Muchas veces, cuando veo mi libro cerrado en un rincón, siento que le desconozco. Como si por el paso de los días ya no me perteneciera… Siento pena por él y a la vez por mí, por haberme empeñado en traerlo al mundo. A este mundo tan lleno de injusticias, tan lleno de persona que no quieren ver más allá de su portada. Le veo débil, pequeño, cansado de ser…
Sin embargo, otras veces, al encontrarlo, siento que ha crecido, que aun siendo el mismo, ha madurado. Lo veo alegre y danzante jugar con los demás a hacer montañas altísimas sobre los gaveteros. Esos días, decido olvidar que es una simple colección de páginas vacías. Lo tomo, e inicio el recorrido hacia ese lugar en donde nacen las conversaciones del corazón. Me habla, yo le digo lo que siento.
Muta ante mis ojos. Se convierte drásticamente en un ser en movimiento describiendo el paso de los días. Cada hoja, cada hoja es un espejo donde mi cara se confunde con los rostros de tantos que han caminado sus líneas. Sus carnes se rompen al decirse y son mis carnes, se desnuda con el paso de las palabras y estoy desnuda, allí, adentro. Cada verso es una flor que se abre en mi mano y luego soy un árbol, miles de veces parido.
La poesía transita mis caminos, la desconozco, la redescubro, es yo y yo soy ella infinitamente en un loop de sangre. Vive en mí y ese otro yo, que también me ocupa, vive extrañamente en ella, ese otro ser que de vez en cuando decido olvidar, despierta sobre versos amarillos. Huracán intimo que me despeina, me libera, me ahorca, me enreda en sus cadenas, limpia los conductos de lágrimas y me obliga a regocijarme en su fuerza.
Después de tanto, después que regreso de los paseos de la mente, siento que he hecho bien, al regalar mi mundo al mundo y soy feliz. Porque he sido valiente y esa valentía ha convertido la poesía en mi refugio. Soy feliz porque ante todo, he decido vivirla y no morirla.