Ninguna medida de tipo asistencialista como distribución de televisores, cenas navideñas, entrega de canastas, de juguetes de Reyes, reconstrucciones al vapor podrá borrar -como por arte de magia- lo sucedido en Villas Agrícolas una mañana de diciembre de 2018.

Nos decía el viernes una abuela, cuyo nieto de 4 años estaba en el CAIPI en el momento de la explosión, “él iba solo al baño y ahora de noche hay que ponerle pampers, él prefiere hacer sus necesidades al pie de la cama antes que ir solo al baño. Cualquier ruido lo hace brincar y llorar, pensé que eso le iba a pasar, pero no se ha mejorado”.

Y una facilitadora de la Fundación Abriendo Camino, madre de una joven de 19 años , expresa angustiada, “estoy preocupada porque mi hija no duerme y no me deja dormir, repasa en su mente la explosión y el momento que, sola en la casa, sintió la casa estremecerse y se mandó como una loca a buscar a sus pequeñas sobrinas en sus escuelas, sin saber bien qué hacer con ellas. No hay tiempo para la salud mental; nosotros estamos en la sobrevivencia, en tratar de conseguir como colmatar los daños que se nos han hecho para poder proseguir con la mala calidad de nuestras vidas”.

Prácticamente el único tema de conversación de los vecinos es el de comentar a quiénes pagaron, cuánto pagaron, cómo hacerse pagar.

Muchos se preguntan por qué algunos fueron resarcidos con creces mientras otros esperan todavía el primer pago, e incluso otros hasta acaban de recibir un reajuste.

Ningún actor ha salido ileso de esta tragedia de consecuencias multifacéticas que además de luto, heridas y traumas ha dejado un sabor amargo, ratificando las debilidades de nuestro sistema. Desde el mismo día de la explosión, salieron a relucir las claras diferencias entre las organizaciones sociales, las juntas de vecinos, los llamados comunitarios que revelaron su poca representatividad, sus debilidades y sus antagonismos dejando claro que se trata de un sector que no ha logrado construir organizaciones sólidas, sanas, capacitadas.

Una organización comunitaria es una entidad que busca resolver problemas que afectan a la comunidad y desarrollar iniciativas útiles para sus miembros. Debe estar del lado de los intereses de cada uno de los vecinos y no de los seguidores particulares de los dirigentes. Esto exige la participación y articulación de actores organizados y capacitados entre los cuales deben existir lazos de confianza, reciprocidad y cooperación.

Si bien nadie estaba preparado para una tragedia de la magnitud de la producida, es evidente también que la opción de trabajar de manera transparente y coordinada en el interés de cada uno de los afectados no fue la que primó.

Lo que se ha visto es “bulto, allante y movimiento”, un liderazgo débil, personalista y clientelar que ha preferido la opacidad y la vociferación. Partiendo del supuesto que, en medio de la suerte de caos que sucedió a la explosión, “quien parte y reparte se queda con la mayor parte”.

Lo que subyace hoy es un sentimiento de amargura por el trato desigual, por lo que les tocó a los unos y no a los otros, sobre todo por la falta de transparencia y de amparo.

La impresión que queda es que se precipitaron a repartir electrodomésticos, dinero y cheques sin control, como para sobornar a la gente para que no siguieran haciendo declaraciones a los medios de comunicación, para que no hubiese movilización social.

No se realizó un mapeo fidedigno, casa por casa, de los daños reales a pesar de los múltiples tasadores que han recorrido el barrio. A una de nuestras facilitadoras le dijeron textualmente: “te pongo en una lista para que puedas terminar tu casa; deja de ser moralista y arcaica, con eso no vas pa’ parte”.

En la antigua calle 30 todas las casas han sido reparadas o reconstruidas, que hayan sido afectadas o no: “ha sido tierra de nadie y negocio de todo el mundo. Les suministraron placebo, calmante y sedante”, nos dijo una psicóloga del sector.

“A los callejones 19 y 21, les dieron de todo, les cubrieron por mucho sus daños: ventanas corredizas, puertas hasta las del perro… En este proceso se colaron los avivatos, los que trajeron el televisor dañado de su abuela para conseguir uno nuevo, los que cobraron como propietarios y como inquilinos y que ya tienen la boca tapada a pesar del miedo que cunde… Claro que no queda dinero para la gente honesta. La Félix Evaristo Mejía ha sido la cenicienta del proceso… Cuando la gente vio que el dinero corría frente a sus ojos se aprovecharon”, manifiesta uno de los moradores de la calle 32.

Según otro testimonio, “en medio de tantos tumultos y oportunidades los que nunca consiguieron nada vieron en esta desgracia una oportunidad de tener una casa mejor, de concreto y de dos plantas, de tener una TV plasma, una lavadora, una nueva nevera. Otros dejaron caer blocks sobre sus carritos viejos para reclamar uno nuevo. Otros, que andaban a pie, salieron a comprar un carrito con los cheques que ofertaron en la comunidad, sin pensar que si ocurre otro episodio igual o peor quizás ya no podrán contar su historia o ir a reclamar”.

El chisme se ha apoderado del barrio y lo divide entre los que entienden que era una oportunidad de sacar ventajas y otros que dicen que no todos piensan igual, que si el barrio hubiera estado unido nadie habría aceptado dinero de manera desorganizada, que el derroche de dinero es un modo de dividirlos y acallarlos para que no piensen en la integridad de las familias.

En consecuencia, el trágico acontecimiento ha tenido también como impacto el de fracturar aún más el tejido social sumamente frágil de Villas Agrícolas. Confirma la inmensa labor que queda por delante para educar, a todos los niveles,  para elevar la conciencia colectiva e individual, organizar una sociedad que va de capa caída, para empoderar la gente en sus derechos, para educar en ciudadanía, para fomentar la participación.

Lo sucedido conforta más que nunca en la necesidad de forjar niños, niñas y adolescentes educados en valores, pensantes y críticos capaces de promover los cambios y de entender las apuestas de mañana contra una corrupción generalizada que permea todos los estratos sociales y que, al final de cuentas, deja desprotegida la gente más sana y los menos tígueres.