Desde que comenzaron a publicarse poemas de un joven llamado Juan Sánchez Lamouth nos interesamos en él. En aquellos años uno se daba a conocer en los suplementos literarios, que aunque no eran tan abiertos como los medios de principios de siglo que publicaban lo que producía la juventud inquieta del interior el país por lo que no había fronteras provinciales como luego sucedió hasta que empezamos una campaña en defensa del escritor provinciano desde los años sesenta que volvió a abrirnos las puertas, pues bien, en 1959 vine desde Villa Altagracia donde era Fiscalizador del Juzgado de Paz y en La Cafetera, al fondo, había un muchacho de tez oscura (Color: negro latino, diría el propio autor más tarde en un poema) que leía a Paul Verlaine en compañía de Manuel Valerio. Aquello me fascinó, como ya había hecho publicaciones de poemas en el suplemento de uno de nuestros periódicos, ambos me dijeron que me habían leído y deseaban conocerme. Aquello fue, como se dice, amor a primera vista: Hubo el flechazo de una amistad que duró toda la vida de ellos dos.
Salimos de allí Conde arriba hasta la Isabel la Católica en un restaurant El Democrático o algo así donde seguimos bebiendo y hablando de literatura.
Hecho el contacto aunque me habían trasladado a Mao cuando la hicieron provincia Valverde y en Villa había conocido a Luis Alfredo Torres que trabajaba en el Museo cuando estaba en las Atarazanas, venir a Santo Domingo a condear un poco era obligatorio, encontrarse con los poetas era lo más natural del mundo. Culturalmente hablando, ciertamente, era la única calle del país.
Había enviado al El Caribe un artículo atrevido sobre “La Crisis mundial poética” y pensaba que saldría publicado ese domingo. Juan ya había escrito su primer libro que se “paraba solo como un hombre”: ‘Canto a la Provincia Trujillo y otros poemas’, que realmente era un homenaje a la primera gobernadora provincial del país, la doctora Josefina Pimentel Boves, a quien llamaba Hoppy, que fue su más grande e imposible amor. Recordemos aquello de: Una rosa no puede ser tan fina,/ La rosa con ser rosa, para ser más hermosa:/ aún le falta llamarse Josefina.” Que, siendo también mi musa otra con el mismo nombre, nos hermanó más, a pesar de lo ocurrido años después.
Guancho o Juancho decidió que debíamos amanecer bebiendo. Salimos en un taxi hasta donde terminaban las calzadas de la nueva calle 17 que luego llamarían Padre Castellanos pero el pueblo nunca le quitó este nombre y sigue siendo La 17. Vivía cerca de donde está actualmente el Puente, con poca o ninguna luz bajamos resbalando a la derecha hasta su casa de “La Aldea” como llamaba a ese sitio, en su hogar humilde su madre dormía, acostumbrada a que su hijo llegara a altas horas. En su biblioteca que incluía muchos autores modernos y antologías, tanto que me regaló una de poesía francesa y un libro de Cesare Pavese, aunque más tarde me diría que fue un préstamo.
Allí me contó que un día llegó Hoppy a visitarlo en su carrazo ante el estupor de los aldeanos. Él no podía viajar a San Cristóbal por orden de don José Pimentel que había dado la orden de que si cruzaba el puente de Nigua lo hicieran prisionero, opuesto a que se enamorara de su hija: “Ya hay bastante prietos en la familia”, de modo que me dijo: “Estoy exiliado de la Provincia”.
Muchos años después, le pregunté a doña Josefina Pimentel Boves (cuyo primer esposo fue Pedro Livio Cedeño de los héroes nacionales que mataron al Jefe), diciéndole como le decía: Doña Hoppy, qué había sido de ese amor loco de Juan, y me dijo mirándome a los ojos: “Yo amé a Juan”. Con ello creo mi querido amigo tuvo motivos para ir a la taberna del infierno que le quedara más cerca a darse un buen jumo.
De ahí regresamos a pie hasta los bares sombríos de Villa Consuelo donde él era un ídolo de la muchachada bohemia que le decían Juancho. Terminamos bebiendo hasta que ya en la madrugada me dijo: ‘Es hora de bajar’. Por aquella ciudad sin un alma en la calle que no fuera alguna patrulla o algunos chulos o putas por la José Trujillo Valdez bajamos a pie, nos refugiamos en el Parque del Almirante a esperar la salida del periódico.
Ese día se publicó mi artículo y un poema suyo que empezaba: “Perdió mi libro el premio/ y era un hermoso sol sobre las hojas muertas”. A esa hora, tres y media de la mañana salieron los canillitas. Ese fue, que recuerde, mi primer trasnoche y a lo mejor el único de mi largo ejercicio de la bohemia etílica cultural.
Nuestra amistad fue íntima, muy cercana. Juan estaba en todas partes. Uno de nuestros últimos encuentros fue en el Hipódromo cuando el fervor por Felo Flores, la única vez que fui hipista, que me vio en el palco y subió a decirme que abandonara la provincia y me viniera aquí “donde hacen los cheques”, que él tenía una pequeña revista con el curioso título de Avante y le entraban cuatrocientos pesos, dándome un consejo poético: “Cuando vea una mujer que le gusta la poesía, atáquela con poemas que cae.”
Contar la forma como un grupo corregíamos sus pruebas de imprenta o charlábamos de poesía no tendría la misma gracia de lo que aconteció después. Juancho publicó ‘El Pueblo y la Sangre,’ con él que ganó el Premio Nacional siendo Héctor Incháustegui Cabral Director de Bellas Artes con un jurado formado por Manuel Rueda, Rubén Suro y Domingo Moreno Jimenes. De más está decir que no fue un unánime. El premio estaba dotado de mil pesos, una buena suma. Pero él razonó: Si me lo dan, me lo bebo. De modo que habló con don Héctor que lo admiraba, y le dijo: “Dile a Donald que me dé por ese cheque un carrito. Lo pongo a conchar y me defiendo mejor”. Así tuvo su primer carro y chofer, viajando al interior donde tenía muchos amigos. Me visitaba en Pimentel, donde fue varias veces; allá le hicimos un homenaje cuando ganó el premio. Después de su muerte le hicimos los de Amidverza al mes de fallecido la Primera Misa Lírica Profana en El Ateneo Popular.
Podría pasar horas hablando de las anécdotas de Juan. Pero salvo algunos encuentros memorables en Los Mina, que fue su “nueva aldea” al lado del cementerio viejo en el Ensanche Felicidad. Allí conocí a su madre, a su compañera de vida y a su hija Margarita a quien alguna vez llevó a mi pueblo. Lo determinante como dije al principio fue cuando supo que había casado con mi Josefina, que no era una Hoppy, pero sí mi Sultana, mi Sulky amada. Ella me oía hablar de Juan y me había dicho: “No me gusta que te juntes con él porque no es una buena compañía para ti.” La fama bohemia de mi querido amigo era un problema. Me visitó en mi oficina y me dijo: “Lléveme a conocer a su esposa”, le dije: “Juan, ella no quiere saber de ti; cree que eres mala influencia para mí vamos donde Andrea la Tostonera como siempre o al bar del parque” “¡Ah sí” me dijo a su vez: “Si no me lleva a su casa no vuelvo a esta maldita aldea. ¿Con qué mujer del Diablo se ha casado usted que no quiere saber de los poetas?”.
Jamás volvió a mi pueblo, pero nuestra amistad siguió campante. Mi mujer cuando se lo dije vivió lamentando siempre que no me atreviera a llevarlo a casa porque hubiera tenido algo que contar. Y ciertamente, ahora no es ella sino el país que tiene ese algo para contarlo siempre: En la Feria del Libro se ha publicado una selección en la Colección Biblioteca Dominicana Básica (BDB) el Ministerio de Cultura en su Editora Nacional con estudio de Manuel García Cartagena, selección de Cayo Claudio Espinal y José Enrique García (tres poetas importantes que de seguro hubiera admirado Juan) con el título de ‘Presencia de los frutos’ que fue uno de los más vendidos. Con ello se le ha hecho, no solo un homenaje, sino un acto de justicia. Las nuevas generaciones pueden disfrutar a Juan Sánchez Lamouth uno de nuestros poetas esenciales.