Vengo de la calle. Hacia la avenida Anacaona enderezaba esta tarde una de esas esquinas próximas al parque un hombre joven, buenmozo, vestido de negro y con pelo largo teñido de dorado.  Llevaba en la mano derecha un enorme girasol de igual matiz que, supe de inmediato, no era para mí, aunque me hizo sonreír. ¿Lo vi?  ¿Lo soñé?  ¿Lo inventé?

Luego me encontré con la mujer más fea del país, que pedía bajo un semáforo de la avenida Sarasota. Tenía cara de bruja tuerta, reseco pelo gris de bruja, pardas canillas de bruja y cuadrado cuerpo de bruja; y aquellos senos marrones y mustios -también de bruja- perdidos entre los jirones de un vestido verde que se le esfumaba encima.

…se me ocurre pedirle a Dios que el rubio teñido del girasol amarillo y la bruja más fea del país puedan encontrar consuelo a sus dolores en una suavidad como la tuya…

Confieso que cuando le pasé los 15 pesos que pude encontrar rápidamente en uno de los compartimientos del Mini cerré los ojos, porque no es fácil hurgarle a la miseria las pupilas y después sonreír como si la vida para cada uno fuese color de rosa; como si el hambre, como si el sol, como si el dolor de ser casi sin ser y sin que nadie quiera encarar el espanto…

Ahora que vuelvo de la reciente batalla con un par de medallitas de bronce en el pecho y cuelgo la armadura en un rincón de este castillo, mis adoloridos pies descalzos sobre el mármol tibio claman por tus manos.

Y recordando que son ellas  el prolegómeno del cielo, se me ocurre pedirle a Dios que el rubio teñido del girasol amarillo y la bruja más fea del país puedan encontrar consuelo a sus dolores en una suavidad como la tuya; porque derecho a la felicidad tenemos todos.