No se necesita conocerla ni hablar su idioma para amar y admirar a Francia, cuna de la libertad y la solidaridad humana. La Marsellesa, escrito en 1792  por Rouget Lisle,  y convertido en 1795 en su himno seis años después de la toma de La Bastilla, el 14 de julio de 1789 que dio inicio a la Revolución, ha servido para levantar a los franceses cuando la adversidad y la intolerancia han querido quebrar su espíritu libertario. Se le prohibió durante el imperio y la Restauración y no volvió a cantarse hasta la Tercera República. Los nazis lo proscribieron durante la ocupación entre 1940 y 1945, pero su canto ha inspirado siempre su compromiso con los ideales de confraternidad y libertad que guiaron la revuelta contra la esclavitud y la monarquía.

Quién no vibra de emoción al escuchar a la inmensa Edith Piaf cantar, con su melódica voz de contralto, esas notas que bien podrían haber sido escritas para este momento en que el terror toca sus puertas con un estremecedor legado de sangre y muerte:

 “Marchemos hijos de la patria, que ha llegado el día de la gloria. El sangriento estandarte de la tiranía está ya levantado contra vosotros (bis)/ ¿No veis bramar por las campiñas a esos feroces soldados? Pues vienen a degollar a nuestros hijos y a nuestras esposas/ ¡ A las armas ciudadanos!¡Formad vuestros batallones!/ Marchemos, marchemos. Que una sangre impura empape nuestro suelos! / ¿Qué pretende esa horda de esclavos, de traidores, de reyes conjurados?/ ¿Para quién son esas innobles trabas y esas cadenas tiempo ha preparadas (bis)?/ ¡Para nosotros franceses! Oh, que ultraje (bis) ¡Qué arrebato nos debe excitar! / Es a nosotros a quienes pretenden sumir de nuevo en la antigua esclavitud.

No es sólo un himno. Es el alma del pueblo francés; el que ha librado intensas y duras batallas por la libertad del género humano y que hoy se enfrenta nuevamente a quienes pretenden imponerle al mundo las cadenas de la esclavitud y la ignorancia.