz de ofrecer! Más que nunca, necesitamos de gente honrada, visionaria, capacitada, comprometida con el servicio público y con un alto sentido del deber para beneficio del bien común.