Es de entender que mucha gente –tomemos alguien de San Francisco de Macorís, o de Nagua–, esperan las remesas de sus familiares de Nueva York, lugar donde la pandemia ha sido apocalíptica.

El pescador que va a la playa todos los días, tendría que seguir yendo a costa de arriesgar su vida? No tiene otro ingreso que el de la regateada venta de pescados.

Antes de la pandemia, en una playa de la costa norte, uno de estos pescadores me decía: “una diputada quería quitarnos el negocio”. La diputada había ido al lugar, y había intentado impedir la pesca en época de veda. El pescador me decía: “no pescamos los que están en veda, pero nuestro negocio peligra”. El aparataje dispuesto por la diputada había sido elocuente: policías de armas largas y varias camionetas. Había sido un lento proceso de intimidación para que desistieran de la pesca. Nada que hacerle: tendrían que volver a sus viejas andanzas en el mar. Le pregunté: “a qué hora salen a pescar mar adentro?” Me respondió que a las seis de la mañana estaban listos. No solo él se metía sino que tenía un equipo para hacerlo.

Toman las lanchas y se internan mar adentro –como decimos–, y no retornan sino pasadas varias horas. Regresan para vender el fruto de su peligroso trabajo. La pesca se vende en la misma playa. “Es algo imposible que esa mujer nos quiera quitar el negocio”, decía con la mano en un arpón viejo pero todavía útil. “No estamos armados”, me confesó esa tarde. 

Así como el pescador, existen muchos ciudadanos que intentan salir a la calle en tiempo de cuarentena. Las microempresas también quisieran funcionar a toda hora. No todos reciben dinero desde Nueva York. Uno se pregunta cuál es la cantidad de dominicanos que recibe ayuda económica de dominicanos residentes en el extranjero. Las fotografías de lo sucedido en Nueva York eran temidas. Las cifras eran apocalípticas, como han mostrado medios de todas partes del mundo. 

Lo que hace ese pescador de Nagua lo hacen otros pescadores en otras regiones. Se levantan al amanecer y se van en sus embarcaciones –las que conocemos aquí como yolas–, a pescar la comida de sus hijos. Retornan muchas horas después, con las redes llenas de peces, ostras y ostiones.

“Han pescado alguna vez una estrella de mar?” “Sería eso un símbolo de algo?” 

La diputada no habría regresado al lugar, pero no sabemos si el pescador había buscado la defensa de algún político amigo. Era –el pescador, con mucha intención–, del PRM y la diputada era oficialista. Ese día que fue a la playa tenía la intención de llevárselos presos a todos. Es la lejana lucha del hombre con su medioambiente. Entre la pregunta y la afirmación, le dije “se pesca mucho aquí”. Me contestó que eso era poco: lo que tenía puesto en las tramerías y en las neveras portátiles.

Otros que no hacían la pesca esperaban a que vinieran los compradores. No era terrible lo que había sucedido, pero el pescador decía que había sacado un permiso oral para poder sobrevivir de su legendario oficio.

Tiene más de cincuenta años, y varios hijos pequeños. Su esposa lo ayuda en las tareas del hogar. Otros van a la costa y tiran sus redes en la orilla, donde pueden pescar uno que otro pececillo. No es igual que el que se mete a profundidad, y que se ve casi solitario en el vasto océano. Alguno preguntaría: pero pescan a todo pulmón? Son muchas las preguntas que surgen. Llevan una red y, bajo el intenso sol del caribe, capturan fenomenales ejemplares. Es un modo ancestral de vida.

“Hay días en que la pesca se hace grande!”, me dijo y me mostró un ejemplar de la pesca de esa mañana.