Marxio Vargas, en un artículo publicado en la Revista Libre Pensamiento el 21 de febrero de 2015, revela que la Secretaría de Defensa de los Estados Unidos ha admitido dos derrotas militares, según sendas placas que aparecen en uno de los pasillos del edificio conocido como El Pentágono que alberga las oficinas de la estructura militar más poderosa del planeta. La primera fue en Nicaragua frente a la resistencia liderada por Augusto César Sandino; y la segunda en Vietnam, que tiene como símbolo indeleble de la historia, la salida de funcionarios estadounidenses desde helicópteros que les recogían en el techo de la embajada de los Estados Unidos en Saigón, hecho que colgó en la bitácora de la patria de Ho Chi Ming una segunda victoria; la anterior fue contra el decadente imperio Francés.

La retirada de Estados Unidos de Kabul en una especie de "deja vu" que traslada la sorpresiva salida de diplomáticos al techo de la embajada estadounidense al Saigón de 1975, parece destinada a una tercera tarja para los pasillos del Pentágono y a una lápida más para “el cementerio de los imperios”, como le recordó uno de los líderes del Talibán a Donald Trump, luego de que éste afirmara que la victoria aliada estaba cerca; una afirmación que se diluyó en Qatar en febrero de 2020, cuando el mandatario de EE.UU. hubo de sentarse a negociar la salida de las tropas de ocupación a cambio de que Afganistán no fuera utilizado como refugio de terroristas que tengan como objetivo a su país.

Trump, al momento de anunciar el cercano triunfo de Occidente en Afganistán, no imaginaba aquel acuerdo con los talibanes en el que se definió un calendario de salida en 14 meses a partir de la firma de lo convenido; no imaginaba que otra tumba interventora se cavaba en el mismo lugar que Alejandro Magno cavó su intervención, admitiendo que aquel era un pueblo difícil de vencer; pues él, sabiéndose un conquistador cuasi inexpugnable, escribiría a su madre que, si ella dio a luz un Alejandro el Grande, cada madre afgana había parido el suyo. Los británicos, dos mil años después -en 1842- comprobarían que el valor de los guerreros afganos  descrito por aquel conquistador de dimensiones épicas, los pondrían a tallar su propia lápida; hecho “luctuoso” que se repitió con el glorioso Ejército Rojo, clave para la derrota de Adolfo Hitler y sus aliados, “heroico e indestructible” que inició su retirada de territorio afgano a finales de los 80 del pasado siglo, tras 10 años de ocupación en la que se calcula que perdieron la vida entre 600 mil a 1 millón de civiles y más de 100 mil entre miembros del ejército regular, rebeldes y soldados ocupantes; cuestión que desgastó a la Unión Soviética y llevó a Mijaíl Gorbachov definir el conflicto como un error político.

Quizás esta intervención estadounidense fue menos cruenta en términos de pérdida de vidas, pues según algunas informaciones servidas por los medios de comunicación, en el conflicto bélico murieron cerca de 200 mil personas; algo más de 150 mil afganos, entre soldados del ejército, rebeldes y civiles; poco más de 6 mil 500 estadounidenses: 4 mil contratistas civiles y 2 mil 500 soldados; números muy bajos para algunos analistas que entienden se pudiera estar ocultando la cifra real, juicio que basan en el hecho de que durante la guerra en Irak el gobierno de Estados Unidos prohibió tomar imágenes de los ataúdes que llegaban a territorio estadounidense, a los fines de no causar alarma en la población ni bajar la moral de las tropas y evitar que creciera una oposición al conflicto que provocara una división de la sociedad como ocurrió durante la Guerra de Vietnam.

Pero más allá de las vidas, el conflicto causó a Estados Unidos un desgaste económico como el que sufrieron los soviéticos y, en ambos casos, en una coyuntura de declive como potencias hegemónicas; pues ocurre que según la revista Forbes, esta guerra en Afganistán costó a los estadounidenses 300 millones de dólares diarios, que sumados a 20 años se eleva a la alarmante cifra de 2 billones de dólares,  que no produjo la economía de ese país en su totalidad por lo que hubo de recurrir a su financiamiento. Y ya, según el medio citado, el país ha tenido que pagar 500 mil millones en intereses, los que se seguirán pagando y que para el 2050 representarán 6.5 billones de dólares. Es decir, que los efectos de la guerra con Afganistán seguirán gravitando hasta el 2050 -en términos económicos, porque podría haber consecuencias de orden político de más largo plazo- en la vida del pueblo estadounidense, pues, de acuerdo al cálculo de la revista, de hoy, a mediados de este siglo, cada ciudadano deberá pagar por esos intereses 20 mil dólares.

Lo curioso e interesante de estos hechos es que Al Qaeda y los talibanes son el producto del entrenamiento y financiamiento de los Estados Unidos, que contribuyeron con la creación de grupos armados en la región para que sirvieran como fuerzas de choque a los fines de hacer “más eficiente” su estrategia geopolítica en Asia Central, basada en la contención o prevención de la expansión de otros países para producir la propia, aunque recientemente el presidente Joe Biden haya manifestado que la finalidad de intervenir en Afganistán no era imponer los valores occidentales, sino combatir el terrorismo. Lo que sí queda claro es que el país interventor no pudo crear las instituciones que garantizaran su influencia después de su salida como ocurrió con Corea del Sur, Japón o Filipinas, para poner algunos ejemplos.

Pero es posible que ya Estados Unidos no esté en la capacidad de reproducir lo que creó en pleno auge de su poderío económico y militar. Ahora debe concentrarse en las fuerzas emergentes que amenazan su hegemonía, sobre todo en China, que lo desplaza en términos de ampliación de los mercados, en innovación tecnológica e impulso de la ciencia, y que, además, va a la caza de su PIB. Es que ahora debe concentrarse en la cohesión de su sociedad, fracturada y “bananizada”, porque ninguna potencia está en capacidad de liderar o co-liderar el mundo desde una sociedad dispersa e incluso enfrentada como lo demostró el último proceso electoral y la crisis derivada de él que, sin lugar a duda, tiene su origen en la profundización de las desigualdades que provocaron las reformas estructurales del presidente Ronald Reagan.