Pierre Bourdieu describe la violencia simbólica en los siguientes términos: “La violencia simbólica es esa coerción que se instituye por mediación de una adhesión que el dominado no puede evitar otorgar al dominante (y, por lo tanto, a la dominación) cuándo sólo dispone para pensarlo y pensarse o, mejor aún, para pensar su relación con él, de instrumentos de conocimiento que comparte con él y que, al no ser más que la forma incorporada de la estructura de la relación de dominación, hacen que ésta se presente como natural” (Meditaciones pascalinas).

La coerción instituida es compartida y se da no como ejercicio de la intimidación en sus diversas formas, sino como práctica instaurada (como habitus) y asumida por el dominado y el dominante como un “cosa” natural. La violencia simbólica es reproducida no solo por unas estructuras sociales, también por la víctima en la relación de dominación. El dominado ajusta sus creencias, su visión de la vida, sus esquemas cognitivos en función de la reproducción del estado de dominación ya que es representado como que “así son las cosas”. Hay un elemento de adhesión involuntaria en la violencia simbólica que es importante, sin este mecanismo no tendría su carácter persuasivo y reproductor desde el propio dominado.

De alguna manera todos padecemos y ejercemos violencia simbólica sobre los otros. Nadie queda inmune al virus, por más esfuerzos que se realice las representaciones y las relaciones sociales están impregnadas de violencia simbólica. Lo mismo aplica a los de formación académica elevada como a los de poca instrucción intelectual.

Tomemos un ejemplo, Salomé Ureña fue una distinguida y respetada mujer del siglo XIX dominicano. A todas luces muy aventajada para la época y para su contexto social y cultural. Conocedora destacada de su lengua y su cultura. Sus poesías son constructos imaginados que no necesariamente obedecen a una situación similar en la vida real, aunque el motivo para algunos poemas suyos delate tal o cual momento en particular de su vida amorosa. Debemos desterrar la idea de que la poesía es una vía abierta para el alma más que un constructo imaginado y que el “yo” poético no es ficcional. La mala poesía es, en todo caso, un gemido interior que debe permanecer en la intimidad; lo que se publica debe ser catalogado como una obra estética que se da al consumo en tanto que obra de arte.  En este sentido, el yo poético que se delata en el poema es una invención porque este es un constructo verbal-imaginado, un microuniverso de producción de sentidos a través de la palabra. 

Ahora bien, el modo en que se orquesta este edificio verbal tiene como objetivo comunicar unos sentidos desde una particular cosmovisión, desde unas opciones valorativas estética y éticamente hablando. Se propone, de alguna manera, un estado de cosas posibles, un mundo posible. En este sentido propongo la lectura de algunos versos de Salomé, desde la violencia simbólica.

En el poema titulado “Quejas”, la poeta dice lo siguiente: “Y en vano, que indiscretos/mis ojos, sin cesar, bajo el encanto/de tu mirar sujetos,/fijo en los tuyos con empeño tanto,/que el corazón desmaya/cuando esa fuerza dominar ensaya”. Las palabras elegidas para tramitar el sentido de los versos delatan una posición de la mujer respecto del amado de total sumisión y recato. Ella es “flechada” amorosamente por el encanto del hombre que se muestra indiferente. Notemos cómo las palabras relacionadas con el “yo femenino” están dirigidas hacia un orden moral perturbado (la indiscreción de la mirada supone una prohibición del mirar), a la sujeción por los encantos (la dominación por seducción); la víctima se declara frágil (el corazón desmaya) mientras que el varón amado es “fuerza” que domina.

Y bajo esta misma estructuración de significados se continúa narrando el yo poético que acepta su condición sumisa. La expresividad emocional adoptada se traza en los rasgos de la violencia simbólica que queda más patente cuando al final del poema silencia su voz acongojada en estos versos: “Mas no, que mi suspiro/comprimo dentro el pecho acongojado”.

La situación de dominación adquiere tal extremo que el “yo poético” se anula a sí mismo el desahogo. Esta dominación sobre la subjetividad resulta angustiante y opresiva.