“Este mundo va muy rápido” me comentó luego de realizar un viaje conmigo, observando y experimentando un mundo cada vez más distinto al que ella conoció. A sus 77 años es una mujer activa y curiosa que se mantiene actualizada, utiliza la tecnología y se reta a aprender y adaptarse, pero, aún así, no es fácil ni para ella ni para personas de generaciones anteriores seguir el ritmo tan acelerado con el que vivimos y estamos educando a nuestros niños y jóvenes. Y las nuevas generaciones cada vez más acostumbradas a la prisa, sin darse cuenta que no agrega ningún valor.
Sin darnos cuenta estamos sufriendo las consecuencias de la rapidez en la salud, en la familia, en la comunidad. Hoy en día es incluso difícil entender a la gente hablando pues no pausan para comunicarse con claridad, expresó mientras conversábamos. Y es así. A mi misma, que soy más joven, a veces me cuesta entender a mis hijos y a sus amigos cuando hablan (quizás esto también se debe al vocabulario que utilizan).
Nadie ni nada se detiene en el mundo en que vivimos. Cada uno corriendo y muy afanado. Muchos niños y jóvenes hasta almuerzan en el carro mientras se trasladan de un lado a otro. Las agendas cada vez más apretadas, llenas de actividades y clases desde que los niños son muy pequeños. Poco tiempo y poca paciencia cuando hay que parar, esperar, escuchar. Cuesta detenerse y hacer una pausa, disfrutar de lo que nos rodea, de una buena conversación sin celular, de momentos de juego, del contacto con la naturaleza.
De esa misma mujer, mi mamá, escuché la frase “vísteme despacio que voy de prisa” mientras crecía, sin ponerle mucha atención o darle importancia. Y ahora la recuerdo y me la repito cada vez que me veo atrapada en la rapidez con la que vivimos y como nos está afectando en todos los contextos: el hogar, el trabajo, la escuela. Hasta los lugares de comer son en su mayoría de “comida rápida” para facilitar que sigamos cayendo en esta trampa y para que pensemos que estamos ganando tiempo cuando en realidad estamos manejándolo de manera inadecuada.
La prisa exagerada pone en evidencia la falta de prioridades y de equilibrio en nuestras vidas. Generalmente trae consigo estrés y ansiedad. Vestirnos despacio implica tomarnos el tiempo necesario para realizar las cosas, pues no por hacerlas más rápido, las haremos mejor. Todo lo contrario. A mi me ha costado entender esto y todavía hago un gran esfuerzo para lograrlo. Pero no es fácil. A veces cuesta a las nuevas generaciones tener tiempo libre y disponible pues no saben que hacer con el mismo y recurren a los dispositivos electrónicos si los tienen a mano.
Aprendamos junto a ellos a disfrutar el tiempo que tenemos, a dejar de hacer tantas cosas que no son importantes y a organizarnos con flexibilidad. Enseñemos a nuestros niños y jóvenes a identificar lo verdaderamente importante, a establecer limites y a buscar el equilibrio.
Siempre digo que una habilidad importante es saber cuándo parar. Y esto aplica en todos los ámbitos y situaciones. Pero para saber cuándo parar, es necesario observarnos a nosotros mismos y prestar atención a los otros, escucharnos y estar atentos. La rapidez no nos permite hacerlo.
Cambiar de una tarea o actividad a otra continuamente no es positivo y retrasa el proceso y la finalización de las mismas. Debemos tomar decisiones sin prisa al momento de hacer las cosas y al elegir lo que vamos a atender o a lo que vamos a prestar atención. Esto es todo un reto ante tantos estímulos, pero se puede trabajar y lograr.
Vivamos el hoy, aquí y ahora, tal como plantea el psicólogo Bernabé Tierno en su libro con ese mismo nombre. No significa descuidar lo que debemos hacer ni dejar de cumplir con nuestras responsabilidades, sino tomarnos el tiempo para cada cosa cuando corresponde, sin descuidar lo importante.