Martin Luther King decía que la violencia es un fenómeno contagioso. ¿Cómo entonces evitar su propagación y detener la multiplicación de las células que vehiculan esta enfermedad?  Cuesta quizás admitir que existe tanto una violencia pública como una violencia privada con sus características específicas. La violencia privada brota de las familias, de las escuelas, se mezcla a la violencia pública de las calles, del barrio y del Estado. Entre otros, tiene su origen en la  ambigüedad sobre conceptos fundamentales como la familia, la religión o la identidad  arrastrados desde hace siglos.

Se habla del nuevo código de la familia elaborado por el despacho de la ex primera Dama; sin embargo, el tema tabú de la poligamia endémica, uno de los flagelos que toca todas las clases sociales, debería ser discutido ampliamente antes de la promulgación de un código que va a regir  la familia. Es del dominio público, por ejemplo, que  un número apreciable de ministros, altos funcionares, militares, etc. han tenido y tienen varias casas montadas: son “católicos fervientes”, asisten a misa donde reciben la absolución de la Santa Iglesia. ¿Cómo velará el código de la familia sobre la violencia hecha a mujeres y  niños víctimas de esta situación? ¿Habrá más sanción para el que infringe la ley que prohíbe la poligamia? ¿No tendría la iglesia, que solo reconoce la familia formal, en sentido estricto, que tomar posición frente a sus feligreses sobre tan importante tema?

En los barrios populares y zonas rurales los estragos de esta situación son aun más dolorosos. El macho polígamo tiene aprobación social y es considerado un “gallo”; así, todavía hoy, se crían por ósmosis las nuevas  generaciones de varones. Alrededor del gallo se generan odios, que acaban en violencia entre las mujeres que comparten los favores del mismo hombre y se disputan los “cheles” de la comida. Se siembra así la semilla del rencor entre hermanos de padre,  educados a menudo en la misma parcela. Eso es violencia.

Los abusos, los severos castigos de padres y educadores, la violencia intrafamiliar, son otros componentes de los estallidos violentos. Son patrones aprendidos y repetitivos: los niños abusados o testigos permanentes de abusos no conocen otro modo de expresión y son más propensos a ser reproductores de violencia. La mayoría de las veces estos actos son mantenidos en secreto por razones de lazos familiares o por relaciones de vecindario: son ollas de presión que están listas para explotar.

No se puede negar los cambios positivos que se han producido en la sociedad: entre otros, las mujeres están adquiriendo mejores niveles de educación y éstas sobrepasan el número de hombres en las universidades. Estas evoluciones generan inseguridad y agresividad en hombres que no se acostumbran a los nuevos patrones de relación que se instauran. Menos sujetadas al poder económico masculino las mujeres padecen en primera línea la crisis de la masculinidad machista de sus compañeros que se traduce en el auge de los feminicidios.

Las escuelas no están ajenas a los problemas de los sectores donde están ubicadas. Por esta razón, tomando en cuenta las dificultades de los niños de los barrios más desfavorecidos, estos centros educativos deberían tener un umbral de tolerancia más amplio a las problemáticas de sus alumnos. Es violencia sacar del aula los niños con cabellos a pena largos y sin recursos para el peluquero; es violencia hacer copiar doscientas veces a manera de castigo la frase: “no daré golpes”; es violento un sistema donde la agresión verbal de los maestros atenta contra la pobre autoestima de muchos alumnos. No es integrador rechazar niños de las familias más disfuncionales, porque no tienen el tenis del color adecuado, el uniforme bien planchado o estudiantes con atrasos o discapacidades leves que no pueden encontrar lugar en otros colegios y quedan excluidos del sistema escolar. El aumento del presupuesto para la educación debería permitir ejercer una discriminación positiva con maestros capacitados en la nivelación escolar, psicólogos con especialidad en los problemas de aprendizaje, así como con trabajadores sociales.

La violencia es omnipresente en toda la geografía del barrio: adentro de las casas, en las escuelas, en la pobreza extrema, en los callejones, con el ruido ensordecedor de los colmadones, a través de las bocinas del vecino a toda hora, en la promiscuidad, la falta de luz y electricidad, los pleitos de borrachos entre jugadores de dominó en las aceras, la tenencia de armas y los disparos y el roce de la niñez desde la más tierna edad con las muertes violentas. Se añade una desconfianza generalizada en la acción de la Policía, fichada por sus exacciones, su colisión con la droga y la delincuencia.  Así, violencia privada y violencia pública se entrelazan en una subcultura de la marginalidad donde no penetran campañas de valores como “Bien por Ti”, promocionadas a golpe de derroche financiero.

Los valores del trabajo honesto y de la educación como proyecto de vida no resisten a la inmediatez del dinero mal habido y las personas vinculadas al narcotráfico son admiradas y reconocidas por una parte creciente de los moradores por su solidaridad y las ventajas que suplen. A todos los niveles de la sociedad el que “no se la busca” es considerado un pendejo: senadores, diputados y altos funcionarios con pensiones desfasadas con la realidad del país son los ejemplos y valores que nuestra clase dirigente ofrece a la ciudadanía.

Lo fundamental es entender lo que lleva nuestra gente a la violencia y a la desesperanza y actuar cada uno en su parcela. Es un trabajo de largo plazo. Debe sentirse cada día más el rechazo a la impunidad y a la corrupción, la exigencia de cambios reales y no cosméticos. Se trata de concientizar. Hay que hablar a la gente de sus problemas, no duplicar instituciones; apoyar instituciones como Pro Familia, que “busca sacar del anonimato el tema sexualidad”; despolitizar las acciones. Necesitamos instituciones fuertes, humanizadas, creíbles, sin doble lenguaje, sin tabúes y apartidistas. La deuda social no puede ser colmada por un asistencialismo que sirva  de anzuelo electorero cada cuatro años ni por golpes de efecto clientelistas y poco institucionales, práctica que se perfila en los viajes sorpresa del actual presidente de la República, en los que se ofrecen soluciones parciales a problemas de fondo.