Donde quiera que voy escucho siempre la misma pregunta, formulada a veces con sorna, rabia disimulada e impotencia, por empresarios de todos los niveles: ¿Cuántos políticos están en condiciones de probar la legitimidad del patrimonio que poseen? Si se analizara el caso por los salarios añadiendo incluso los “incentivos” y otros privilegios que el Estado les permite y en ciertos casos se auto asignan, habría que convenir, muy lastimosamente, cuán pocos de ellos pasarían la prueba.
El problema es que en este país por décadas todo les está permitido por cuanto un puesto público es el camino más corto y seguro al enriquecimiento, sin necesidad de dar explicaciones y asumir el costo. En cualquiera otra parte del mundo democrático esa práctica está sujeta a severas sanciones legales y a la repulsa moral. En cambio, en nuestro país los ciudadanos que han tenido la oportunidad de prestar sus servicios al Estado y han atravesado esa experiencia sin tocar lo que no les pertenece, por lo regular no gozan después del aprecio público del que se hacen merecedores por su buena conducta social.
El poder atrae y quienes lo ejercen han sabido aprovecharse de la debilidad institucional que ha hecho una costumbre preferir un buen y confiable amigo en el Palacio Nacional a un estado firme de derecho, garante de las libertades ciudadanas y, por ende, de la actividad empresarial. Por esa razón, las elecciones son especies de circos con aspirantes a cargos en el Congreso y los municipios disputándoselos como si se tratara de vida o muerte. Por eso, los candidatos presidenciales atraen más contribuciones que las mejores obras de caridad y ayuda al prójimo. Y por esa misma razón, estamos condenados a seguir padeciendo los excesos de poder que provienen de todas las latitudes de la esfera política.