Una de las constantes en el discurso político es la promesa de un futuro promisorio en manos de un candidato que se considera a sí mismo como la realización de lo anhelado. Esta promesa tiene como contexto de origen una situación de necesidad. Aquí reside el carácter persuasivo del mensaje: toca nuestro deseo de superar la disconformidad con lo real.
Esta promesa adquiere variados matices, según sean los contextos de necesidad, pero en definitiva se pueden reducir a un viejo concepto que trabaja como arquetipo colectivo: la idea de vivir bien.
Si preguntamos a diez personas qué entiende por vivir bien es probable que nos den diez respuestas distintas y que lo común a todas ellas sea simplemente el cambio o el paso de un nivel de vida a otro. Sería muy fácil argüir una dimensión antropológica en este deseo incesante de mejora en el ser humano. Tal vez sí, tal vez no. Hay ejemplos de aquí o de allí que la muestran como que la niegan. No siempre actuamos por una situación de mejora o cambio de una difícil a otra mejor. Si fuese este el móvil habría cierto grado de bienestar, suponiendo que vivir bien es sinónimo de tener un estado de bienestar, en el que estaríamos satisfechos y al juzgar por la experiencia esto no sucede.
En la historia republicana la vida política de las naciones se ha ejercido sobre la base de la persuasión a los votantes de que el proyecto político de un partido es el camino cierto a este ideal y que el de los adversarios representa lo contrario. De este modo, la autoafirmación exagerada del proyecto propio trae como contrapartida la degradación del proyecto ajeno. De esta forma la propaganda política se polariza, pero el deseo que se proyecta sobre las votantes es el mismo: el deseo de vivir bien.
Vivir bien se erige en el ideal que la comunidad política vende a sus ciudadanos. La necesidad de la seguridad y la protección a la integridad física, como cualquier otro anhelo de justicia social o mejora colectiva de los miembros de la sociedad, no son más que componentes de este universo conceptual mayor.
La diferencia entre izquierda y derecha política puede establecerse a través del concepto de vivir bien. La derecha equipara vivir bien a respeto a la propiedad, a la igualdad formal frente a las leyes, a derecho a la individualidad y a la libre expresión de esta individualidad. En resumidas cuentas, el vivir bien de la derecha es individual y cuando se enfoca desde la óptica de la colectividad suele identificarse con el Estado de Bienestar o el Estado Benefactor. Por su parte, la izquierda suele enfatizar la relación entre la justicia social y el vivir bien; la propiedad privada y el capital son los enemigos naturales de este vivir bien colectivo en donde la expropiación del capital suele darse desde el Estado en detrimento de la propiedad privada de los bienes de consumo. El sueño de la izquierda es vender la justicia social como el verdadero vivir bien colectivo.
La anatomía del vivir bien fluctúa entre las necesidades vitales y los anhelos más espirituales del ser humano. Vuelvo y lo digo: a veces sacrificando unos por los otros en el ideal; pero en la práctica anhelando uno cuando no se tiene el otro. Así que, como sucede al cuerpo humano, es mejor tenerlo todo que solo una parte del todo.
¿Quién impone el modelo de vivir bien al que todos anhelamos llegar? Nietzsche mostró cómo la vida del amo, de la élite, de la aristocracia se impuso frente a los valores del esclavo, de los de abajo, del pueblo. Con excepción del cristianismo, que subvierte la moral del esclavo en paradigma a seguir, todas las sociedades han seguido el mismo derrotero: lo de arriba sobre lo de abajo.
En la propaganda y la práctica política actuales no se vislumbra cambio alguno. La promesa sigue vendiendo porque se perpetúan las necesidades. La élite sigue defendiendo su estilo de vida como el vivir paradigmático que todos debemos seguir. Se nos educa para ello y en ello. ¿Qué nos queda? ¿Escuchar las sirenas o hacer como Ulises?