Tanto el Canciller Miguel Vargas Maldonado, a quien hay que reconocerle una laboriosa gestión para lograr que el país fuese excluido de la llamada “lista negra” en la cual figuran los países acusados de desconocer los derechos humanos, como el presidente de la Junta Central Electoral, doctor Julio César Castaños Guzmán, han expresado un vigoroso y justificado rechazo al pedido de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos para que el gobierno deje sin efecto la ley 169-14 que estableció el procedimiento para que extranjeros residiendo de manera ilegal en el país pudieran regularizar su estatus migratorio.

Esta réplica, que ha encontrado eco en otras voces y sectores, no guarda la menor relación ni está inspirada en sentimientos de xenofobia ni rechazo racial a la masiva presencia de naturales haitianos en el país, muchos de los cuales han entrado y entran de manera ilegal, ya sea burlando la vigilancia fronteriza, ya utilizando los servicios de mafias que en complicidad con dominicanos, apelan al soborno para mantener su lucrativo negocio.

Esta postura se basa exclusivamente en  el hecho de que a la República Dominicana, como nación libre e independiente, le corresponde como a los demás países ejercer el derecho de establecer sus normas migratorias como privativo ejercicio de soberanía, en tanto estas no violen esenciales derechos humanos.

La ley en cuestión representó una alternativa para tratar de al menos aligerar la grave situación creada por una irregular situación migratoria proveniente del otro lado de la frontera, que amenazaba convertirse en una seria crisis y proyectado sobre la imagen internacional del país, la falsa impresión de una sociedad xenofóbica, donde la comunidad haitiana era sometida a todo tipo de persecuciones,  atropellos y vejámenes, fruto de una interesada campaña de descrédito.  Fue, como se dice vulgarmente, la alternativa para encontrarle un bajadero al problema.

Mal que bien, ese singular instrumento legal, ha restado presión a la olla creada por el caos migratorio, y dado oportunidad a que más de un cuarto de millón de haitianos puedan legalizar su residencia en el país.  Demoras registradas en su aplicación, que han representado mayores costos para el Estado Dominicano, se han debido fundamentalmente a las dificultades de los mismos para lograr que el gobierno de Haití les provea de sus documentos de identidad.

Precisamente en este sentido, el presidente del Consejo Dominicano de la Unidad Evangélica, Fidel Lorenzo Merán, reclama de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos instar y gestionar con las autoridades haitianas que documenten a sus nacionales, señalando con sobrada razón que en la medida en que no lo hacen están contribuyendo a su apatridia.  Es una propuesta lógica que, por lo general, evaden quienes cargan la responsabilidad del problema exclusivamente sobre la República Dominicana.

Plantear la derogación  de la ley como pretende la Comisión no solo sería absurdo y negativo, si no que cualquier presión que se pretenda ejercer sobre el país en esa dirección, tanto en el plano doméstico como internacional, sería una inadmisible acto de intromisión,  un atentado a nuestra soberanía y avivar las llamas de un innecesario conflicto entre dos pueblos y gobiernos que, respetando sus diferencias, por imperativo geográfico y elemental sentido común están obligados a tratar de convivir si no en amistad, que sería lo recomendable, al menos en razonable armonía.

De saludar la tajante y oportuna declaración del Consultor Jurídico de la Presidencia, Flavio Darío Espinal, asegurando que el gobierno defenderá el orden jurídico y que al presidente Danilo Medina no le anima el menor propósito de modificar la ley 169-14, ni promover cambios en el ordenamiento  que regula la inmigración y el otorgamiento de la nacionalidad.