La práctica ancestral de sancionar las leyes en lugar de aprobarlas en el Congreso es la causa de que muchas de ellas no funcionen o no puedan ser aplicadas a plenitud. Mismo ocurre con las sentencias de nuestros tribunales, evacuadas en lugar de ser dictadas.
La aprobación de leyes, sin importar cuán importantes sean, se da en medio en medio del ruido, no de la razón ni tampoco de la urgencia que ellas tengan.. Por eso, proyectos de vital trascendencia para el futuro nacional se enmohecen en los archivos del Congreso después de largas e infructuosas discusiones en las que nadie da su brazo a torcer, cediendo a veces a las presiones o chantajes de intereses particulares.
Esa es la causa de que en la lucha contra la corrupción se echen a rodar conceptos y valores fundamentales de nuestra estructura jurídica con tal de ver y tener gente en prisión, a costa incluso del respeto al debido proceso y la presunción de inocencia.
Nos acercamos a un nivel de irracionalidad en el que las redes sociales y no el buen sentido señalan las pautas de decisiones que pueden cambiar el sentido en que nos movemos en el ámbito político, como en el económico y el social. El valor de la oposición, importante en una democracia real, se desprecia como el papel moneda en una economía en crisis y el gobierno se cree suficiente para arreglarlo todo, sin más ayuda y criterio que su propia percepción de la problemática nacional.
A ese ritmo no avanzaremos al ritmo que imponen los tiempos y nos costará alcanzar el lugar que merecemos y necesitamos en el futuro. Nos cerramos las puertas de acceso al porvenir sin aquilatar lo que ello implica. La pandemia golpeó nuestra economía y evidenció las deficiencias en las áreas de la salud, la educación y otros sectores básicos. Y la rivalidad política terminará haciendo el resto, si seguimos empeñados en creer que alguien tiene toda la razón y el resto está equivocado.