Cuando recuerdo aquella entrevista que Marguerite Yourcenar le hizo a Virginia Woolf, pienso que es posible que Emilia Pereyra se haya hecho la misma interrogante: “¿Por qué aun se dice que las mujeres no escriben buenas novelas?”, preguntaba la inglesa. Y yo, me pregunto: ¿En qué lugar del universo estas dos mujeres, una inglesa y otra azuana, se habrían confesado sus temores? ¿Ha tenido la azuana alguna habitación propia?
Tal vez en repuesta a esa pregunta, Yourcenar escribió Memorias de Adriano en el más exquisito estilo de una voz andrógina. Sin embargo, no estuvo conforme con poner en boca de Adriano que los viajes, además de ensanchar el espíritu, hacen más culto a un hombre de Estado. Yourcenar hizo dos cosas más para las cuales el individualismo aun no tiene respuestas: tradujo al francés Las Olas y luego viajó a Londres a entrevistar a su autora, poco antes de que esta eligiese esa música que lleva los acordes del suicidio. Ya no es un secreto que la francesa y la inglesa, además tener un gran talento artístico, tenían cada una esa respectiva habitación propia e intimista como aquella que Virginia Woolf exigió para que las mujeres tuviesen aquel santuario para su creación artística. Y por ahí hay quienes afirman que, poco antes de su llegada a Londres, la entrevistadora se apersonó en el lago Ourse para que la distinguida entrevistada le entregase su alma a la quietud del silencio.
Ya consagrada como una de las cinco virtuosas de las letras inglesas, Virginia Woolf insistió en la misma pregunta: “¿Qué necesitan las mujeres para escribir buenas novelas? Ante todo, independencia económica y personal”. Resumió la pregunta y la repuesta en un círculo de conferencias sobre literatura y la mujer. Y para ello leyó nuevamente los poemas de Lady Winchilsea y las obras teatrales de Aphra Benh y de las cuatro grandes novelistas inglesas que marcaron el inicio de las mujeres en la literatura universal: las hermanas Emily, Ann y Jane Brontë, Ann Radcliffe y Jane Austen, esta última, mujer progresista que nutrió la narrativa de elementos que hasta entonces eran desconocidos, ¡no hizo más que confirmar el talento artístico de las mujeres!
Acredítese a Virginia Woolf el haber desarrollado todo un círculo de conferencias para demostrar y exigir el lugar que hoy ocupan las mujeres en el azaroso mundo de la narrativa. Y agregó: en todas estas mujeres, Woolf encontró algo curioso: todos los libros se siguen los unos a los otros, pese a nuestras costumbres de juzgarlos separadamente. Aphra Behn probó que era posible hacer buenas novelas y ganar dinero escribiendo mediante el sacrificio quizás de algunas cualidades agradables. Y el dinero —afirma Woolf— dignifica lo que es frívolo si no está pagado. Pero ante todo, Benh puso a disposición de las mujeres el más rotundo golpe contra aquellos perjuicios de que la mujer no producía buenas novelas. Todas las mujeres juntas deberían echar flores sobre la tumba de Aphra Benh quien, sin tener una habitación propia, demostró que el gran talento creativo de las mujeres, irrevocablemente, tiene que ser remunerado.
Y yo, me pregunto: ¿En cuáles grandes novelistas nuestra Emilia Pereyra se habría documentado para escribir su obra? ¿Ha sido remunerada la autora de Cenizas del querer? En cuanto a esta parte remunerativa que tanto defendió Behn, tengo serias sospechas de que la autora azuana logró conseguir aquello que tanto apreciaba Virginia Woolf: ¡Una habitación propia!
Incluso puede ser que hayamos aprendidos la lección: no podemos separar un libro de otros; tampoco debemos alejar cada época de las demás como si fueran cáscaras de árboles distintos, aunque unos hayan crecido en la estepa siberiana y otros en los tupidos bosques amazónicos. A manera de símbolo discreto, aprovecho la ocasión para dejar caer algunos de los diamantes pulidos que por ahí pudieron limar los tormentos de la autora azuana: Escalara para Electra, obra magistral de Aida Cartagena Portalatín, quien, si no ocupa un puesto entre aquellas cuatro novelistas inglesas, conjuga el tiempo, los escarceos del mito y lo mas difícil de toda narrativa: ¡el juego supersticioso de las épocas!, o sea, esa veleidad magistral a través de luces y cámaras: el cine o esa sutil radiografía de la realidad a la que llamamos “ficción”. Si, como escribía Aida: “Dos Electras para un cerebro es un tumulto”, entonces, el despecho y la fuga en la obra de Pereyra, más que adquirir el estatuto de símbolos idílicos, no dejan ser piezas solícitas para el más exigente mundo del cine. Asumo que en aquella fuente de la mocana arrojó la sureña su cántaro, como si el Norte y Sur se alargaran hacia el infinito. Para mí, tanto Emilia como todos nosotros, hemos contraído una deuda con aquella Electra que, sin pedirles permiso a Eurípides, Sófocles o Esquilo, encontró su Arcadia: ¿En Moca o en Azua?
Yourcenar recomienda volver a Shakespeare cuando se habla de autoras inglesas. Y, yo, sin ser más que un eterno peregrino que camina sin rumbo, recomiendo volver a Aida Cartagena Portalatín, quien me ha cedido su clepsidra para hacer girar las agujas mágicas del tiempo. Vuelvo a preguntarme: ¿En qué fuente se habrían nutrido ambas escritoras criollas para darnos esas dos exquisitas novelas como si los acordes místicos del destino les hubieran dictado esas fantasías narradas en estilos tan disímiles pero cuya vitalidad traspasa, al menos, los umbrales de la próxima generación? Como si la vida útil de una novela no prescribiese ante los designios de una época. No obstante, confieso no haber encontrado en nuestros predios el prototipo de una mente andrógina, de mente masculina con elementos femeninos, así como tampoco nunca fue posible saber qué pensaba Shakespeare de las mujeres.
Virginia Woolf se aferró a una discreta habitación donde atesoraba la danza de las olas. Asumo que, con las cenizas sueltas en el alfeizar de las ventanas de Woolf, Emilia Pereyra hilvanó esos lienzos que recibieron las mágicas puntadas de aquella música. Si nos detenemos a considerar el contexto de Cenizas del querer, observamos su fluidez de agua fresca hacia una fuente mágica. Su estilo nos hace pensar, alternativamente, en una escena repleta de colorido y esclarecida por cristales de luz. Nos dice que esa mujer tan sutilmente provocativa nació en el momento en que una estrella se dispuso a hacer música en el lejano sur profundo dominicano.
Probablemente, esos acordes rítmicos no tienen precedentes en la narrativa dominicana. Basta con seguir el recorrido ágil de páginas que cruzan de una escena a otra en una provincia donde, si bien el sol calienta las piedras, también la tierra y la nostalgia reclaman allí un espacio en aquella llanura vestida por el manto grisáceo de la aridez.
No sé si Emilia Pereyra tiene aun aquella habitación propia que con tanta elegancia exigió Virginia Woolf para que las mujeres escribiesen buenas novelas. No obstante, Cenizas del querer, más que poner de relieve los prejuicios de una provincia del Sur dominicano, pone sobre la mesa la idiosincrasia de la nación dominicana. Por mi parte, como lector, puedo testificar que la escritora azuana, a diferencia del ave fénix, hizo algo más que levantarse de sus propias cenizas: ¡escribió una excelente novela!