No es la primera ocasión en que se llama la atención sobre el hecho de que la violencia social en nuestro país ha ido en escala creciente hasta sobrepasar la que resulta producto de la delincuencia común y el crimen organizado. Las estadísticas son reveladoras y muestra contundente de  que las consecuencias de aquella  superan con mucho las de estos últimos.    Paradójicamente, causa menos impacto y pasa bastante desapercibida, salvo  cuando de tarde en tarde, debido a las características del hecho o la relevancia de las personas involucradas,  despiertan el interés público.

El germen de la violencia  ha ido calando y enquistándose más y más profundamente en el seno de la sociedad y convirtiéndose en factor distorsionante  del comportamiento de muchos ciudadanos.

Las pruebas son cada vez más evidentes y dolorosas, llegando a crear situaciones en extremo penosas y de consecuencias irremediables, al sacar a la superficie esa veta negativa de la personalidad humana que todos parecemos llevar dentro, pero que en condiciones normales mantenemos atada de las riendas sin permitir que vaya más allá de una muy efímera manifestación sin mayores consecuencias.

Tal, ahora mismo, con el hecho estremecedor que de manera inesperada tronchó la vida de Juan de los Santos a edad temprana, cuando todo parecía sonreirle en su variada condición de empresario próspero, figura política exitosa y alcalde cuya gestión lucía augurio de un nuevo período al frente de uno de los municipios más poblados e importantes del país. Junto a él, sangre confundida sobre el piso en que cayeron abatidos los cuerpos, la existencia de su seguridad y del matador de ambos.  La razón de esta tragedia que ha causado tanta conmoción: una aparente deuda que deja como balance tres hogares enlutados por la tragedia y doce menores que pasan a la condición de huérfanos de padre.

No menor evidencia del desbocamiento de pasiones arroja el crimen de que fue víctima ese mismo día, también horas de la mañana, Antonio Castillo, progenitor de la ex Miss República Dominicana 2014, Kimberly Castillo.  Las circunstancias: las más pueriles que pudiera imaginarse, cuando su vehículo, un camión de su negocio, al hacer un rebase impactó el costado de una jipeta, cuyo conductor zanjó la discusión en forma más trágica, provocándole la muerte de dos disparos y dándose luego a la fuga.

Son apenas dos ejemplos de un comportamiento antisocial que, cada vez con más frecuencia, encuentra réplicas por las razones más simples e injustificadas.    Una discusión por cualquier motivo, un pleito por un espacio de parqueo, diferencias surgidas al calor de un simple juego de dominó, el reclamo del pago de una deuda, disputas familiares por una herencia o entre socios por el manejo de un negocio,   una mujer que rechaza los requerimientos de un hombre o que se niega a volver con la ex pareja que la maltrataba terminan con frecuencia, uno, cuando no ambos,  en el cementerio y otro en prisión, cumpliendo una larga pena.

La conmoción originada por el inesperado drama que costó la vida a Juan de los Santos, su guardaespaldas y el matador de ambos, ha revivido el viejo reclamo del desarme de la población.  Sin dudas, las autoridades han sido en extremo permisivas y poco previsoras en la expedición alegre de licencias sin real necesidad ni justificación.  Pero sin contrariar la propuesta creemos que es tanto como buscar la calentura en la sábana en una situación que tiene raíces más profundas. En todo caso resultaría insuficiente si no procedemos a desmontar la cultura generalizada de violencia entronizada en la sociedad, que buscaría la manera de expresarse en otras formas igualmente fatales.

¿Qué nos está pasando que hemos perdido la facultad de dialogar, que es la forma civilizada de conciliar puntos de vista diferentes o de solucionar los conflictos? ¿Por qué hemos dejado de lado la sabia sentencia de que “hablando es que la gente se entiende”? ¿Es que nos estamos convirtiendo en seres irracionales, viviendo en una sociedad  que marcha rumbo a la demencial alternativa de sobrevivir los que demuestren mayor instinto asesino?

Las interrogantes rebasan nuestra capacidad de respuesta. Es tarea para sociólogos, psicólogos y psiquiatras.   A ellos las remitimos pero con sello de extrema urgencia.