La violencia social que arropa al país, ha infectado todos los espacios de la sociedad, todos los escenarios y todos los ambientes sociales: la familia, el tránsito, las relaciones de vecindad, los espacios de divertimento, las relaciones íntimas,  las laborales y la vida lúdica, por no seguir enunciando la violencia que se deriva de los actos delincuenciales y la propia violencia de los medios de comunicación, cargados de morbo y espectacularidad, o como la violencia de Estado, que es más sofistica en sus manifestaciones, pero violencia al fin. A ello sumamos una violencia estructural de un Estado preparado para reproducir la inequidad y la desigualdad social extrema.

Esta vez nos preocupa una violencia social alrededor de una de las manifestaciones más espectaculares de la cultura popular dominicana, el carnaval. Su masiva convocatoria, su contagioso entusiasmo, la presencia en él de bebidas alcohólicas y manifestaciones al margen, cada vez más lo convierten en un espacio inseguro, violento, desprotegido y peligrosamente agresivo.

La sociología sostiene que un hecho de la realidad social aislado y esporádico, no preocupa, pero cuando se convierte en reiterado, entonces, es o se convierte en un objeto de estudio, pues su repetición sugiere un malestar social, una tendencia o el inicio de un deterioro del tejido social

Hoy son frecuentes las crónicas noticiosas de hechos violentos en los entornos de los carnavales nacionales. Hoy se hacen más evidentes los conflictos entre carnavaleros y públicos presentes y cada vez se hace visible, el divorcio entre grupos que acuden a la convocatoria y su lejanía con estas festividades, (están, pero no están en el carnaval), lo cual ha de preocupar a organizadores, autoridades, investigadores y portadores. En Santo Domingo Este, Constanza y Santiago, entre otros lugares, hubo este fin de semana, reyertas y enfrentamientos que dejaron un muerto, heridos y golpeados.

Todo aquello que atente contra la administración adecuada de una manifestación cultural tan importante, de públicos diversos, y de gran valor patrimonial para nuestro país, es preocupante. Es igualmente preocupante, el exceso de interés que ponen los grupos portadores, solo en el desfile, abandonando poco a poco, sus vínculos con las comunidades de origen, razón y validación social del carnaval.

Si bien en algunos desplazamientos de los carnavaleros hay una seguridad gestada desde los grupos mismos, no menos cierto es que sin la presencia y resguardo de las autoridades que están para eso, la confiabilidad es mínima. En muchos barrios y localidades se arman reyertas, por motivos varios: sea por exceso de alcohol, por relaciones provocativas entrecarnavaleros y visitantes o simplemente por accidentes que lo provocan. Muchos encuentros de carnaval se ven afectados por recurrentes conflictos que van permeando su divertimento y provocando cierto temor en la gente que podrían terminar por quedarse en casa y verlo por televisión, y no es de eso que se trata, sino de lo contrario, pues el carnaval sin público, no tiene sentido. Si se reduce a un simple espectáculo de televisión, no solo se pierde su esencia, sino que también impacta negativamente en este como industria creativa.

El orden público, como categoría estatal de control de espacios públicos en movimiento, es delicada, sobre todo en sociedades con tendencias autoritarias. Sin embargo, algo tenemos que hacer para evitar matar la gallina de los huevos de oro que representa el carnaval, con el fin de impulsar un divertimento sano, un apoyo al talento y la creatividad popular, un afianzamiento de nuestros valores identitarios y un medio de vida que permita generar fuentes de sostenibilidad de vida a muchas familias, que, disfrutando, pueden cubrir gastos y beneficios, con una expresión cultural que mueve millones de pesos los días que se adueñan de las calles los carnavaleros, obviamente redefiniendo su ruta de beneficiarios.

Ante tal situación, los carnavaleros deben velar por la protección de la tradición, dosificar su relación con los públicos, los vejigazos, las provocaciones, la dialógica entre carnavaleros y públicos, debe reorientarse, sabiendo todos, que el país vive una violencia social extrema, que cualquier comportamiento despierta reacciones inusitadas en el otro y por tanto, son en estos momentos los carnavaleros que deben cuidar la gallina de los huevos de oro. La catarsis que ha de producir el carnaval, no debe volcarse hacia la violencia, sino, como liberación de energías y tensiones individuales y sociales, como expresaba en su momento el folklorista Fradique Lizardo del carnaval de Montecristi.

Si bien el que asiste al carnaval sabe que es un momento en que el mundo se pone al revés, que el lenguaje del carnaval, no es políticopartidario, ni religioso, tampoco lo es formal. Ese lenguaje lúdico se apoya en el talento, el ingenio, la autenticidad y el llamativo colorido y embriaguez que trae consigo el carnavalero, es eso que disfrutamos.

Así mismo, es parte del carnaval una relación de provocación simulada entre carnavalero y público, lo cierto es que los vejigazos, forman parte de esa complicidad, hoy, por la violencia generalizada que manifiesta el país, es generadora de reacciones que han terminado en enfrentamientos con resultados lamentables en algunos casos. La sociología sostiene que un hecho de la realidad social aislado y esporádico, no preocupa, pero cuando se convierte en reiterado, entonces, es o se convierte en un objeto de estudio, pues su repetición sugiere un malestar social, una tendencia o el inicio de un deterioro del tejido social, por lo que debemos prestarle atención antes de que se enferme el paciente: la sociedad, que es el enfoque con el cual abordamos y advertimos sobre la violencia social reiterada presente en nuestros carnavales y atenderla antes de que sea tarde.