Hace unos días apareció un encabezado de prensa  referido a los cambios de hábitos de los dominicanos ante el incremento de la violencia en las calles. Ciertamente sería un tema de estudio si tuviéramos  organismos competentes interesados en el flagelo mundial que la OPS ha definido como epidemia y declarado un problema de salud pública, dispuestos a tomar ese diagnóstico  para acciones concretas.

Pero la realidad es que desde hace unos años hemos ingresado en una especie de automatismo social en donde los organismos estatales han pasado a ser incompetentes para dar respuesta a los problemas nacionales, y no por falta de recursos sino por apatía y ausencia de planes.  Quien esto escribe lleva ya más  de diez años con un proyecto de mitigación de la conducta  violenta, buscando a quién regalarlo.

La  conducta colectiva ha dado un vuelco y afecta no sólo al individuo,  al núcleo familiar, al desempeño laboral, sino a la vida social en general. Perjudica también a la economía. Un sujeto en estado permanente de estrés con rasgos paranoides inducidos por el clima de inseguridad, tendrá un bajo rendimiento en sus obligaciones. El impacto de la violencia en el PIB es un tema pendiente. Mermado el desempeño, incrementado los índices de hospitalización, desintegrada la familia y aumentada la orfandad, habrá incremento del gasto.

Todos estos elementos son indicadores de una variable fatal para una nación; se trata de la anomia social, tema al cual nos hemos referido en otros artículos.  Y es ahí donde la cuestión empieza a enrarecerse. Siendo uno de los más visibles componentes de la anomia la ausencia de un régimen de consecuencia, y agregando a la violencia sin freno falta de planes, carencia de autoridad y miedo, la conducta colectiva desciende, por caída libre,  a la turba y el linchamiento.

Los delincuentes, con acceso a armas de fuego, nuevas estrategias de asalto, conducta psicopática de impiedad y desprecio a la vida, y unido a esto los “ciudadanos” “organizando”   violencia reactiva azuzada y justificada por opinantes sin formación en ciencias sociales, van gestando una guerra  de baja frecuencia.

La energía social sin objetivos, la masa sin cantera que canta Silvio Rodríguez, elicita conductas  reactivas atribuibles a un invisible yo colectivo donde se solapa la frustración de los individuos, las bajas pasiones, el miedo, la desesperanza, mientras los administradores de las instituciones estatales se pasan todos los días del año en politiquería barata.

La necesidad de responder a la agresión real que representa la escalada  delincuencial puede estar seguida de respuestas individuales a situaciones imaginarias, lo que aumentaría el peligro y la ansiedad.  El grupo amorfo no es una sociedad. El individuo ingresa a la cultura por vía de la represión de sus pulsiones primarias, pero éstas se desencadenan cuando el sujeto se disuelve en la turba y da rienda suelta a su primitivismo dormido.

Las autoridades no deben cruzarse de brazos y dejar que la horda sustituya a la sociedad organizada.  Urge una respuesta a todas las manifestaciones asociales. Para ello el primer paso es el cumplimiento de las leyes que nos cohesionan.

No es posible pensar un grupo humano sin que tengan en común normas de conducencia. Antes que proponer la violencia reactiva como respuesta a la delincuencia debemos escuchar a los especialistas en seguridad que hace rato nos reclaman la especialización de la policía.

Si cualquier ciudadano puede ejercer “justicia” la inseguridad aumentaría de manera exponencial, todo sujeto armado podría realizar su propio juicio sumario, hasta el vecino sería un riesgo. Acontecimientos trágicos en países donde las armas se adquieren en los supermercados, nos advierten que el desarme es lo racional, identificando primero el trasiego ilegal.

Hablamos demasiado sobre el tema sin que se vislumbre un plan real contra los indicadores de la delincuencia y las demás formas de crimen. Por el contrario, construimos cada día una sociedad violenta que aún no alcanza su punto de ebullición, pero podríamos levantarnos un día y lamentarnos por lo irrecuperable.   Construyamos hoy el orden en el que merecemos vivir.